Aurora
Ruiz Vásquez
Mi
hijo Roberto tenía como ocho años y era
el tercero de sus hermanos. El mayor, Artemio y él se enamoraron apasionadamente del
deporte de origen japonés el, JUDO, que impartía un maestro joven que calificamos de
excelente, porque en poco tiempo se identificó con el grupo, poniéndose a su
nivel. Los niños lo querían mucho y los padres agradecían que interviniera en su
educación. Después de clase les contaba historias o simplemente platicaban muy
a gusto con él y su regreso a casa se retrasaba.
Las
competencias al principio eran internas, pero cuando se sintieron valientes y
preparados había que trasladarse a otros lugares, para llegar a competir a la ciudad de México,
desde luego, por categorías.
Reinaba un entusiasmo total; por decisión
propia los niños asistían diariamente a las clases y no sólo a una sesión, los
papás se ofrecían a acompañarlos a las competencias a México, tanto por cuidarlos
como para infundirles ánimo con las porras y los aplausos. Presenciar esas
competencias era llegar a un cúmulo de sensaciones y emociones que hacían
estremecer y vibrar al público y en
especial a los padres de familia que admiraba a sus hijos desplegar, más que su
fuerza, la aplicación de la técnica que les había enseñado su sensei (maestro),
amigo entrañable. Los niños más pequeños parecían gatitos sudorosos revolcándose en el suelo.
Yo
nunca estuve de acuerdo del todo, sentía temor, pero de ver a mis hijos tan
entusiasmados y el ambiente tan sano, tuve que ceder, también por insistencia
de mi esposo que estaba convencido de los beneficios del deporte
Una
vez en una competencia local, competía Roberto con uno de sus amigos; el
gimnasio Omega estaba repleto, sin embargo, un silencio total se percibía.
Nosotros nos encontrábamos como en la cuarta grada en el costado izquierdo con
buena visibilidad, cuando de repente, escuché un ruido ¡crack! Sí, es verdad,
lo escuché claramente, mientras detenían la competencia y asistían a mi hijo.
que seguramente se había fracturado.
Sentí que las piernas se me doblaban y todo se me nublaba. Lo trasladaron de inmediato al Seguro Social, cuando soplaba un viento fuerte y empezaba a
oscurecer. Las salas estaban llenas en Urgencias y lo acomodaron en una camilla
en el pasillo. Yo no me separé de él ni un solo momento. Ahí pasamos toda la
noche, entre el frio y el ruido al caer cristales así como el arrastre de todo
tipo de cosas, cuando el viento se hizo
insoportable; en el Seguro se derrumbaron árboles, uno de ellos cayó sobre un
auto, destrozándolo, además cayeron casas y animales fueron arrastrados. El
viento silbaba intensamente provocando terror. En el pasillo se sentía con más fuerza pues se
colaba por los cristales rotos. Muy de mañana a mi niño le enyesaron la pierna
izquierda, desde la rodilla hasta el tobillo. Yo sentía que me moría y él aunque
le dolía, en ningún momento derramó una lágrima, Para mí, eran las primeras
experiencias de dolor materno. Como no había camas lo despacharon a su casa y
le recomendaron reposo.
Un
poco más tranquilos nos trasladamos a la casa con nuestro enfermo, un poco más
tranquilos teniendo fe en la recuperación. Yo pensaba en mi interior “Daremos
la espalda al Judo, jamás volverán a competir mis hijos exponiendo sus vidas.”
Pasaron
los días. Mi Hijo Rubén permanecía con el yeso todavía, cuando llegó un paquete
a su nombre: había ganado un concurso de redacción de un cuento y le mandaban
el primer premio un YUDOGUI( traje para el yudoka para practicar judo). ¿qué hizo?
Le
invadió la alegría y como pudo, se incorporó y se puso el pantalón. Cuando
entré a la habitación lo encontré parado en la cama terminándose de vestir
Cuando terminó el plazo convenido, seis semanas, le quitaron el yeso y pasó a los
ejercicios de recuperación. Rápidamente superó sus impedimentos, volvió al judo
con la misma alegría de la primera vez, yo lo vi partir feliz nuevamente a sus
clases y no me interpuse en su camino, eso sí, quedándome preocupada por
primera vez, Me dijo sonriente agitando la mano: ─Mami, ¡ya voy a aprender a
caer!…
Transcurrió
un año, dos y tres, siguió entrenando. Se presentó un torneo en la
ciudad de México, y asistió el grupo de
Xalapa de donde salieron tres campeones nacionales según su categoría, entre
ellos estaba Roberto y Artemio, mis hijos.
Más
tarde, ya al cursar el primer semestre de la Facultad, hubo un compañero,
alumno que se recreaba en molestar a los novatos sin ningún motivo. Un día enfrentó
a Roberto por sorpresa y el sorprendido fue él, al aplicarle una llave que lo
inmovilizó por completo sin herirlo, sacándole la promesa de que jamás se
metería con él, ni con ninguno de sus compañeros.
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