Por Juan Hernández Ramírez
Abrí la puerta y la obscuridad dificultó ver quienes estaban dentro de la humilde vivienda. Allá al fondo, junto a la pared había un pequeño fogón; ahí cerca del calor de las llamas miré sentado al abuelo. Más bien estaba acuclillado y en sus manos sostenía un jarro pequeño. Cuando estuve cerca supe que era atole de amaranto. Terminé de entrar a la casa y me acurruqué junto a él. Mi abuela me sirvió un jarro de la excelente bebida. <Xikoni ajuiyak>. [Tómalo está sabroso]. Me dijo el abuelo. Dos jarros del tamaño de una taza me tomé.
La costumbre de mi pueblo es que cuando alguien llega de visita a la casa de uno, se le ofrece de comer o de tomar; por si alguna vez yo fuera de visita y tuviera hambre, no me negarían un vaso de agua.
Alimento milenario que mi raza ha consumido siempre. Rico en fibra y almidón, fósforo calcio y hierro. También lo complementan las vitaminas B1, B2, B3 y E.
Que bueno que has venido; mañana quiero que me acompañes a la milpa--. Me dijo en nuestra lengua. Y para qué quieres que yo vaya contigo a la milpa; repliqué. –Mañana lo sabrás-.
El abuelo era un hombre fuerte a pesar de los años que se veía llevaba encima. Silencioso como el puñado de tierra que levantaba para depositarla en la raíz de una pequeña planta. Todas las mañanas, antes de que el sol se asomara a tras de los montes, se levantaba y lo primero que hacía, era descolgar sus utensilios diarios que colgaba al atardecer en un gancho de un horcón de la casa. Sacaba el machete de su funda y caminaba al patio de su casa donde se encontraba una piedra de afilar. Sobre la piedra lentamente tallaba, tallaba su machete echándole agua de vez en cuando para quitar el polvo del metal. La mirada fija en la piedra y el metal, y su respiración acompasada, daban la sensación de un diálogo con el sonido y el silencio. Su actitud parsimoniosa le daba autoridad sobre el tiempo. Nunca tenía prisa, y decía que el tiempo camina como tú quieras, porque si te levantas temprano; nunca andarás con tropezones.
Al amanecer del otro día, me reuní con el abuelo en su casa para irnos juntos a la parcela donde tenía sus sembradíos. Esa mañana, a mi me habían despertado las primaveras con canto madrugador. Esos pájaros de vestidura humilde que tenían sus casas en los árboles de mango, tamarindo, ciruelo y naranjos del patio de la casa.
El camino rumbo a la milpa tenía un viento cantador; estaba lleno de música de pájaros que no podía ver por la espesura del monte de árboles pequeños y grandes, donde se mecían las voces del pájaro cascabel, del jilguero y del grueso canto del tejedor.
Llegamos a la milpa. Mi abuelo no se detuvo, se fue directo a un matojo de cañas de azúcar. Cortó una y lentamente la empezó a pelar. Mi boca inmediatamente comenzó a salivar como un perrito que se le enseña una tortilla. Después la cortó en pequeños gajos y me entregó un montón de ellos. <Siéntate ahí en ese tronco y endúlzate la boca>, me dijo. Obediente me dispuse a saborear un dulce de la tierra. En tanto, mi abuelo también se sentó a mi lado y me empezó a hablar. <Hijo, mira todas las plantas que tienes a tú rededor. Nosotros no necesitamos mucho para vivir felices. ¿Para que quieres una casa de piedra, si no vas a vivir eternamente? ¿Para que quieres un automóvil si en el te puedes matar? ¿Para que ansiar con envidia el televisor y el refrigerador del vecino, si tú puedes ver y oír la naturaleza en forma viva y también comerte tus alimentos aún mas frescos si los cultivas y los cosechas? Así siguió mi abuelo con su voz de canto de aves. < Si te das cuenta, el maíz es nuestro principal alimento. Y para vivir solamente necesitamos tener maíz y sus complementos. Debes saber que nuestro maíz, es también nuestra deidad llamada Chikomexochitl y le debemos respeto y adoración. Por él vivimos, por él estamos aquí, es nuestra carne, nuestra sangre, nuestro sustento. Su significado es “Siete Flores”, porque son siete los elementos con que se nutre nuestro cuerpo. El maíz, chile, jitomate, frijol, calabaza, ajonjolí y amaranto. Estos elementos compones las siete flores que mantienen vivo nuestro corazón, y si te das cuenta en esta milpa, tenemos todo aquello que necesitamos para vivir. Hay hasta cañas para endulzarnos y matas de algodón para vestirnos. Pero de todas las plantas, el maíz es la principal.
Un suave viento se mecía en las ramas del chijol y de encinos que vivían en la orilla del sembradío. Nosotros estábamos sentados bajo la sombra de un chicozapote que nos bañaba con un confeti de pequeñitos conos porque estaba en la época de floración. En las silenciosas pausas que hacía mi abuelo, alzaba sus ojos y miraba la distancia y después miraba con alegría sus matas de maíz. El abuelo prosiguió: --La gente ya se volvió muy floja por culpa del gobierno, éste le da limosna como apoyo para que se alimenten bien y esa ayuda la utiliza para emborracharse y si le sobra un poco de dinero compra herbicidas para matar la mala yerba de sus sembrados, pero esta práctica acaba con los nutrientes naturales de la tierra y también acaba con las hortalizas autóctonas como las distintas variedades de quelite, las variedades originarias del chile, hongos y muchas yerbas comestibles que la tierra nos regalaba. El gobierno nos debería dar programas de desarrollo del campo con su respectiva asesoría, nos debería enseñar a trabajar; pero, si acaso implementa programas, estos se quedan con los amigos de las autoridades aunque no necesiten de apoyos por tener lo suficiente. Por eso no debes esperar nada de nadie, debes trabajar por tu cuenta, sembrar tú maíz, sembrar las plantas que te van a ayudar a vivir. Debes sembrar todo tipo de árboles frutales para que vayas al tianguis y vendas tus productos. La gente ya no quiere sembrar nada, prefiere tomar el tomate, el mango, el aguacate ajenos porque le es más fácil robar que cuidar el sembrado--. Mi abuelo sólo me dijo: --Mas adelante entenderás las palabras de la tierra y de nuestra deidad Chikomexochitl --. Se levantó de su asiento y de su viejo morral sacó una hoja de tabaco. Se paró mirando al norte, hizo una reverencia y rezó una plegaria en nuestra lengua náhuatl y espolvoreo un poco de tabaco. De la misma manera lo hizo hacia el sur, este y oeste. Después se dirigió donde se encontraba amontonada la madera seca y con su machete cortó un tercio pequeño de leña y otro mas grande para él. Los amarró y les puso mecapal y al último me lo cargó sobre la espalda y él hizo lo mismo. Finalmente emprendimos el camino de regreso por donde el viento se esconde entre los árboles.
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