Raúl Hernández Viveros
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un lado
del centro de Santa Rosa, se fundó hace muchos años el barrio de Los Cuartos.
Ahí vivían hacinados miles de hombres, mujeres, niños y animales. Desde la
construcción de las galeras, las personas fueron, inadvertidamente,
conquistando metro a metro, los terrenos baldíos.
Al principio, algunos ancianos protestaron
porque trabajaban día y noche; después ellos fueron colocados en el lugar de
los cachivaches, cerca de los baúles llenos de recuerdos, acontecimientos y
hechos históricos en la vida de Santa Rosa. Hay que reconocerlo: los ancianos
ayudaron al levantamiento de los cimientos de muchas casas, en su juventud
también pudieron participar en las luchas obreras contra la dictadura de
Porfirio Díaz.
Durante muchos años, transportaron las piedras
en carretillas que iban y venían de la orilla del río Blanco hasta el lugar de
las barracas. Por su parte, los chiquillos colaboraron haciendo cadenas humanas
que transportaban de mano en mano los miles de ladrillos; cargaban cubetas con
agua y también revolvían la mezcla de arena, cal y cemento.
Los años transcurrieron sin que sucediera nada
interesante. De modo que una mañana lluviosa, los sorprendió el arco iris.
Fueron los presagios que auguraban buenas noticias. Unas señoras comentaron
sobre la posibilidad de descubrir cofres llenos de oro y plata, en los lugares
elegidos por los tricolores rasgos y sombras de vapor. Y mientras la gente
conversaba, apareció un niño pequeño y gordo, quien en forma amable les
prometió que iría a buscar el tesoro.
Bajo un cielo gris, el chiquillo se adentró en
los matorrales y entre las raíces de los árboles, sin más provisiones que unas
tortillas y un garrafón de agua. Luego de más de quince noches rasgadas por las
estrellas, regresó sucio y enflaquecido; era difícil entender sus palabras. En
medio de balbuceos, no pudo ubicar el nacimiento y el ocaso del arco iris, y
tampoco pudo descubrir ningún tesoro, pero confesó haber hallado a una Santa
Virgen.
Después de pronunciar estas palabras cayó
dormido en los brazos de su padre, quien nerviosamente en su mente intentaba
detener su enojo, pues apenas al llegar a su casa se había enterado de la
ausencia del hijo. Se puede decir a los lectores lo que muchos vecinos sabían:
este señor estaba todo el tiempo en la cantina “Las Morenas”, llamada así
porque funcionaba como mesón donde se guardaban varios burros que al sentir la
presencia de hermosas acémilas, mostraban su poderío de machos, y por esto la
taberna era famosa por el nombre de “Las Morenas”.
Era el
único lugar capaz de albergar la
convivencia entre indios y obreros de la fábrica textil de Santa Rosa. Por lo
menos en los fines de semana, algunos maestros de primaria aparecían para
continuar con la misión de rescatar a los pobres ignorantes. A pesar de estas
divagaciones, al padre del niño le brillaron los ojos amarillos de tanta
cerveza y mezcal; tambaleándose se hizo de valor, y…¿era necesario decirlo a
todos? Claro que no.
Precisaba hacer planes, aprovechar la situación
y salir de su desdichado puesto de velador de las bodegas de telas. Como un
pájaro herido regresó aleteando con los brazos el aire de la noche. Al
amanecer, el niño despertó hambriento, saltó de la cama y corrió a buscar a su
madre, quien hacía con las manos
tortillas colocándolas sobre un comal caliente.
El olor de la leña, la cal quemada y el maíz
rancio, alegraron al pequeño, mientras saboreaba ya la suma de ocho tortillas
con sal. Luego ya con la panza llena le contó la historia. Más tarde, la mujer
fue a vender las tortillas al mercado, y a contarles el milagro a sus comadres.
Por supuesto, el marido continuaba con sus fuertes ronquidos derrumbado en el
sucio catre.
Al domingo siguiente, los habitantes de esta
parte del pueblo fueron a confesarse con el padre Valiente, quien celebraba la
misa de las ocho de la mañana. Más tarde, el párroco, incapaz de aceptar la
versión inverosímil del niño; aceptó ir a testificar. Y juntos, con el
sacerdote a la cabeza, los fieles siguieron al niño entre las piedras y la
hierba del monte. Durante casi una hora ascendieron la montaña. A las diez de
la mañana divisaron la explanada verde, en donde destacaba el árbol de
guayabas. Entonces el chiquillo saltó alegremente y les gritó: -¡Aquí es! ¡Aquí
es!-
Exactamente en el tronco del árbol se dibujaba
un rostro femenino. La analizó muchas veces, entonces el padre Valiente sentenció
que era una señora. Por su parte la mamá del niño exclamó: -¡Virgen Santísima,
es la madre nuestra, es la virgen de Guadalupe!¡Vean su cara divina y
angelical!
Todos se arrodillaron cuando el cura comenzó a
ofrecer una misa larga y silenciosa, que culminó con la comunión. El niño ya
vestido de monaguillo roció con agua bendita las raíces del árbol, sobre las
extrañas formas que sobresalían de la tierra. El sacerdote suplicó la paciencia
de guardar el secreto, porque él tendría que viajar a la capital a consultar
con el arzobispado sobre los pasos a seguir.
