Vicente Francisco Torres
Universidad Autónoma Metropolitana
Azcapotzalco
Gran parte de la diversa y proteica
narrativa mexicana que hoy cuenta entre sus autores a Alberto Ruy Sánchez,
Hernán Lara Zavala, Herminio Martínez y Luis Arturo Ramos, surgió a finales de
los años setenta. En ese mare magnum empezó a perfilarse un grupo de autores
que escribían en el norte de México o Vivian en él y ubicaban buena parte de
sus ficciones en el desierto. Dos décadas después, cuando se habla de
narradores del desierto o del norte de México se invocan los nombres de Ricardo
Elizondo, Gerardo Cornejo, Daniel Sada, Severino Salazar y Jesús Gardea. Estos
nombres están unidos por un capricho si no por que ellos mismos hicieron
propuestas explicitas e implícitas que los convirtieron en escritores afines:
Ricardo Elizondo tituló un libro Relatos
de mar, desierto y muerte, y
Severino Salazar llamó a una novela Desiertos
intactos. En Lampa vida y en Albedrío, Daniel Sada coloca un puñado
de seres derrengados en medio del desierto. Y que decir de Gerardo Cornejo, que
narra la fundación de un poblado en medio del páramo.
El mas renuente al acercamiento grupal
fue Jesús Gardea, pero basta abrir cualquiera de sus libros para toparse con el
sol y las sombras, la penumbra y el bochorno y la perenne presencia de llanos
áridos, como los que abrazan Ciudad Juárez, la ciudad en la que tantos años
vivió.
Aunque el problema no se reduce a la
geografía, la tierra sí plantea una serie de temas, retos y aventuras que son
los que aparecen en los libros mencionados. Reconocer una afinidad de escenario
no significa ignorar que Sada y Gardea son, ante todo artificies del idioma,
Ricardo Elizondo le buscó tres pies al gato y afirmó que el desierto es el
espejo del alma del hombre de hoy. En el panorama de nuestros días, la cuentística
del escritor guanajuatense Eduardo Antonio Parra que ha vivido en las ciudades fronterizas
del norte del país, agrega la nota de sordidez y violencia que hoy campea en un
mundo señoreado por la droga, el tráfico de indocumentados y las empresas maquiladoras,
universo que por otro lado guarda un espacio para la ternura y la fantasía que
observamos en su cuento “Nadie los vio salir”, que le diera el premio Juan
Rulfo en el año 2000.
Pido permiso para abrir un paréntesis
Cuando Jesús Gardea, en uno de sus
momentos de mayor tolerancia echó a andar el Premio José Fuentes Mares en
Ciudad Juárez, Chihuahua, coincidimos allá con el veracruzano Sergio Galindo,
Miguel Méndez, Sergio D. Elizondo y Ricardo Aguilar, entre otros. Los dos
últimos eran prósperos escritores chicanos que viajaban en imponentes trocas y
tuvieron la generosidad de llevar de paseo a un grupo de amigos para darnos una
lección: primero fuimos a unas dunas para sentir el filo del silencio y,
después, nos trasladamos a otra parte del desierto y dijeron: se piensa que
esta tierra está muerta, pero si ustedes levantan alguno de los terrones que
tenemos a nuestros pies, verán que hay vida, tal como pudimos comprobar los
invitados. De aquí que cuando la palabra desierto se usa para enmarcar una
obra, el término tenga valores distintos en un libro de Miguel Méndez y en otro
de Ricardo Elizondo.
Cierro el paréntesis recordando un
intercambio de palabras que sostuvieron Gardea y Gerardo en uno de aquellos
días: mientras Jesús decía que la literatura era valiosa al margen de la región
que la había visto nacer y que el centralismo valía nada frente al talento del
escritor, Gerardo afirmaba que los encuentros estatales eran posibles porque
los autores ya no se desarraigaban de sus lugares de origen para emprender y
consumar una obra valiosa. Y no se iban porque se habían ocupado de fundar sus
propias instituciones, de crear fuentes de trabajo para quienes venían detrás y
de inspirar confianza a los jóvenes creadores para que escribieran desde sus
lugares de origen y sobre la problemática que les había tocado vivir. Si bien
se mira, ambos escritores tenían razón porque toda obra regionalista es universal
si el talento y la buena hechura lo presiden. Los ejemplos sobran y podemos
invocar a Juan Rulfo, a James Joyce y la aldeana Antología de Spoon River, que felizmente consumó Edgar Lee
Masters. Si pensamos en escritores como el sinaloense Juan José Rodríguez o el
regiomontano David Toscana, Gerardo Cornejo tenía razón, siempre y cuando no
olvidemos el requisito indispensable de la capacidad artística. Esta anécdota,
en el fondo nos estaba revelando las cosas que ambos escritores tenían como
divisas: Jesús pasaba horas y horas sentado ante su máquina de escribir, o
leyendo en la penumbra de los templos, porque sabía que de poquito en poquito
se llena el jarrito y que la literatura es, ante todo, una ardua lucha con las
palabras. Y vaya que llenó más de 20 jarritos de palabras que constituyen su
excepcional obra.
