jueves, 24 de septiembre de 2020

El lugar de los orígenes

 


Raúl Hernández Viveros

 

 

A

 un lado del centro de Santa Rosa, se fundó hace muchos años el barrio de Los Cuartos. Ahí vivían hacinados miles de hombres, mujeres, niños y animales. Desde la construcción de las galeras, las personas fueron, inadvertidamente, conquistando metro a metro, los terrenos baldíos.

Al principio, algunos ancianos protestaron porque trabajaban día y noche; después ellos fueron colocados en el lugar de los cachivaches, cerca de los baúles llenos de recuerdos, acontecimientos y hechos históricos en la vida de Santa Rosa. Hay que reconocerlo: los ancianos ayudaron al levantamiento de los cimientos de muchas casas, en su juventud también pudieron participar en las luchas obreras contra la dictadura de Porfirio Díaz.

Durante muchos años, transportaron las piedras en carretillas que iban y venían de la orilla del río Blanco hasta el lugar de las barracas. Por su parte, los chiquillos colaboraron haciendo cadenas humanas que transportaban de mano en mano los miles de ladrillos; cargaban cubetas con agua y también revolvían la mezcla de arena, cal y cemento.

Los años transcurrieron sin que sucediera nada interesante. De modo que una mañana lluviosa, los sorprendió el arco iris. Fueron los presagios que auguraban buenas noticias. Unas señoras comentaron sobre la posibilidad de descubrir cofres llenos de oro y plata, en los lugares elegidos por los tricolores rasgos y sombras de vapor. Y mientras la gente conversaba, apareció un niño pequeño y gordo, quien en forma amable les prometió que iría a buscar el tesoro.

Bajo un cielo gris, el chiquillo se adentró en los matorrales y entre las raíces de los árboles, sin más provisiones que unas tortillas y un garrafón de agua. Luego de más de quince noches rasgadas por las estrellas, regresó sucio y enflaquecido; era difícil entender sus palabras. En medio de balbuceos, no pudo ubicar el nacimiento y el ocaso del arco iris, y tampoco pudo descubrir ningún tesoro, pero confesó haber hallado a una Santa Virgen.

Después de pronunciar estas palabras cayó dormido en los brazos de su padre, quien nerviosamente en su mente intentaba detener su enojo, pues apenas al llegar a su casa se había enterado de la ausencia del hijo. Se puede decir a los lectores lo que muchos vecinos sabían: este señor estaba todo el tiempo en la cantina “Las Morenas”, llamada así porque funcionaba como mesón donde se guardaban varios burros que al sentir la presencia de hermosas acémilas, mostraban su poderío de machos, y por esto la taberna era famosa por el nombre de “Las Morenas”.

 Era el único lugar  capaz de albergar la convivencia entre indios y obreros de la fábrica textil de Santa Rosa. Por lo menos en los fines de semana, algunos maestros de primaria aparecían para continuar con la misión de rescatar a los pobres ignorantes. A pesar de estas divagaciones, al padre del niño le brillaron los ojos amarillos de tanta cerveza y mezcal; tambaleándose se hizo de valor, y…¿era necesario decirlo a todos? Claro que no.

Precisaba hacer planes, aprovechar la situación y salir de su desdichado puesto de velador de las bodegas de telas. Como un pájaro herido regresó aleteando con los brazos el aire de la noche. Al amanecer, el niño despertó hambriento, saltó de la cama y corrió a buscar a su madre, quien  hacía con las manos tortillas colocándolas sobre un comal caliente.

El olor de la leña, la cal quemada y el maíz rancio, alegraron al pequeño, mientras saboreaba ya la suma de ocho tortillas con sal. Luego ya con la panza llena le contó la historia. Más tarde, la mujer fue a vender las tortillas al mercado, y a contarles el milagro a sus comadres. Por supuesto, el marido continuaba con sus fuertes ronquidos derrumbado en el sucio catre.

Al domingo siguiente, los habitantes de esta parte del pueblo fueron a confesarse con el padre Valiente, quien celebraba la misa de las ocho de la mañana. Más tarde, el párroco, incapaz de aceptar la versión inverosímil del niño; aceptó ir a testificar. Y juntos, con el sacerdote a la cabeza, los fieles siguieron al niño entre las piedras y la hierba del monte. Durante casi una hora ascendieron la montaña. A las diez de la mañana divisaron la explanada verde, en donde destacaba el árbol de guayabas. Entonces el chiquillo saltó alegremente y les gritó: -¡Aquí es! ¡Aquí es!-

 Exactamente en el tronco del árbol se dibujaba un rostro femenino. La analizó muchas veces, entonces el padre Valiente sentenció que era una señora. Por su parte la mamá del niño exclamó: -¡Virgen Santísima, es la madre nuestra, es la virgen de Guadalupe!¡Vean su cara divina y angelical!

Todos se arrodillaron cuando el cura comenzó a ofrecer una misa larga y silenciosa, que culminó con la comunión. El niño ya vestido de monaguillo roció con agua bendita las raíces del árbol, sobre las extrañas formas que sobresalían de la tierra. El sacerdote suplicó la paciencia de guardar el secreto, porque él tendría que viajar a la capital a consultar con el arzobispado sobre los pasos a seguir.

