Omar Piña
A |
sí es Raúl Hernández Viveros, imprevisto como
impredecible. Hace ya años que le conozco (¿siete, ocho?) y lo trato, que me
soporta y lo atosigo, que me invita a cenar a su casa y en la sobremesa me
enseña literatura... o al menos me habla de libros y cuando los vasos están
casi por olvidar lo que contenían, exclama su clásico “Qué barbaridad” y su
pulso vuelve a escanciar agua simple y un chorrín de güisqui. Siempre en vasos
pequeños porque, dice, que así bebemos como si fuéramos apenas niños.
Viste con una sencillez apabullante. Pocas veces
he percibido que huela a perfume, aunque una vez me dijo que el agua de Vétiver
es su favorita. Y me aturde estar a su lado porque jamás ha presumido de su
formación académica y cuando un despistado suele llamarle “doctor”, con su
ironía siempre responde que sí, que la noche anterior soñó que la Divina
Providencia se le aparecía para avisarle que al otro día iba a dejar de ser un
“don nadie” para convertirse en profesor de toga y birrete, tan serio como los
que salen en los periódicos (cuando él es uno de los pioneros que en Veracruz
llevaron la divulgación literaria del aula a la prensa, y lo sigue haciendo,
pero en un medio de “la competencia”). Y luego, para ese incauto que apenas lo
trata, le da por inventar las historias más descabelladas, pero como nunca se
ríe, todo se lo toman en serio.
Se llama Raúl Hernández Viveros y nació en Santa
Rosa de Lima (o el “de Lima” me lo inventé yo) hace ya muchos años; hoy aquel
sitio se conoce como Ciudad Camerino Z. Mendoza, o “Ciudad Mendoza”, para ser
más breves. Dice que fue a la escuela superior de Letras y que de vez en cuando
le daba por estudiar y en una de tantas llegó a las europas para seguir
quemándose las pestañas... en Varsovia no siguió pero luego lo enviaron a Turín,
donde si no aprendió literatura, al menos se trajo recetas envidiables de la
pasta con la que recibe a sus amigos, dice él. Porque es un cocinero excelente
que hace competir a su apetito literario con las fragancias últimas con que
aromatiza sus guisos. Pero más hace sentir conocidos a los que sienta a su
mesa.
Raúl Hernández Viveros, después de mí, es uno de
los seres más impuntuales con los que he tratado. No le gustan las agendas y es
más sencillo que recuerde la ficha bibliográfica de un libro editado en 1907
que un número telefónico que recién le han dado. Lo pierde todo. Durante la
presentación de uno de sus libros, cuando él cerraba el acto literario dijo a
la concurrencia:
Qué barbaridad, hasta me dio miedo todo lo que
han dicho de mí. Por eso mejor les voy a leer un cuento que no aparece en este
libro, porque cuando lo terminé de escribir, este texto se me perdió. Y hace
rato, cuando iba a tirar una pila de periódicos viejos, ¿qué creen? Me encontré
con este cuento, y por eso mejor se los voy a leer, ya que en el libro no
aparece. Leyó, aplaudimos y luego dijo:
Yo creo que el vino de honor hay que servirlo
antes de la presentación, para que todos se pongan cuetes y salgan diciendo
maravillas de este libro.
El escritor, editor y amigo entrañable, Raúl
Hernández Viveros que con todo lo que se diga, ha sido el “alma mater” de la
mayoría de los escritores veracruzanos, jóvenes, actuales”. Yo tengo más de
cuarenta pero cuando su colección me publicó la primera vez, como escritor y no
como periodista, yo le rasgaba apenas veintitrés años al calendario. A Raúl
Hernández Viveros le debo cariño y apoyo, música, libros, ensoñaciones y
también carcajadas.
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