Gerardo Cornejo, en aquella esgrima
verbal, estaba justificando su trabajo ya plasmado en La sierra y el viento (1977), novela de tintes claramente
autobiográficos y que basa buena parte de
sus valores en la epicidad, en el canto a esos hombres que no se
rindieron ante el páramo y tuvieron la osadía de plantar pueblos que serían
ciudades. Fue la celebración de los hombres obstinados, la memoria de una hazaña en la que seres
pusilánimes habrían huido despavoridos.
Desde este su primer libro, Cornejo
apareció no como un dinamitero, no como un revolucionario que incendiaba formas
y temas, sino como un discípulo aventajado de lo que en su momento fue conocido
como novela de la tierra. Cornejo se atenía a técnicas tradicionales como la
del viaje y la inserción de pequeñas anécdotas en el cuerpo novelesco y, por el
estilo paisajístico, arrobado ante la majestuosidad de los escenarios, no
dudaba en aparecer como un continuador de la más prestigiada tradición
narrativa latinoamericana, la que forjaron Jorge Icaza y Ricardo Güiraldes,
Rómulo Gallegos y José Eustasio Rivera, Ciro Alegría, Miguel Ángel Asturias y
Alcides Arguedas.
Cinco años después de La sierra y el
viento aparecieron los
cuentos de El solar de los silencios, libro que tiene una serie de vasos comunicantes con la novela
porque entrega datos que no
habían sido mencionados explícitamente. Si en La sierra y el viento los gambusinos abandonan las edénicas alturas, El
solar de los silencios dirá
que eso fue debido a la sequía inmisericorde.
Los cuentos de El solar de los silencios eran ramas que se había desgajado de la novela y constituían otro reconocimiento al ingenio y al valor
de aquellos hombres y mujeres que tenían
un amor desmedido por su tierra, tal como vemos en lo que Mario Vargas Llosa en
un momento llamó novela
salvaje. Así describe Early Danieri el carácter anteico de la naturaleza
americana: “El paisaje que se intenta colocar como trasfondo, irrumpe a primer
plano; la tierra se convierte en personaje central, verdadero protagonista
tiránico y dominante; y ya no es el hombre quien describe el paisaje; la tierra
invade su vida y acuña su arte.”
El solar de los silencios, su primer
libro de relatos, fue una celebración de lo que el enorme escritor cubano
Onelio Jorge Cardoso había llamado un cuentero, es decir, aquel ser humilde que
como no tiene más bienes derrochables que las palabras, el tiempo y el ingenio,
se pone a hilvanar historias desmesuradas que ayer fecundaron la literatura con
leyendas y crónicas y hoy cristalizan, en México, en las obras de autores tan
diversos como Eraclio Zepeda o Herminio
Martínez.
Pastor de fieras (1999),
su segundo volumen de relatos breves, rendirá homenaje nuevamente al contador
oral y al conversador pero, aprovechando las lecciones de Rudyard Kipling y de
Horacio Quiroga, constituye un volumen unitario que pasa a través de los ojos o
la voz de Nativo Tonarachi para dar cuerpo a historias hiperbólicas que
entregan la visión de la naturaleza que tenían los grupos autóctonos americanos
antes de la llegada de los españoles, esa visión en la que el hombre era parte
de la naturaleza y no su usufructuario. De este modo, Gerardo hizo un tácito
reconocimiento al México profundo que Guillermo Bonfil Batalla ponderaba muy
por encima del México transnacional y desarraigado. Si se mira desde otro
ángulo, Pastor de fieras ofrece
nueva unidad porque todas las anécdotas parten de la zoología típica del norte.
