Gilberto
Nieto Aguilar
La
abuela está cansada, pero con muchas ganas de platicar aquel último día del año.
Como tatarabuela que es, en estos días pasa lista de presentes y espera saber un
poco de cada uno de los nietos, bisnietos y tataranietos, aún de aquellos que
ni siquiera la pasan a saludar. Conforme más lejana es la descendencia, los
jovenzuelos suelen ser ingratos e insensibles para regalar un saludo y una
sonrisa.
Cuando
llegué le habían leído el artículo de la semana pasada y enseguida me dijo: «Ya
veo que hablaste del señor Melchor y de las familias de sus hermanos». Me quedé
quieto, como pillado en alguna travesura. «Les cambiaste los nombres, pero fue
muy fácil para mí identificarlos».
«También
veo que te inquieta mucho lo que pasa en las escuelas, con los alumnos, los
maestros y los padres de familia. Ahora las cosas son muy diferente en cuanto a
las relaciones y da la impresión de que los que mandan para mal son los
alumnos. El aula despintada, el pizarrón, los niños sentaditos y un profesor
que explica el lenguaje y las ciencias, sigue siendo lo mismo.
Desde
que nacen, los niños participan de las penas y las alegrías de su familia,
donde aprenden las primeras actitudes y habilidades para vivir, desarrollan
confianza en los demás, seguridad en sí mismos y fortalecen su autoestima. La
familia afectuosa forma a los niños en valores y esto favorece las relaciones
equitativas con los demás.
Por
desgracia, hay familias que no viven en relaciones cordiales, respetuosas y justas.
Algunos padres o madres de familia no encuentran formas de resolver sus
problemas cotidianos y recurren a la violencia. Hoy sabemos que la violencia se
enseña, se aprende, se legitima y forma un ciclo que se repite sucesivamente en
los actos y crea hábitos en las personas.
En
estas épocas de prisas, descuidos y globalidad, los niños reciben mensajes de
violencia en el hogar, los escuchan en televisión y radio, los leen en medios
impresos y digitales, los juegan en sus consolas. También en Internet. Antes
esto no pasaba. Ya existía lo que hoy llaman bullying, pero se resolvía de
manera casera, sin tanto escándalo, porque no estaba tan generalizado. Las
familias eran más conscientes y, lógicamente, los niños también.
Los
niños son seres indefensos. Nunca hay que humillarlos, amenazarlos o
golpearlos. Es cierto que hay que enseñarles límites y corregirlos, pero debe
ser con cariño, tanto en la casa como en la escuela. En ninguno de estos
lugares pueden ser maltratados por malos padres o malos maestros. Porque debes
reconocer –me dice la abuela, señalándome, como si fuera el acusado– que
también hay malos profesores que no cumplen en forma adecuada con su
trabajo.
En
familia aprendemos a vivir. Cada familia tiene su propia historia, pero no cabe
duda de que en ella los niños forman hábitos, aprenden costumbres, maneras de
actuar, de pensar, de tratarse con los demás, aprender a ser honestos o
aprenden lo contrario. Comprenden las necesidades económicas y las dificultades
para conseguir el sustento.
Quizá
algunas familias resuelven sus problemas con facilidad, pero es evidente que en
otras, la vida puede ser más complicada.
Con
las nuevas disposiciones legales de atención al público y los derechos humanos,
muchas gentes han encontrado una manera de abusar y hacer valer sus caprichos.
En las escuelas, los niños con buenas calificaciones que se portan
correctamente, por lo general no presentan problemas con los padres. Pero los
niños flojos, mal portados, tienen tras ellos a padres igualmente conflictivos,
muy problemáticos para la vida escolar».
Me
quedé callado, pensando en sus palabras. Cualquier padre o madre algún día se
pregunta qué pasó con aquella niña encantadora que corría despreocupada y
cariñosa por la casa; con el niño travieso que no se separaba de papá y mamá y
les daba cualquier cosa que se encontraba en el patio o la calle como un regalo
especial. De repente se han vuelto huraños, enojones, rebeldes,
explosivos, impredecibles. Han entrado a
la adolescencia.
A la
abuela le he escuchado decir en varias ocasiones: “Hijos chicos, problemas
chicos; hijos grandes, problemas grandes”. Y en esencia esto es verdad. En el
transcurso de la vida se aprende que primero se educa en casa y después en la
escuela. La familia es la institución educadora por excelencia, ya que en su
seno es donde se forman los hábitos, los modales, las actitudes, los valores de
las niñas y los niños.
La
familia–papá, mamá y algunos otros miembros delhogar–, mediante su enseñanza y
su ejemplo,sonlos responsable de la formación de los menores puesto que influyen
fuertemente en la comprensión del mundo y en las formas de reaccionar ante los
problemas. Con este bagaje, al llegar a la adolescencia, los menores realizan
sus primeros ensayos para poner a prueba su autonomía y su libertad.
Los
padres no pueden dejar por completo en manos de la escuela la tarea de educar a
sus hijos. Es un grave error si piensan que cumplen con sólo mandarlos a la
escuela. La familia puede tener –y tiene– un mejor control de lo que el niño hace
y aprende, para bien o para mal, en la calle, en los medios de comunicación, en
el Internet, con sus amigos y familiares, en sus ratos libres.
La
escuela, en cambio, es la institución encargada de transmitir en forma ordenada
y masiva, el conocimiento humano que requieren las nuevas generaciones. También
busca desarrollar competencias que estimulen la inteligencia, nuevas formas de
pensar, aprender a estudiar por sí mismos y asumir actitudes para enfrentar la
incertidumbre. Ambicioso proyecto que sólo puede lograrse con la preparación
permanente de los maestros y la participación decidida de los padres.
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