Entre tanto, los ancianos repitieron la historia
a sus hijos y nietos. En cada boca aumentó la repetición que creció,
especialmente entre los diálogos de los habitantes de Los Cuartos. La Virgen había
revelado sus penas, preocupaciones y necesidades: particularmente de que sus
hijos terrenales se portaran bien;
agregó que pronto bajaría a bendecir a los habitantes de esta parte de
la población.
El chamaco terminó con la descripción de los
besos que la Virgen le había plantado en su frente. En muchos meses, a pesar de
las críticas de los miembros de otras sectas religiosas, no se habló más que del milagro. Y así dio
inicio en Los Cuartos la persecución hacia las personas ajenas a la religión
encarnada en la Virgen. La desunión y el odio dividieron a familias enteras.
Muchos ciudadanos tuvieron que abandonar Los Cuartos, se fueron lejos a otros
pueblos. Por su parte, en el arzobispado echaron tierra en el asunto, lo
incluyeron en el mundo de las carpetas y archivos, ordenándole al padre
Valiente evitar todo tipo de falsos rumores y malas interpretaciones.
El camino del Señor fue largo y doloroso. Nadie
se sometió a las instrucciones dictadas por el párroco. Las peregrinaciones
continuaron. Los domingos organizaron misas y rosarios alrededor del árbol de
guayaba. Cuando dio sus frutos, los fieles coleccionaron varios cientos de
recuerdos que el borracho vendió en cajas a precios increíbles. Por lo cual, el
padre del niño empezó a sentirse bien en la vida. Le encantó el sentimiento de
seguridad provocado por el dinero en sus manos. Y se le ocurrió la idea de hacer
una carretera hasta el santuario. Por la fe y esperanza, las personas harían
cualquier cosa. Prometiéndoles el paraíso, convenció a los ciudadanos de
empedrar el camino.
En seis meses, los diez kilómetros quedaron bajo
un perfecto aplanado, dispuestos al tránsito de automóviles y camiones de
carga. Días después, uno de los líderes obreros compró cinco autobuses de
pasaje. Las autoridades de Santa Rosa tomaron cartas en el asunto,
distribuyeron la tierra y repartieron a precios módicos los lotes que sirvieron
en el levantamiento de un caserío llamado La Alameda. También construyeron unos
juegos de sube y baja, columpios y resbaladillas, en donde los niños se
recreaban, mientras sus padres reflexionaban en la proximidad de las puertas
del cielo.
Y claro está, el padre del niño explorador, se
fue a vivir a un lado del árbol de guayaba que consideraba ya su propiedad.
Desde lugares lejanos llegaban las peregrinaciones: arribaban en camiones de
carga, urbanos, mulas, burros o a pie. Cantaban y oraban por la felicidad del
mundo. Frente a esta serie de peregrinaciones, una noche la madre se puso
nerviosa porque su hijo comenzó a hablar con voz femenina. Trató de comprender
las palabras, pero le resultaron extraños sonidos. Y el sueño acabó
derribándola en el instante que deseaba levantarse a observar el rostro
infantil.
Sin
embargo, un lucero enorme apareció en el firmamento de la mañana. Horas más
tarde, en la cantina el hombre de ojos
amarillos, les aseguró a sus amigos que el niño, por las noches, conversaba con
la Virgen, y les aseguró la posibilidad de pedirle lo que quisieran a través de
las charlas nocturnas. A partir de aquel día,
se pusieron de acuerdo y a las dos de la madrugada se colocaron a un
costado de la casa de madera. Esperaron, sentados sobre la tierra, el momento
en que la Inmaculada apareciera para darles un mensaje importante.
Soñaban en colores, cuando aquellos hombres
sintieron el rumor de los sonidos. El padre tuvo impulsos de proteger a su
hijo, y sólo acarició sus mejillas. Pero entonces su compadre le dijo al
oído:-Déjalo dormido. Nazario sabrá qué hacer. Además, es la Virgen la que va a
hablar con él.
El niño dejó de agitarse en el catre; recitando
en diversos idiomas pudo llegar al castellano. Una voz suave, dulce y agradable
-ellos imaginaron a una hermosa niña- les habló de las alegrías y esperanzas
del paraíso. Además, les relató que en este lugar habían casado a Hernán Cortés
en su viaje a la capital azteca, y la Malinche tuvo que aceptar a un fiel
colaborador y consejero de su amado. Ante los ruidos provenientes de uno de los
hombres que no logró controlar los sonoros estallidos de gases provocados por
tanta cerveza en sus intestinos, el niño se despidió diciéndoles que se iba a
otra parte en donde comprendieran los sentimientos de la Virgen.
En silencio, los hombres sellaron el pacto de
que no contarían a nadie la decisión de la Virgen de abandonarlos.
Entristecidos abrieron una botella de mezcal y amanecieron a un lado del árbol
de guayaba. Al mediodía, el escándalo era tal que los peregrinos pensaron en la
fiesta del bautizo del niño. La madre bailó durante varias horas en compañía de
su compadre y los demás amigos del borracho que festejaban la noticia.
El niño se fue a jugar con sus amigos dejándolos
en el ritmo de una música caliente y alegre. La mujer bebió tragos enormes de
mezcal. No había duda, el lubricante líquido acaloró su cuerpo, la fuerza de la
presión de la sangre aumentó en las venas; y se desvaneció mientras algunos de
los invitados inclinaron sus cabezas en dirección de las cubetas de agua, que
sirvieron para apagar las llamas de aquel infierno. Yo fui aquel niño, quien
descubrió la seductora inspiración de estos recuerdos y escenas acontecidas
durante la construcción de la fábrica textil de Santa Rosa.
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