Pedro M. Domene
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ecía Jules Renard que a lo largo de nuestra vida
nunca encontramos amigos, sino momentos de amistad. No comparto, en buena
parte, el sentido completo de semejante afirmación que el erudito le otorga a
esta palabra, aunque sí encierra, algo de verdad, dicha sentencia porque, en
realidad y volviendo a parafrasear de nuevo a otro ilustre, Alphonse Karr, a
propósito de la amistad, éste afirmaba, que los amigos son aquellos individuos
elegidos a voluntad. Quiero subrayar desde el comienzo que comparto, mucho más,
esta última afirmación y aseguro con toda convicción que, Raúl Hemández
Viveros, escritor veracruzano, nacido en Ciudad Mendoza (9 de diciembre de
1944), es mi amigo, mi hermano allende de los mares, ese desconocido a quien un
buen día y a través de la literatura conocí para suerte, creo a estas alturas,
de ambos. Desde entonces, una ya lejana y emblemática década de los 70, tanto
en su país corno en el mío, nuestra amistad, la hermandad nacida de ese mutuo
sentimiento, no ha hecho sino crecer con el paso del tiempo. Iniciamos entonces
una correspondencia afortunada y una colaboración literaria en ambos sentidos,
compartimos gustos y autores de la literatura universal y nos interesamos por
la solidaridad y la paz en el mundo. Raúl Hernández Viveros me ha proporcionado
durante estos años una abundante bibliografía sobre la literatura mexicana más
reciente, concretamente, sobre el cuento mexicano contemporáneo de tanto
interés para mí y para mis desvelos literarios. De igual modo, los intereses de
Raúl acerca de la literatura española contemporánea se dirigían en este mismo
sentido y nuestra colaboración ha cristalizado en un importante ensayo que Raúl
publicaba después de más de cinco años de estudio y dedicación a la narrativa
breve española titulado Relato español actual, Fondo de Cultura Económica,
2003. Se trata de una excelente aportación al género para los estudiosos de
ambos lados del Atlántico.
En igual proporción he visto crecer, con el paso
de los años, su propia producción desde La invasión de los chinos (1975),
pasando por Los otros alquimistas (1978), Los tlaconetes (1980) o su novela
policíaca, Entre la pena y la nada (1984), un relato que aparecía justo en el
momento en que yo viajaba hasta México para conocernos personalmente. Después
se han sucedido nuevas colecciones de cuentos, El secuestro de una musa (1982),
Una mujer canta amorosamente (1984) o Los días de otoño (1999). Durante los
últimos veinticinco años, ya es un número considerable como para apostar por
esa amistad vituperada por Renard o ensalzada por Karr, nuestros encuentros en
mi patria y en la suya se han sucedido de una manera fluida y cordial. Nos
hemos ofrecido nuestra mutua hospitalidad: yo he visitado su hermosa casa en
Azueta, ubicada en la hermosa ciudad de Jalapa, en el estado de Veracruz,
México y él me ha correspondido visitando el Paraje de la Estación, en mi
pequeña Huércal Overa, en el Sur de España. Él ha disfrutado de mis amigos y lo
mismo he hecho yo con respecto a los suyos. Visitar Jalapa supone p ara mí
vivir esa otra hermandad que me ofrecen los veracruzanos cuando me acerco hasta
sus casas, sus calles o sus plazas. He recorrido con él buena parte del Estado
y en el puerto de Veracruz a la sombra de los recuerdos de los primeros
españoles que llegaron hasta tan hermoso lugar, en los portales de sus plazas y
sus cantinas, hemos tornado café y tequila disfrutando de nuestra mutua
amistad. Así que cuando tengo ocasión vuelvo siempre hasta la ciudad donde vive
mi buen amigo Raúl Hernández Viveros, un hombre afable donde los haya, cordial,
amable, animador cultural en las Últimas décadas de su literatura, dedicado
desde la dirección de revistas como Cosmos o La Palabra y el Hombre a difundir
la magnitud de su amplia cultura y a ensayar desde sus páginas la versatilidad
de una literatura universal que él conoce excelentemente, Pavese, Gombrowicz,
Pasolini, Casey, Rulfo, Faulkner y un largo etcétera.