En
microbios de luz
(2005) Cornejo entregó nuevos cuentos que muestran el mundo de la sierra
habitado por mineros enfermos, pero va introduciendo también el milagro y lo
numinoso, que anticipan los nuevos intereses que aparecerán en Ángel extraviado. Y de aquí al cuento
fantástico solo faltaba un paso que Cornejo dio con éxito y prontitud. Logro
varios cuentos magistrales, como “Gritos en la cañada”, “Fiebre Verde”, “Rio de
Guerra” y “El Oferente”. El penultimo tiene lugar en Austria y el último en la
India, hechos que nos recuerdan que Cornejo viajó por todo el mundo y por fin
se decidió a utilizar literariamente esa experiencia.
En Las
dualidades fecundas, Cornejo apuntó lo benéfica que resulta para el
novelista la formación de sociólogo. Y ejemplifica su tesis con la monumental
figura del novelista peruano José María Arguedas, ese hombre que escogió para
suicidarse el espantoso día que precede a la temporada de vacaciones, ese día
en que los solitarios no tienen quien los espere en su casa, ese día en que los
profesores no quieren llegar al lecho en donde los espera una harpía. Arguedas
se disparo un tiro en la cabeza y tuvo la decencia de ir a dárselo en el baño
para no manchar las alfombras de los cubículos y las oficinas. Se suicidó,
bueno es recordarlo, por que veía que tantos años dedicados a valorar y
expresar artísticamente el mundo indígena no habían servido de nada ante la
avalancha del progreso y la globalización. Quién iba a decir que décadas mas
tarde, un escritor tan cosmopolita y renuente a los ismos como Mario Vargas
Llosa escribiría un hermoso homenaje, un volumen de cerca de 400 páginas a ese
hombre humilde que pensó escribir sus libros en quechua y que guardaba como uno
de sus más dolorosos recuerdos la imagen de su padre viudo, completamente ebrio
y pidiendo a un grupo de músicos sucios que le tocaran los más desoladores
huaynos.
Los indígenas están presentes como
personajes en las novelas y cuentos de Cornejo y son motivo de reflexión en su
trabajo ensayístico, pero el autor ha tomado el asunto muy en serio y, en una
entrevista que le hice cuando no había correo electrónico, me dijo en unas
cuartillas que espero no tener la necesidad de vender a alguna biblioteca
norteamericana: “Soy nativo de un pueblito de la Sierra Madre sonorense que se
llama Tarachi. Visto desde lejos, en la noche, ese caserío no es sino un
puñadito de estrellas regadas entre las piedras. Tarachi es un pueblito
mestizo; mitad indígena y mitad español. La familia de mi madre viene de un
enclave vasco muy extraño. Por su parte los hombres son blancos, de ojos verdes
y nariz aguileña. A siete kilómetros de Tarachi hay un pueblito de indios
pimas, de donde provienen mi padre y mi abuelo. Como la mitad de mi sangre es
pima, todo lo que tenga que ver con la realidad indígena, no sólo de México
sino de Latinoamérica, me llega muy hondo, me toca cuerdas interiores.”
Pido pista para aterrizar y digo que en
aquella plática mencionada, que lindaba en la discusión, por no decir en el
monólogo, Jesús y Cornejo tenían razón, porque sin sus respectivas convicciones
no habrían llegado a donde lo hicieron. Jesús nunca bajó del alambre del tropo
y la eufonía y su obra es una de las más hermosas, enigmáticas y engurruñadas
de la literatura mexicana. Gerardo, gracias a sus convicciones, ha hecho
poesía, novela, cuento, ensayo y crónica de sus viajes por África, América y
Asia, textos estos últimos que, en sus mejores momentos, como los que narran su
estadía en la India, no exagero en comparar con algunos textos de Rudyard
Kipling, y refrendo la convicción por que esta desmesura aparente la puse por
escrito al reseñar su libro Como temiendo al olvido (1998), libro que
nació en un encuentro de escritores y que presidia, jaibol en mano, don Edmundo
Valadés. Allí el maestro le hizo notar a Cornejo todo el material artístico que
dejaba perder si no recogía los incidentes que le regalaron los largos años
desempeñados con el apoyo de la UNESCO y de otras organizaciones.
