José
Luis Rangel Gasperín
Para
Aída, en su celeste cumpleaños.
En el primer
ensayo de El arco y la lira, Octavio
Paz busca explicar la diferencia entre poema y poesía. Todo surge a partir de
una pregunta: ¿cómo asir la poesía si
cada poema se ostenta como algo diferente e irreductible? Y la respuesta,
igual de certera que la flecha que se lanza del arco –la técnica cambiante, el
estilo del escritor que puede incluso vencerlo- provoca nuevas interrogantes: Si reducimos la poesía a unas cuantas formas
–épicas, líricas, dramáticas-, qué haremos con las novelas.
Seda es
uno de aquellos trabajos. Sus páginas están repletas de poesía, y aunque
estamos hablando de un poema según
advierte Paz –obra única, irreductible e irrepetible-,
no se trata de un trabajo hecho en verso sino de uno de esos libros extraños cuya concepción fluye
sobre un mar pausado, el olor de la noche y la barrera entre la nada y el abismo,
como si tuviera música propia.
Iniciar
un nuevo libro es como despertar de un sueño conocido. Una pausa y a la vez un
comienzo. Hervé Joncour es un hombre que mira su propia vida como los demás
miran el correr de la lluvia. Su padre veía en él un gran porvenir en la
milicia. Se había equivocado: cómo imaginar que su hijo llegaría a ganarse el
sustento de manera honrosa, sin hacerle el mal a nadie, comprando y vendiendo
gusanos de seda.
Lavilledieu es el apacible pueblo donde
vive. Corre el año de 1861: no había aviones surcando los cielos e Italia no se
había unificado completamente; no había televisión ni teléfono y las historias
nacionales comenzaban a escribirse; el mundo era más sencillo y los días
avanzaban con un rumor más lento, como el andar del agua. Y en ese momento un
hombre daba pasos titánicos, cruzaba los confines del mundo donde las
maravillas existían para transportar huevecillos que se volverían una mina de
oro. Se llamaba Hervé Joncour y todo parecía diferente.
Llegó
a un lugar impronunciable del Japón. Obtuvo lo que deseaba después de una larga
travesía que acabó finalmente yéndose como un suspiro. Fue recibido por Hara
Kei. En su costado descansaba una muchacha de rasgos extranjeros. Ella alzó la
vista: Mil veces buscó los ojos de ella y
mil veces encontró los suyos. Había una sinrazón en ese encuentro. El
lenguaje del cuerpo, inasible e inescrutable, había causado un efecto en ambos.
Lo sabían. Antes de salir de la
habitación, miró una última vez hacia ella. Le estaba mirando, con ojos
completamente mudos, a una distancia de siglos. Hervé Joncour se llevó ese
recuerdo hasta Lavilledieu.
Recibió
de ella una hoja doblada en cuatro partes. Tuvo que viajar a Nimes, donde
Madame Blanche pudo descifrar su contenido. Regresad
o moriré, eso decía el mensaje. A pesar de todo, Hervé Joncour volvió al
Japón a mediados de octubre. Su esposa lo consintió. No tenían hijos. Al llegar
a la tierra de la Seda, encontró el rostro de la miseria. La guerra lo había
consumido todo. No quedaba ya nada
hermoso en el mundo.
Tras
su regreso a Francia, recibió por correo un sobre color mostaza con ideogramas japoneses.
Le pidió una vez más a Madame Blanche que le revelara su mensaje. Ella lo hizo:
era una carta de siete páginas, con una tinta que anhelaba la vista del
destinatario. No nos veremos más, señor,
leyó Madame Blanche. Lo que era para
nosotros, lo hemos hecho, y vos lo sabéis. Creedme: lo hemos hecho para
siempre.
“Ésta es una historia- escribió
Alessandro Baricco al presentar la que sería una de sus más importantes obras
narrativas- Empieza con un hombre que
atraviesa el mundo, y acaba con un lago que permanece inmóvil en una jornada de
viento. El hombre se llama Hervé Joncour. El lago, no se sabe.” Seda está escrita con un conmovedor
sentido poético, un despertar apacible que nos lleva a todos sus lectores a
viajar por las misteriosas tierras del Japón. Como un pequeño caracol que
desconoce su camino, el libro está diseñado a la manera de su título: Baricco
escribe toda una vida repleta de travesías con la ligereza del viento. Una
templanza, una movilidad repentina, suave. Como la seda.
“Todas las historias tienen una
música propia.- continúa Alessandro Baricco en su
presentación- Ésta tiene una música blanca.
Es importante decirlo porque la música blanca es una música extraña, a veces te
desconcierta: se ejecuta suavemente y se baila lentamente. Cuando la ejecutan
bien es como oír el silencio y a los que la bailan estupendamente se les mira y
parecen inmóviles. Seda es eso y mucho más: un redescubrimiento hacia las
pasiones del hombre, un revivir inmediato. Una danza. Un viaje para conocerse.
Todo con música blanca.
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