Durante los recientes años nuestra
correspondencia se ha ido espaciando. Raúl Hernández Viveros suele tener
ciertas crisis de identidad o de afianzamiento humano que se traducen después
en una nueva obra literaria. No me importa, pues, sostener durante meses o
durante años, su silencio siempre que me sorprenda con una nueva entrega
literaria, esos cuentos que él perfila y estructura primorosamente. Así que
siempre espero paciente a que supere, con esa dignidad que lo caracteriza, ese
vacío existencial del que emerge con nueva potencia. Hay que pensar que
Alberto, su hijo mayor, a quien yo conocí con apenas unos cuantos años, lo ha
hecho abuelo y eso debe dolerle en las entretelas, puesto que ya es un
abuelito. Pero cuando volvemos a vemos Raúl, mi amigo Raúl, sigue siendo el
mismo: un hombre conversador, sabio, que conoce los resortes de la literatura
de aquí y de allá, que está repleto de proyectos, que sigue editando y poniendo
en librerías su Cultura de VeracruZ junto con Alberto tan primorosamente
editado como nació el proyecto y me dice una y otra vez que, pese a todo, va
bien y que su vida se desarrolla “entre la pena y la nada” y que sus “días de
otoño” no empañan los múltiples proyectos que aún nos quedan por realizar
juntos. Mucho me temo que pese a este homenaje todavía nos queda tanto de Raúl
Hernández Viveros escritor como del Raúl amigo, porque como bien ha escrito
nuestro común Enrique Vila-Matas, querido amigo, te recuerdo en Jalapa en la
Navidad de 1984, te recuerdo en Huércal Overa en la Navidad de 1990, de nuevo
en Jalapa en el verano de 1997, en Huércal Overa en la primavera de 1998, y de
nuevo en Jalapa en el otoño del 2002. Huércal Overa, Almería, España Alma
mexicana por José Ortega.
En el número 5 (septiembre, 1996) de la revista
Cultura de VeracruZ, se recogió una serie de relatos breves del escritor
veracruzano Raúl Hernández Viveros. Todos los cuentos se desarrollan en México
y tienen como protagonista al pueblo, sujeto de la creación imaginativa a
través del cual se indaga en la problemática del alma mexicana y en los males
sociales que vienen aquejando a este país. Sólo en relato “Las memorias de
Corín”, tiene como referencia una corta temporada de Raúl Hernández Viveros en
Cadaqués, España.
En “La ciudad de las flores”, se nos relata el
origen mítico de la ciudad de Xalapa y el simbolismo espacial de su
construcción representado por la flor, imagen de la fecundidad, la belleza y el
amor: Al principio los colonizadores eligieron el lugar exacto, y proyectaron
el plano donde iba a quedar la iglesia, el palacio del gobierno, la guarnición
militar, la escuela y el gobierno... Luego los viajeros aceptaron que se
trataba de un lugar ideal como escala obligatoria para el descanso en el
transporte de mercancías.
Las
bellezas naturales encantaron a los recién llegados. No pudieron olvidar el
perfume de las flores, y cautivados decidieron construir sus residencias sobre
esta “sombra del paraíso”. A la milagrosa creación de la ciudad se asocia el
secreto de la confección de unos dulces con figuras que celosamente guardan el
secreto de hacerlas unas monjas. La iglesia condena a las monjas por su
negativa a desvelar la fórmula de los dulces, y el milagro se produce cuando el
arzobispo en el momento de darle la comunión a las religiosas, las rosas se
convierten en rosas, anturios y orquídeas. La flor, una vez más, ha obrado el
milagro, transformando el odio en amor.
La venganza constituye el motivo principal de
“El Santo Niño Milagroso”, cuento en el que nos enfrentamos a la venganza
justiciera del joven que mata al asesino de su padre. En “Los demonios”, se
examina la alucinación que sufre un personaje que se debate entre la
indiferencia de su esposa y el atractivo erótico que ejerce la mujer imaginada
en la pared. Destruida su casa por un ataque terrorista, se encuentra perdido
en la ciudad donde le sigue persiguiendo el rostro de la pared. Unido a las
víctimas del cataclismo cuando se despierta en un horno crematorio, encuentra
su salvación y libertad evocando la cama desde donde lograba sonreírles a las
dos mujeres. En este juego realidad-fantasía, el autor trata de ampliar la
experiencia humana de la destrucción y la esperanza fuera de un estrecho
racionalismo.
Para concluir la lectura de estos textos de Raúl
Hernández Viveros, en los relatos “La pasión de la escritura”, “Las memorias de
Corín” y “El cumpleaños” se nos revelan las funestas consecuencias provocadas
por la envidia, la soledad y el desamor.
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