Carlos González Guzmán.
I
Llegué a Mascota como a la una de la tarde a
visitar a Roberto López, no estaba en casa. Reynalda, cuya casa queda enfrente
de la de Roberto, me dijo que se había ido a San Sebastián del Oeste, un lugar
como a hora y media famoso porque ahí filmaron escenas de la Noche de la Iguana
y que regresaría hasta el día siguiente, algo relacionado con una amistad. No
había señal para celular en San Sebastián, así que lo único que podía hacer era
esperarlo hasta la mañana siguiente.
Como en cada viaje a Mascota había hecho la
parada obligada a la entrada del pueblo, desde donde se divisan las torres
blancas de su iglesia rodeadas por el caserío de teja roja y naranja, una
gran corona verde, ancha, formada por arboledas y vegetación le daba un aire de
tranquilidad.
El conjunto se mira como si fuera una
postal de un pueblito de película, al fondo la vista se pierde entre grandes
cuadros de terrenos delimitados por delgadas cercas verdes como de arboledas o
pinos, los cuadros se acomodan como un mosaico lejano, mostrando colores paja,
cafés oscuros, ocres que quieren ser naranjas, mientras un vientecillo refresca
el cuerpo y acaricia el rostro en señal de bienvenida.
Así que en recuerdo de ese paisaje que aún
traía en la memoria, me despedí de Reynalda y me fui al rancho Santa Rosa, como
a veinte minutos de Mascota.
Pasé por la capilla de la Preciosa Sangre, una
construcción inconclusa del siglo XIX en forma de cruz latina dedicada al
Sagrado Corazón de Jesús. Unas cuantas cuadras después dejé las calles empedradas
del pueblo para llegar en unos minutos a la Presa Corrinchis, en donde
pasé a refrescarme, comer en El Molcajete y tomar algunas fotos.
Ya entrada la tarde fui al Foco tonal donde
estuve un buen rato cargándome de energía, un sitio descubierto por un Maestro
que estaba recorriendo los alrededores al día siguiente de la fiesta a la que
había sido invitado. Cuentan los señores que cuidan el Foco, que al pasar por
ese lugar sintió algo especial como ligeras vibraciones y marcó ese sitio.
El Foco tonal consiste en una losita blanca
hecha de cemento en forma de círculo como de tres metros de diámetro, que
únicamente tiene cuatro pilares blancos también como de veinte centímetros de
diámetro por dos metros de altura, colocados en el perímetro del círculo
señalando los cuatro puntos cardinales. Uno se para en el centro y al hablar en
voz muy baja escucha su propio eco como si estuviera dentro de un tubo de
plástico, ahí me quedé decara al sol con los brazos extendidos acariciado por
el viento.
Seguí el camino hasta llegar a la casa de
Chano en Santa Rosa, un amigo que Roberto me había presentado. Le comenté que
no lo había encontrado y que regresaría al día siguiente, por lo que le pedí
que me alquilara una cabaña por una noche en el Paraíso.
Era un mes esplendido, los días soleados,
calurosos; los campos sembrados, esperando las lluvias; las montañas
hermosas revestidas de verdes; los caminos bordeados de flores; la presa con
buen nivel de agua limpia y cristalina y las noches de luna llena.
II
Chano me recibió con su amabilidad y sonrisa
de siempre, saludé a Lolasu mujer que no había visto desde hacía tiempo:
sonriente, apurada con el quehacer de la casa, delgada, de ojos café oscuro, el
cabello recogido mostrando unas cuantas canas, el delantal blanco bordado con
pequeñas flores de colores, saludando y trabajando en la cocina como era
lo usual. Una mujer trabajadora, muy activa, simpática y tan inteligente como
su marido.
Después de saborear un vaso de agua de hoja de
naranjo, fresca y fría con sabor a barro, platicar del viaje, del clima y de mi
alegría por estar de regreso a esas tierras, Chano me dio la llave de la
primera de las cuatro cabañas que están en el corredor. Me recordó no
dejar el quinqué encendido, cuidar el agua caliente y que subiría a la
mañana siguiente para saber cómo había pasado la noche y almorzar lo que su
mujer preparara. Sabiendo de lo delicioso de sus guisos solo sonreí y agradecí
a ambos sus atenciones.
