Ernesto Paz
¿Lo diré o no lo diré?, la cuestión
es saber, si por este comentario habré de incurrir en alguna indiscreción de la
cual haya de lamentarme en el futuro. Como la verdad soy bastante indiscreto y
este suceso ocurrió mucho tiempo atrás, me atreveré a confesarlo: Si, aquella noche
al calor de los tragos forniqué con Esperanza, mi prima. Disculpen tan
despectivo término pero no encuentro otro más apropiado y que sea menos
peyorativo, ya que lo acontecido aquella noche no fue precisamente una entrega
por amor. No hubo caricias tiernas, no hubo besos inocentes, mucho menos
palabras dulces y sí, una vorágine concupiscente de la cual habríamos de
arrepentirnos más adelante.
Corría el año de mil novecientos y tantos, en el siglo veinte de nuestra
Era… una cálida noche de abril. Eso si, no fue en su casa ni en la mía, si no ¡Dios
me libre, qué pena! …por sus padres y los míos. Fue en un rincón del garaje de
la casa de un amigo, el cual, después de beber como cosaco con nosotros y escuchar
canciones de Aretha Franklyn, se quedó dormido de borracho. Por ese tiempo no
se acostumbraban los condones, de ahí lo de arrepentirnos. El plan no era que
yo me tirara a mi prima, sino que mi amigo tuviese alguna oportunidad con ella,
pues andaba bastante “clavado”.
¡Ah…! Los designios de Dios, “aquello que no buscas te encuentra…” y,
como reza el antiguo refrán: “todos los caminos conducen a Roma.” Así, nos
encontramos mi prima y yo, que jamás había tenido relación sexual alguna, me
refiero a mí, que hasta ese momento era “virgen” (por decirlo de algún modo) y
no así mi prima, quien en cuestiones de sexo, ya tenía cierto trecho andado.
Sudorosos, borrachos hasta la coronilla, en posiciones bastante incómodas en
aquel amplio garaje, sin por lo menos una silla o un mueble para poder
recargarse. El “acto” se dividió en
pequeños actos, se llevó a cabo contra la pared, en el vil suelo y algunas
veces casi al aire.
Que ¿cómo llegamos a eso…? La cosa fue así: por consideración a que el amigo pudiese despertar y porque sinceramente,
estábamos bastante tomados, nos retiramos sin hacer ruido, de puntitas. Cuando no sé a quién se le
ocurrió primero abrazarnos al salir. El asunto es que al pasar mi brazo por la
cintura de Esperanza, mi mano calculó mal el trayecto y resbaló hasta sus bien
delineadas corvas. En el momento que iba a decir “perdón”, ella se quedó
quieta, giró hacia mí… nos miramos intensamente. Por descuido bajé un poco más
la mano y al volver a subirla, ésta entró “sin querer” dentro de su falda, que
por cierto era bastante corta. Está por demás decir lo “calientito” que se
sintió aquello, pero fue suficiente motivo, según yo, para que, ¡por poco!, me
naciera una tercera pierna, (acontecimiento que ella notó o mejor dicho ¡sintió!
al pegar su delicado cuerpo al mío). Fue tal la emoción, tal la sensación
placentera de rozar levemente mis dedos por encima de su calzón, que sólo me
dejé balancear entre sus piernas. Por su parte ella, sumisa como una gatita
mimada, me rodeo el cuello con sus brazos y se recargó vencida sobre mi pecho. Finalmente
metí ambas manos dentro de su falda. Lo demás fue pura inercia y ahora es
simplemente historia.
Esperanza llegó a mí, cuando yo rayaba ya los diecinueve años, y… miren,
que en verdad era un tipo bastante tímido y comenzaba a tener serias dudas
acerca de mi virilidad, vamos… de mi hombría. Pero Esperanza también hizo honor
a su nombre cuando al fin, una noche del mes de mayo, me confesó que no estaba
embarazada. ¡Santificado sea! ¡Sin pecado concebido!
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