Entre tanto, los ancianos repitieron la historia a sus hijos y nietos. En cada boca aumentó la repetición que creció, especialmente entre los diálogos de los habitantes de Los Cuartos. La Virgen había revelado sus penas, preocupaciones y necesidades: particularmente de que sus hijos terrenales se portaran bien;  agregó que pronto bajaría a bendecir a los habitantes de esta parte de la población.

El chamaco terminó con la descripción de los besos que la Virgen le había plantado en su frente. En muchos meses, a pesar de las críticas de los miembros de otras sectas religiosas,  no se habló más que del milagro. Y así dio inicio en Los Cuartos la persecución hacia las personas ajenas a la religión encarnada en la Virgen. La desunión y el odio dividieron a familias enteras. Muchos ciudadanos tuvieron que abandonar Los Cuartos, se fueron lejos a otros pueblos. Por su parte, en el arzobispado echaron tierra en el asunto, lo incluyeron en el mundo de las carpetas y archivos, ordenándole al padre Valiente evitar todo tipo de falsos rumores y malas interpretaciones.

El camino del Señor fue largo y doloroso. Nadie se sometió a las instrucciones dictadas por el párroco. Las peregrinaciones continuaron. Los domingos organizaron misas y rosarios alrededor del árbol de guayaba. Cuando dio sus frutos, los fieles coleccionaron varios cientos de recuerdos que el borracho vendió en cajas a precios increíbles. Por lo cual, el padre del niño empezó a sentirse bien en la vida. Le encantó el sentimiento de seguridad provocado por el dinero en sus manos. Y se le ocurrió la idea de hacer una carretera hasta el santuario. Por la fe y esperanza, las personas harían cualquier cosa. Prometiéndoles el paraíso, convenció a los ciudadanos de empedrar el camino.

En seis meses, los diez kilómetros quedaron bajo un perfecto aplanado, dispuestos al tránsito de automóviles y camiones de carga. Días después, uno de los líderes obreros compró cinco autobuses de pasaje. Las autoridades de Santa Rosa tomaron cartas en el asunto, distribuyeron la tierra y repartieron a precios módicos los lotes que sirvieron en el levantamiento de un caserío llamado La Alameda. También construyeron unos juegos de sube y baja, columpios y resbaladillas, en donde los niños se recreaban, mientras sus padres reflexionaban en la proximidad de las puertas del cielo.

Y claro está, el padre del niño explorador, se fue a vivir a un lado del árbol de guayaba que consideraba ya su propiedad. Desde lugares lejanos llegaban las peregrinaciones: arribaban en camiones de carga, urbanos, mulas, burros o a pie. Cantaban y oraban por la felicidad del mundo. Frente a esta serie de peregrinaciones, una noche la madre se puso nerviosa porque su hijo comenzó a hablar con voz femenina. Trató de comprender las palabras, pero le resultaron extraños sonidos. Y el sueño acabó derribándola en el instante que deseaba levantarse a observar el rostro infantil.

 Sin embargo, un lucero enorme apareció en el firmamento de la mañana. Horas más tarde,  en la cantina el hombre de ojos amarillos, les aseguró a sus amigos que el niño, por las noches, conversaba con la Virgen, y les aseguró la posibilidad de pedirle lo que quisieran a través de las charlas nocturnas. A partir de aquel día,  se pusieron de acuerdo y a las dos de la madrugada se colocaron a un costado de la casa de madera. Esperaron, sentados sobre la tierra, el momento en que la Inmaculada apareciera para darles un mensaje importante.

Soñaban en colores, cuando aquellos hombres sintieron el rumor de los sonidos. El padre tuvo impulsos de proteger a su hijo, y sólo acarició sus mejillas. Pero entonces su compadre le dijo al oído:-Déjalo dormido. Nazario sabrá qué hacer. Además, es la Virgen la que va a hablar con él.

El niño dejó de agitarse en el catre; recitando en diversos idiomas pudo llegar al castellano. Una voz suave, dulce y agradable -ellos imaginaron a una hermosa niña- les habló de las alegrías y esperanzas del paraíso. Además, les relató que en este lugar habían casado a Hernán Cortés en su viaje a la capital azteca, y la Malinche tuvo que aceptar a un fiel colaborador y consejero de su amado. Ante los ruidos provenientes de uno de los hombres que no logró controlar los sonoros estallidos de gases provocados por tanta cerveza en sus intestinos, el niño se despidió diciéndoles que se iba a otra parte en donde comprendieran los sentimientos de la Virgen.

En silencio, los hombres sellaron el pacto de que no contarían a nadie la decisión de la Virgen de abandonarlos. Entristecidos abrieron una botella de mezcal y amanecieron a un lado del árbol de guayaba. Al mediodía, el escándalo era tal que los peregrinos pensaron en la fiesta del bautizo del niño. La madre bailó durante varias horas en compañía de su compadre y los demás amigos del borracho que festejaban la noticia.

El niño se fue a jugar con sus amigos dejándolos en el ritmo de una música caliente y alegre. La mujer bebió tragos enormes de mezcal. No había duda, el lubricante líquido acaloró su cuerpo, la fuerza de la presión de la sangre aumentó en las venas; y se desvaneció mientras algunos de los invitados inclinaron sus cabezas en dirección de las cubetas de agua, que sirvieron para apagar las llamas de aquel infierno. Yo fui aquel niño, quien descubrió la seductora inspiración de estos recuerdos y escenas acontecidas durante la construcción de la fábrica textil de Santa Rosa.

 

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