Subí al Paraíso, la
montaña más alta de los alrededores. En la cima tiene una meseta como de 200
metros de largo por 200 de ancho, lo primero que se ve al llegar es una franja
al lado derecho formada por cuatro cabañas; muy bonitas, amplias, limpias, con
agua caliente, sin energía eléctrica, en donde unos cerillos, unas velas y un
quinqué son suficientes.
Dejé el coche a la entrada de la primera
planicie que forma parte de la corona del Paraíso, serían como las seis de la
tarde; la vista de los alrededores, los colores del campo, el sol, el cielo
azul con algunas nubes pequeñas encaminadas en caravana hacia la lejanía,
elencino que se encuentra en la planicie, el viento fresco, el paisaje formado
por la sierra madre oriental con sus colores azulados a lo lejos, la
tranquilidad de la soledad, no había nadie más, todo invitaba a disfrutar del
atardecer del Paraíso.
Revisé brevemente la cabaña, dejé mis pocas cosas
sobre una mesita junto a la cama, saqué el quinqué y lo puse en una
repisa a la entrada del corredor Me encaminé a la parte más alta pasando por
una hermosa cabaña, la más grande, ubicada como a medio camino, de paredes
blancas, la puerta de madera tallada, el techo de tejas anaranjadas grandes,
limpias, combinaban bien con el paisaje. La sierra a lo lejos iluminada por el
sol del atardecer me recordó el cuadro que le había comprado a Queta, una
pintora amiga de Roberto.
Como a las nueve de la noche aún con los
últimos rayos del sol, me había acabado la raicilla, esa deliciosa bebida de
agave silvestre del pueblito de Cimarrón Chico que venden a granel de manera
artesanal, ahora ya envasada por don Rubén Peña bajo la etiqueta de Las
Praderas.
Entre sorbo y sorbo de la botella, había
tomado fotos del laguito artificial que Chano creó subiendo una pequeña
corriente de agua por gravedad, después me fui a la mera cima del Paraíso, en
un lugar que había bautizado personalmente como “Cerquita de Dios” porque el
sólo estar ahí, era como una oración al cielo.
Se me pasó el tiempo extasiado con esos
silencios llenos de pureza y armonía, desde ahí me uní con el anochecer
tempranero a la naturaleza.
III
Qué bueno que no había encontrado a Roberto,
pensé mientras bajaba de regreso a las cabañas, alumbrado ahora por la
luz de una luna llena esplendida en un cielo cargado de estrellas.
Entré al corredor para encender el quinqué y
en ese momento vi luz en la primera de las cabañitas que están al final de la
planicie, junto al desfiladero, como a 150 metros enfrente de mí.
Sin pensarlo me encaminé hacia la luz, la
llanura estaba tersa y pareja, la alfombra de pasto silvestre me acariciaba los
tobillos, el viento de la noche me refrescaba la frente y las estrellas
parecían caminar conmigo guiando mis pasos.
A medida que avanzaba, la luz amarillenta en
las ventanas se hacía más nítida. Conforme me iba acercando me di cuenta
que se oía una música muy suave, una melodía como de aires tapatíos de los
tiempos de antes, tocada con instrumentos muy finos como de arpa y violín,
cuerdas que llenaban el silencio de la noche y la adornaban con sus
arpegios.
A unos cuantos metros percibí un delicioso
aroma como de flores, matizado con el olor natural del pasto, del campo y de la
noche. Me detuve y me quedé extasiado parado casi a la puerta de entrada
a la cabaña, no sabía si continuar o saludar en voz alta para hacerme presente,
o retirarme en silencio como había llegado y regresar a saludar a la mañana
siguiente.
Ya me iba a regresar cuando la puerta de
madera se abrió dejando salir un rayo de luz que fue ensanchándose conforme la
puerta se iba abriendo.
En el marco de la entrada se dibujó una
silueta femenina que no podía distinguir bien, por la luz a sus espaldas.
¡Buenas noches Carlos, escuché, lo estaba
esperando!
En seguida pensé que Chano le había dicho que
yo estaba hospedado en una de las cabañas a fin de que no fuera a asustarse con
mi presencia, incluso le había dado mi nombre.
