Manuel Gámez Fernández
Sintió la mano del policía que le jalaba los cabellos
mientras decía algo tan enredado que no le preocupó en los más mínimo, de
cualquier manera tenía que levantarse y caminar un poco para quitarse el cansancio
y esa terrible sed ardiente que le nacía en los intestinos.
Hará un buen día – se dijo caminando- luego observó la
longitud enorme que separaba su cuerpo del final de la calle y se sintió
mareado, volvió a levantar la vista, pero ahora la extensión se hizo
ridículamente pequeña en consideración con aquel niño que a pesar de lo
alejado, el lo sentía inmensamente cerca, como si fuera una sombra inseparable
de su pensamiento.
Ambos se detuvieron en medio de la calle sin dejar de
mirarse.
Él se sumía en su mirada hasta el fondo negro donde
sale el pensamiento y el niño lo penetraba en igual forma, de modo que se
quedaron viendo, inmotos, ignorando el movimiento de las máquinas y de las
personas a su alrededor. De repente pareció que el aire se hizo grueso y
difícil de respirar. Caminaron hasta quedar el uno frente al otro.
Entonces le sonrió, pero él se quedó
serio, aún escarbando en su mirada como si le faltara mucho por entender.
-¿Quién eres?- dijo como en un acto reflejo que
alguien le hubiera dictado a la memoria hace miles de años y que apenas hoy, en
este preciso instante, hubiera salido sin que supiera la exactitud de su
procedencia.
El niño sonrió mostrando que le faltaban algunos
dientes.
Él sabía que algún equilibrio se había despedazado
desde que comenzaron a mirarse, sabía que algo no funcionaba en este universo
como debería funcionar, pero no lograba adivinarlo, su capacidad de
razonamiento se empequeñecía como un diminuto punto que se apaga en el cerebro.
-
¡Yo soy Dios!- dijo el niño sonriendo.
¡Sintió el golpe de la frase en el estómago! una
fuerza oprimía su pecho haciéndole daño, el niño continuaba sonriendo.
-¡Tú
no puedes ser Dios!- le gritó cuando se sobrepuso al asombro de su revelación
-¡Dios es infinito!-.
-¡Mira
mis pensamientos!- contestó enérgico y con un movimiento casi imperceptible se
levantó la bóveda del cráneo.
Entonces lo obligó a mirar hacia dentro y se sumió en
un mundo extraño y sumamente confuso que al final de todo resultó ser su propia
vida, desde su nacimiento hasta una calle sin principio ni fin como en la que
ahora se encontraba.
-
¡Tú no eres Dios!- exclamó temeroso -
¡Dios es puro!
-
¿Y acaso no has mirado su reflejo en mis ojos?-
Le vio los ojos, de color castaño, limpios, profundos,
intensos, nuevamente lo había poseído ese magnetismo que tenían y ahora se daba
cuenta que estaba parado a media calle platicando con un niño al que desconocía
pero que no podía evitar este acontecimiento porque algo mucho más poderoso que
la voluntad se lo había ordenado.
-
¿Aún no me crees?- no le dio tiempo a contestarle
porque inmediatamente a sus palabras colocó las manos sobre su pecho y en un
acto de precisión suprema lo fue abriendo para dejarlo ver su corazón.
-
¡Tócalo!- dijo son dejar de poseerlo con su mirada –
está vivo-.
Entonces acercó sus dedos a la pequeña víscera
palpitante, la tocó y la sintió retumbar en sus oídos.
-
Ahora toca el tuyo- con la misma serenidad abrió su
pecho y pudo ver su propio corazón como una imagen del suyo, con los mismos
latidos y el mismo brillo y el mismo ritmo de la sangre.
-
Yo soy Dios- repitieron sus labios cadenciosamente y
sus palabras lo devolvieron a la realidad de la calle y los automóviles y la
gente que los empujaba con su mirada hacia cualquier otro lugar que no fuera en
el que ahora estaban.