En aras de una intención mas literaria
que histórica, Oficio de alas (2004)
entrega un puñado de biografías, reales e imaginarias, de pilotos que vivieron
un tiempo heroico, anterior al desarrollo de la tecnología aeronáutica: “Eran
los tiempos en que minúsculas pistas de aterrizaje formaban parte del esqueleto
estructural de los pueblos de la región y salpicaban la geografía cordillerana
sobre mesetas solitarias donde ni pueblos había”
El volumen contiene un conjunto de
historias que nacieron entre la sierra y las barrancas de Sonora y Chihuahua,
cuando no había carreteras y el único medio de llegar a las minas y planicies
serranas para levantar enfermos o atender misiones urgentes era el puñado de
diminutos aviones de unas cuantas plazas. Por razones históricas, este trasiego
norteño habría de terminar con historias protagonizadas por narcos,
traficantes, sicarios y vivales como quienes se convirtieron en émulos de
Pantaleón y las visitadoras. Son relatos de miedos, valentías, vuelos y
aterrizajes forzosos; refundiciones del origen de los apodos, testimonios de
solidaridad y de sabiduría campechana sin que falte la narración hiperbólica,
al estilo del Guilo Mentiras –cuya paternidad se debe al sinaloense Dámaso
Murúa-, como la del quesero quien, al ver que su avioneta se incendiaba, se
descolgó por las hebras de lo que llevaba para entregar en tierra firme.
No falta la narración hilarante, como la
de la mujer que aprendió a volar a los 80 años de edad y, una vez que rescato a
su hijo en la sierra, tuvo este dialogo con los reporteros que la asediaban:
-“¿Como es posible, señora, que siendo
mujer y teniendo una edad tan avanzada haya podido dominar el difícil oficio de
piloto?”
Y
la señora, adelantada feminista involuntaria que había tenido dos maridos
pazguatos, respondió:
-“¡Ay mijitos… si lo dominan los hombres
que son tan pendejos como no iba a dominarlo yo!”
Las antologías cuentesticas de su tierra no le
han sido ajenas, ni tampoco la novela alegato como Al norte del milenio (1989), que parece ser, hasta la
fecha, su libro más polémico porque planteó un conjunto de señalamientos que
tenían que ver con los grupos de poder menos nacionalistas. Justo es decir que
el texto no dejaba de tener un aire de ficción científica muy similar al que
propuso Carlos Fuentes en Cristóbal nonato.
En Juan Justino Judicial (1996), su novela- corrido, que iba
a ser narco novela y acabó siendo una historia de amor y una nueva celebración
de la naturaleza serrana que tanto había pintado el autor en sus libros de
ficción, narra la vida de un ranchero metido a narco a quien Dios castigó
convirtiéndolo en judicial. Y como el destino del escritor parece estar echado
desde sus primeros libros, por el replanteamiento que la obra hace de la
problemática de los migrantes, Cornejo vuelve a convertirse en heredero de una
tradición instaurada por Peregrinos de
Aztlán, de Miguel Méndez, y por esa novela en la que Daniel Venegas
decía que los trabajadores agrícolas mexicanos se harán ricos en los Estados
Unidos Cuando los pericos mamen.
Lo más reciente de la producción de
Cornejo, es una terna formada por dos novelas (Lucia del Báltico y Ángel
Extraviado) y, un libro de poemas: Balada
de Cuatro rumbos (2008).
Muchos escritores americanos que han
afincado su obra literaria en la tierra natal sienten la necesidad de hacer su
obra europea, la que de cuenta de sus periplos por el Viejo Mundo. Entre ellos
podemos citar a Gabriel García Márquez, Felipe Garrido, Eduardo García Aguilar
y Sergio Galindo. Gerardo Cornejo, después de haber cumplido un ciclo
novelístico afincado en Sonora entrega Lucia
del Báltico, en donde recoger parte de la experiencia acumulada en sus
viajes por cuatro continentes.
Para ambientar esta novela escogió un
territorio bastante extraño a la literatura hispanoamericana –el gélido norte
europeo- que solo tiene parangón con la obra del chileno Francisco Coloane,
cuya narrativa ostenta como escenarios las regiones heladas, pero del Polo Sur.
Así, Cornejo y Coloane, con sus obras nos han llevado de polo a polo.