Buenas noches le contesté, disculpe usted,
sólo me acerqué porque Chano me había dicho que no había nadie, que era el
único visitante, pero ya veo que ustedes han de haber llegado mientras yo
estaba allá arriba tomando algunas fotos del anochecer.
Sabía que estaba usted por allá, llegué hace
un momento, pero acérquese Carlos, pase usted, mi nombre es Esmeralda.
Pasé a la cabaña, ya la conocía, alguna vez
Chano me había preguntado si quería quedarme en una de ellas. Al saludarla
sentí la suavidad de su mano tan femenina y aspirando más de cerca su perfume
la pude ver a la luz del quinqué. Se había peinado el cabello negro,
reluciente, en una sola trenza que caía por su espaldamuy bien alisado en las
sienes de su rostro claro, las cejas negrashacían resaltar la mirada de los
ojos café claro de una mujer muy bella, parecía tener unos 40 años, con
una hermosa sonrisa formada por el rojo de sus labios y lo blanco de sus
dientes.
Su voz era delicada y amable, cual si fuéramos
viejos amigos en un reencuentro casual en su casa o en la mía.
Me ofreció raicilla servida en un pequeño
vasito de barro color naranja, pintado en su borde superior de color verde
típico de la artesanía de Mascota.
Ella se sirvió también en un vasito similar, no
permitió que yo le sirviera, me dijo: tú eres mi invitado. Carlos, esta
noche no tiene tiempo, la luna nos acompaña y esta bebida espirituosa es la
mejor para la ocasión, qué bueno que te haya gustado el Paraíso, me gustó el
nombre de “Cerquita de Dios” que le pusiste a la cima más alta, ¿verdad que es
un lugar muy especial?
Esmeralda muchas gracias por tu gentileza,
fíjate que fue hasta la segunda ocasión que vine a Mascota, que tuve la
oportunidad de conocerlo, ya me había platicado un amigo de este lugar, pero no
me lo imaginé tan hermoso, tan sublime, con tanta pureza, con tanta belleza,
con este cielo lleno de estrellas y luceros, salgamos un momento.
La tomé de la mano, salimos y caminamos unos
metros hacia el árbol de encino que está a un costado de la planicie, alto
con su enorme copa redonda oscurecida por la nochecomo emblema de la
naturaleza.
Esmeralda era ligeramente más alta que yo, su
cintura era esbelta, su vestido blanco de manta, la hacía parecer más alta y
delgada, la blancura de la tela se acentuó más con la luz de la luna dándole un
aire de gitana o bailaora, su caminar sobre el pasto alfombrado envuelto en ese
aroma nocturnal me hizo sentir como si fuera flotando a su lado.
¡Mira mira! exclamó soltándome la mano y
señalando al cielo… ¡una estrella fugaz!
Tomémonos de las manos, cerremos los ojos y
pidamos un deseo…
¡Que esta noche sea eterna, pensé, gritando en
silencio con vehemencia!
IV
Los primeros rayos del sol me encontraron
dormido en el pasto, a unos metros de la cabaña de Esmeralda. Fue un despertar lleno de alegrías, de
sabores, de recuerdos de aromas, de agradecimientos a la vida, de suaves y
hermosos cansancios.
La cabaña estaba cerrada, me asomé por una de
las ventanas, ambas tenían sus cortinas abiertas, no había nadie, estaba vacía.
Regresé a casa de Roberto ese mismo día,
después de darle las gracias a Chano por su hospitalidad; como no mencionaran
lo de la visitante a ninguno de los dos les comenté lo ocurrido.
V
Regreso a Mascota cada año, voy a pasar una
noche a El Paraíso, en la misma fecha… el recuerdo y la esperanza del deseo
pedido me siguen acompañando…
Todavía puedo escuchar la música suave como el
viento, y el perfume de Esmeralda vuelve a flotar a mí alrededor, reviviendo
esa noche en el pensamiento, en el alma, en el corazón.
Llevo conmigo el vasito pintado como jarrito,
el que ella me diera esa noche mágica, única, eterna, espiritual y amorosa como
las tierras de Mascota.
Para Yola
Chamilpa Mor., agosto 2016
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