Marcelo
Ramírez Ramírez
Llevado por uno de esos
juegos de la imaginación, que nos inspiran las circunstancias más anodinas en
determinados momentos, hace unos días me puse a considerar las muchas historias
que podrían contarnos los libros que se venden en las “librerías de viejo”.
Infinitas historias en donde se hallarían, si pudiéramos conocerlas, los
sueños, anhelos, ambiciones y proyectos de generaciones pasadas. Algunas
historias serían de éxito; otras, de fracaso y frustración. Entre ambos
extremos estarían los testimonios intranscendentes de aquellos cuyas emociones
más intensas, como las del animal, nacen de los apremios inmediatos del cuerpo
y se apagan con la satisfacción de los mismos. ¿Cuántas historias de vidas
consumadas hallaríamos? ¿Cuántos fracasos? ¿Cuántos desengaños que terminan en
conformismo? Al hacer estas preguntas caigo en la cuenta del afán -¿absurdo?-
de poner una meta ideal a nuestras vidas. En seguida me respondo que así debe
ser, pues el aspirar, el dirigirse hacia algo que habrá de colmarnos, aunque no
sepamos qué sea eso, es el signo, es la marca indeleble de nuestra especie. El
animal encuentra las respuestas en el instinto, mientras el hombre debe
buscarlas, incluso en el plano instintivo porque carece de la simplicidad del
animal y, con mayor razón, para las expectativas que él mismo se forja;
necesita encontrar lo que la naturaleza no le ha concedido: un destino humano.
El hombre, a través de la cultura –urdimbre humana por excelencia responde al
hombre, a su permanente interrogar, a sus dudas, a sus demandas. En ese mudo de
la cultura, surgido por una necesidad interna de su esencia, el libro ha sido,
hasta hoy, la herramienta primordial donde el hombre pregunta y se responde. En
el libro se revela a los otros, permite a los demás, al descubrirles su
humanidad, encontrar la suya. Hablo, naturalmente, del libro verdadero que es
floración del espíritu y da expresión a las inquietudes más hondas de nuestra
naturaleza.
Parece que la era del
libro va tocando a su fin. Si así fuera, no tengo idea con qué nueva
herramienta será sustituido, o si debamos conformarnos con perder, junto con él,
algo de la humanidad conquistada en el encuentro silencioso con la letra
escrita, con todo aquello que los mejores espíritus pudieron dejarnos como
regalo inigualable. El libro no sólo nos estrega su contenido para deleite y
provecho, -que no es necesaria, ni fundamentalmente utilitario-, sino que en
esas horas, generalmente nocturnas de lectura, se vuelve un confidente amable y
discreto. El libro es testigo, en esas horas donde se toma distancia de la
realidad para ahondar en ella, para descifrarla, para recrearla, de una visión
donde cada uno de nosotros encarna al héroe, al guía, al artista, al santo...
Generalmente es una frase, un pensamiento, el causante de esas fugas hacia
mundos ideales donde cada uno vive, por algunos instantes, la vida que quisiera
que fuera la suya. Imposible recorrer el diapasón infinito de las pasiones
humanas, elevadas y nobles o abyectas y oscuras que los libros suscitan o a las
que sirven de pretexto para manifestarse, aunque pocas veces esa manifestación
pase de las intenciones a los hechos. Nunca sabremos cuántos sueños quedaron
confinados en la región etérea de lo posible, cuántos proyectos dejaron de
cumplirse. Cervantes imaginó un personaje que habiendo perdido la cordura de
tanto leer libros de caballería, se lanzó al mundo para tratar de igualar a sus héroes. La inmensa mayoría opta por la
realidad, por la aceptación de las cosas tal como son, lo cual hemos de
reconocer, tiene un lado positivo, pues si se olvidara el sano sentido común,
se volvería imposible vivir.
En las librerías de
viejo, conviven obras muy antiguas con otras relativamente recientes; obras
sobre todos los asuntos y de todos los géneros literarios y corrientes de
pensamiento. Conservan muchas el glamour de su origen: la fina piel de sus
pastas, el dorado de sus letras; estampas y dibujos en sus páginas interiores.
Algunas son verdaderas obras de arte, otras, mucho más modestas, se nos muestran
con cierto orgullo, porque fueron hechas con celo artesanal. Casi todos los
libros antiguos tienen el decoro que acompaña una hechura cuidadosa, expresión de
respeto y a menudo devoción por un producto espiritual. En los anaqueles o
amontonados en grandes mesas he visto, revueltos, los grandes nombres de todas
las épocas y de todos los pueblos. Ahí están sus textos esperando a nuevos
lectores, gracias a los cuales esos grandes nombres seguirán vivos, haciéndose
presentes a cada generación con el poder de su pensamiento. Si alguna prueba
queremos hallar de la inmortalidad del espíritu, ésta sería una de ellas, pues
con los libros el espíritu se impone a la mortalidad de la carne.
Hace poco, acompañado
de amigos con quienes comparto la misma afición, visité aquí en Xalapa una de
esas librerías de viejo, más con el ánimo de curiosear que de buscar algo en particular;
ver aquí y allá, dispuesto a la sorpresa, que es el encanto de esas librerías
donde casi siempre hallamos un tesoro, aunque sólo lo sea para nosotros por su
vínculo con recuerdos entrañables. Esta vez, mi tesoro fue una obra de Romain
Rolland, que en mi adolescencia me regaló mi querido y recordado hermano Héctor
Manuel, a quién debo mi afición a la lectura. Esa iniciación sagrada me ha
permitido, a lo largo de mi vida, mantenerme a salvo de las miserias del mundo.
Quizá por la edad, por haber llegado al tiempo en que la nostalgia ocupa el
sitio de los proyectos, esta vez me di a esos juegos de la imaginación de que
hablaba al principio. ¿Dónde están los jóvenes que estuvieron en el sitio de
Troya y se identificaron con Aquiles, con Ulises o con el noble Héctor el
Troyano? ¿Qué fue de aquellos que corrieron aventuras con D’Artagnan o vivieron
insólitas experiencias con Julio Verne? ¿Qué fue de las muchachas que soñaron
ser como Eloísa, Julieta o Cosette? Así sucesivamente me fui formulando
interrogantes, por ejemplo, sobre los que creyeron escuchar el llamado de una
vocación, la de ser poetas, científicos, pensadores. ¿Cuántos lo lograron? Sin
duda pocos, pero esos pocos han sido la sal de la tierra. Viendo el paso del
tiempo en las hojas amarillentas, en las manchas, en las perforaciones de la
polilla, considero que la inmensa mayoría de aquellos que tuvieron en sus manos
esos libros ya están muertos. Apenas dejaron un leve vestigio de su modo de
ser, acaso un apunte a pie de página, una carta para la amada, los pétalos de
una flor… Pero estos libros que fueron sus confidentes, todavía esperan la
mirada para la cual fueron creados, la mirada que da vida a la letra.
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