Sintió miedo, un miedo áspero que le nacía en el
estómago y después en oleadas se agitaba en su rostro haciendo que se
ruborizara. Trató de huir.
-
¡ No te vayas!- ordenó- ¡haré lo que tú quieras-
-
¡Vuela!- respondió sin pensar.
Lanzó una carcajada gruesa, de viejo, y con el índice
le indicó que mirara al otro lado de la calle. ¡Era algo fantástico!, la gente
caminaba sin tocar el suelo, andaban con movimientos sincronizados y todos
formaban uno solo, un mismo todo que lentamente se retorcía disminuyendo y
ampliándose como una gran medusa entre las aguas.
Sin embargo él no estaba convencido. Dios no podía ser
un niño a pesar de todos los poderes que tuviera. “Dios es el todo” “Dios es
infinito” “Dios es la vida”. Pero ni el todo ni el infinito ni la vida podían
reunirse en un muchacho de diez años con un nombre y un origen desconocidos.
Dios tenía que ser algo más. ¿Cómo saber que el niño no mentía?
-
No miento- contestó sin que hubiera hablado.
-
¿Cómo sabes lo que pienso? –preguntó sorprendido-.
-
Porque tus pensamientos han salido de ti, míralos
arriba-
Miró lo que decía y era verdad. Sus pensamientos
volaban como imágenes que antes había representado en su mente.
Si en verdad eres Dios.... iba a continuar pero el
niño comenzó a brillar, rodeándose de una aureola luminosa que lo cegaba.
El miedo recorrió sus huesos y lo paralizó.
Una extraña
confusión nacía en su interior: no podía creer lo que el niño decía, no podía
aceptar un Dios tan pequeño y tan accesible, pero tenía miedo, un miedo real a
que ese niño fuera verdaderamente el Dios que siempre había buscado y
respetado. “No podía ser, todo tenía que provenir de una mentira inventada por
mí mismo o por el verdadero Dios que en ese momento me sometía a algún extraño
examen incomprensible totalmente por mí. Era preciso no fallar, era
imprescindible para mi existencia no creer lo que el niño decía”. Y se
esforzaba profundamente hasta hacer temblar su cuerpo para olvidarse de lo que
había visto. Estuvo temblando por más de dos horas.
Pero allí estaba, en el mismo sitio que al principio,
sabiendo lo que pensaba y haciendo las cosas más fantásticas que él hubiera
visto en toda su existencia.
-
¡Déjame ir!- le dijo en un último intento por escapar
de esa situación que se estaba volviendo desesperada.
-
¡Eres libre!- contestó – aún no estás preparado para
saber la verdad, crees en un Dios todopoderoso que no existe, Dios soy yo, pero
si no lo has creído es por que no merecías creerlo, ¡hasta nunca!
El niño desapareció.
Él siguió caminando por la calle y se dio cuenta que la gente lo ignoraba, nada había
sucedido, Dios seguía existiendo en su infinitud inalcanzable.
Suspiró largamente y se propuso olvidar al niño, la
mañana se presentaba más brillante que de costumbre y los sonidos del ambiente
parecían salir de un todo armonioso que guiaba sus movimientos integrándolos a
la vibración del majestuoso cosmos, pero también intuía que eso era mentira,
otra vez se encontraba derivando como en anteriores ocasiones, hacia una serie de
razonamientos que terminaban por confundirlo y desviaban su atención de la
realidad.
Caminó más de prisa y procuró borrar la imagen del
niño.
Pero entonces sucedió lo inesperado y terrible,
una saliva plástica y amarga se escurrió
a lo largo de su tráquea, si todo en este mundo fuera posible… entonces estaba
condenado… el niño sabía exactamente lo que pensaba, lo veía, lo transformaba
en algo tangible, pero él en aquél último momento se había condenado para toda
la eternidad.
Él ignoraba su nombre, pero el niño, en un
transparente instante lo había identificado como Ramón Fernández Arana,
licenciado echado a la perdición, alcohólico callejero que durante más de diez
años, ha padecido ataques de locura.
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