Como un Boccaccio del siglo XXI, Cornejo
reúne a un grupo de personajes para que cuenten historias y hagan del tiempo no
una pesada carga sino la oportunidad de hechizar con los relatos de las cosas
más interesantes que ha habido en sus vidas. Si las criaturas del escritor
italiano contaban mientras huían de la peste, las del mexicano van a bordo de
un crucero, de una ciudad flotante que va de Nueva York a Escandinavia y se
desplaza entre témpanos y va rompiendo las capas de hielo que cubren las aguas
del noratlántico.
Alrededor de la mesa numero 10 se
congregan, entre otros, una pintora, un arquitecto, un medico, unas artistas
del erotismo, un relojero y, sobre sus historias, se va tejiendo un romance
entre la sueca Gunilla Sunderman y el mesero Italiano Brunelio Nacarelli, una
historia de amor trágico que da intensidad al final de la novela.
Si una primera impresión dice que la
geografía de esta obra es muy distinta a la que el autor ha planteado en sus
cuentos y novelas, Lucia del Báltico dirá que no hay una distinción radical
pues Lars Sundeman, tío de Gunilla, es un habitante de los bosques que tienen
arroyos, lagos y ríos que forman un mundo semejante al de la serranía
sonorense. Además, el tío, dada su militancia ecológica, se rebela contra la
tala de bosques y por ello queda, primero, desempleado y, después, va a
prisión. La militancia de este personaje queda apuntalada cuando el arquitecto
que trabaja en una trasnacional depredadora, cuenta su ingreso a un proyecto de
reforestación y protagoniza una historia de amor con Tzi-hua-tam-Tzien
Como es natural, cada personaje expresa
su visión del mundo y, entre ellas, destaca la del medico, quien así se expresa
sobre la felicidad: “porque sucede que la felicidad no existe como un estado
permanente de venturosa placidez, sino que solo se deja atrapar por momentos
pasajeros…”
Ángel
extraviado
es una extraña novela concebida como un homenaje a los ámbitos de la cultura Tarahumara
(rarámuri) en lengua autóctona) pero, sobre todo, a la idea que tienen de la
naturaleza: los hombres son parte de ese mundo apenas salido de la creación,
con acantilados, bosques, ríos profundos y serranías, y detestan a los mestizos
que deprendan. Además, la concepción tarahumara de la vida como un buen
inagotable se opone a la idea mestiza de la existencia como un buen finito.
Para mostrar ese mundo de arroyos, cuevas y pinares, Cornejo creo a un
muchacho, Avelino, gangoso, tartamudo y corcovado quien predestinado por la
etimología de su nombre, dio en buscar todo dato que hubiera sobre los ángeles.
El cura, don Sagrario, atendiendo a su pasión, le hizo una serie de apuntes que
cayeron en manos de Ronasio, maestro rural y padrino de Avelino que, al
enterarse de que el muchacho había asumido la locura de querer convertirse en
ángel para paliar el sufrimiento que su aspecto le procuraba, emprendió la
búsqueda de un acantilado tan alto que le permitiera saltar y le diese,
también, el tiempo suficiente para que le salieran alas y no se estrellara en
el fondo de las cañadas. Ronasio persigue a Avelino por carreteras y caminos de
herradura, de a pie y de a uña (son los que permanecen a la orilla de los
precipicios) y, mientras realiza la pesquisa, va mostrando la ciclópea belleza
de la geografía tarahumara. Las transmisiones de una estación de radio que
cubre su viaje y la lectura en distintos caseríos de los apuntes del sacerdote,
le permiten al padrino compilar una historia de las versiones que de los
ángeles han hecho las distintas religiones y obras tan prestigiadas como El
paraíso perdido, de Milton.
La estación de radio juega un papel importante
porque anticipa la llegada del profesor a los recovecos de la sierra y a los
confines de los valles. En los mensajes radiofónicos, además, va la filosofía
de la gente que habita la sierra tarahumara. “Por que resulta que el contento
no es solamente la ausencia del dolor, sino el disfrute de la amistad de los
hombres y de la belleza de la Gran Natura”.
Ronasio, alter ego de Gerardo Cornejo, es un
tarahumara-chilango que posee el sentido indígena comunitario y el
individualismo de los hombres de la ciudad. Como el autor, vuelve de las
ciudades como el profesor bilingüe, cargando las mismas nostalgias que Cornejo
expresara en Balada de cuatro rumbos. Personajes como Encarnación Wahuráchi
–una vendedora ambulante de sotol que enviuda cuando su marido muere en el
fondo de un acantilado- que también desparrama historias por la sierra y por
eso le cambian el nombre de Encarnación por Navegación, propician lo numinoso a
punto de creencias, invenciones y lecturas que derraman en los mentidores de la
sierra, en las minas abandonadas, en los pinares y en las cascadas. Y
finalmente, el prodigio se consuma como en un cuento fantástico, porque Avelino
empieza a hacer milagros: sana a una moribunda con solo ponerle la mano encima;
libera a un lobo de la trampa con solo mirarlo y, seráficamente, el animal
intentara seguirlo. Además, Avelino se lanza hacia el buscado abismo y lo
rescatan dos ángeles y Rosalinda, una mujer que murió al resbalar mientras
miraba en éxtasis una cascada. Como su cuerpo nunca apareció, los tarahumaras
la incorporaron a los seres angélicos que ambientan la novela.
Al final del libro, cuando el narcotráfico ha
corrompido la vida edénica de las serranías, sabremos que Ronasio y Encarnación
se refugian a terminar sus vidas en cuatro rumbos, el mismo sitio donde Gerardo
Cornejo escribió su libro de versos porque, después de tanto trajinar por el
mundo, nuestro autor ya sabe que allí quiere que terminen sus pasos.
Ángel extraviado muestra que Gerardo Cornejo tiene
su casa y sus temas, que no anda por el mundo persiguiendo modas, si no que le
urge sacar lo que trajo guardando muchos años mientras se acreditaba como
mentor de las ciencias sociales.
En balada de cuatro rumbos (Instituto municipal de
cultura y arte / Mora-Cantúa editores, colección Andenes: Hermosillo, 2008),
desde el epígrafe, que es un adagio de la Alta Edad Media, hay una nueva
apuesta por los escenarios rurales de su primera y entrañable novela, La sierra
y el viento: “Dios hizo al campo, / y los hombres han hecho las ciudades”.
Encontramos
las febriles alturas, con sus bosques dilatados y esmeraldinos, sus abismos y
arroyos, y la extensa y candente plancha del desierto, en donde se edificaron
ciudades como Hermosillo. Pero mientras en la novela el autor hablaba del
abandono de la serranía para ir a establecerse, primero, en las casas plantadas
en medio del paramo y, después, en las aglomeraciones de la capital del país,
en los poemas el autor ya está de vuelta. Ha navegado todos los mares del mundo
y ha pisado todos los continentes fundo instituciones y ocupo altos cargos en
organismos diversos. No mas trabajos por razones alimentarias ni de reconocimiento
profesional. Ahora tiene el refugio de su cabaña enclavada en medio de los
bosques, con los ríos a sus pies y la compañía de los astros y los cantos del
viento y de las aves. Las fragancias de resinas lo rodean y no tiene más objeto
que la página en blanco para celebrar a la mujer amada, la llegada del día y de
la noche, para plasmar sus memorias y para dar gracias por los bienes
prodigados y por la oportunidad de tener un refugio que una y otra vez se
menciona como algo semejante al paraíso: “Sé muy bien que estoy disfrutando de
una cala / de lo que las religiones llaman paraíso. / Lo que no acierto a saber
(¡Ni falta me hace!) / es ¡Qué cosa hice yo / para merecerlo?”
Y desde aquí se va colando la ideal del final, que
se asume con serenidad, como resultado de los años vividos y de la experiencia
dichosa: “Resulta que después de pasear mis huesos / por más de la mitad del
ancho del mundo, / se por fin / donde quiero dejarlos”. Y va de pilón un texto
ingenioso y risueño: “Cuando presto atención al vuelo / de la multitud de aves
que revolotean / libremente alrededor de mi cabaña / resulto ser el único
enjaulado”.
La imaginación creadora y la energía le han
alcanzado a Cornejo para fundar instituciones como El colegio de Sonora, MEXPAM
y la Sociedad de Escritores Sonorenses, hechos que hablan de su idea del hombre
de letras, que está más en consonancia con José María Arguedas que con Gardea y
su admirado José Lezama Lima, todo floritura, joyeles y alabastro.
Si, los homenajes suelen hacerse cuando los
prohombres tienen enfermedades terminales, padecen Alzheimer o se desplazan en
silla de ruedas, yo me congratulo de que Gerardo, quien ya ha dado su nombre a
un concurso de narrativa y a la biblioteca del Colegio de Sonora, vea la
presente selección de su trabajo, que es el mejor homenaje que puede hacérsele
a un escritor.
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