jueves, 10 de julio de 2014

Una tarde fría de septiembre


David Nepomuceno Limón

Iniciaba el mes de septiembre. La actividad cotidiana de la ciudad seguía su curso. Los comercios mostraban señales del fervor patrio. En las colonias sucedía lo mismo. Algunos cohetes atronaban, lanzados por los niños que a su modo celebraban los festejos. Algunas personas mayores sufrían el letargo gris provocado por el desempleo, y aprovechaban las escasas ofertas de dos o tres días de trabajo a la semana.
   La familia González atravesaba por una situación difícil. La endeble economía que siempre les había acompañado solo les permitía cubrir los gastos más indispensables. Ya eran varios los años en que no disfrutaban de estabilidad. Entre sus miembros se daban momentos de desesperanza, pero terminaban por recuperar el ánimo. La fe todavía no se consumía. Un trabajo más o menos seguro sería la solución ideal, pero era difícil encontrarlo.
   Vivían en un lapso carente de sorpresas. La búsqueda de lo imposible mantenía estresada a la familia. A pesar de todo, pertenecían al grupo de quienes reman contra la corriente.
   Rogelio era el más pequeño de los tres hijos. Ese día llegó de la escuela mostrando con orgullo la bandera tricolor que realizó como última actividad del día. Sus padres, sonrientes, lo felicitaron por su logro. A la madre se le ocurrió que podría hacer banderas pequeñas en tanto no tuviera trabajos de costura que entregar.
   La idea agradó a los demás. Todos participarían. Una actividad comercial, por pequeña que fuera, abría un horizonte de esperanza. Podría ser una oportunidad para actuar con firmeza y decisión. Todos la aceptaron de inmediato, ya que contaban con algo de material para comenzar. Por su parte, el escudo sería trabajado con serigrafía. Las dudas se disipaban y el entusiasmo florecía.
   La primera bandera elaborada tenía el mismo tamaño que la llevada a casa por Rogelio. Lucía esplendorosa en la ventana del improvisado taller, como una muestra del trabajo que estaba en curso, y que se insertaba en el ambiente del espíritu patrio.
   Sobraban las palabras. Cada uno en la familia actuaba por motivación propia. Transcurrió el día y la noche gustosa donó sus horas al trabajo en común. El plan había resultado con una sencillez refrescante.
   Considerar la situación económica de los vecinos permitió ajustar un precio, que fue aceptado por unanimidad. Todo estaría bien mientras el espíritu siguiera en pie. Los festejos de los días patrios ya estaban próximos.
   Rogelio se mostraba particularmente orgulloso por haber participado indirectamente en los acontecimientos que habían levantado el ánimo de toda la familia. Por el momento abandonaban los días de tortura por la falta de oportunidades, cuando navegaban en un mar de contradicciones.
   Las escuelas cercanas fueron las primeras que solicitaron las banderas artesanales en una buena cantidad. No había titubeos en el trabajo, y los momentos de descanso eran escalonados.
   Rogelio se sentía feliz por los cambios que sucedían en casa. Sentía una fe explosiva de las dimensiones del mes patrio. El destino lo había tomado por sorpresa. Trabajaba con alegría mientras su sonrisa se rehusaba al desvanecimiento. Sentía como si la suerte hubiera llegado para quedarse. Su actitud contagiaba a los demás. Los pedidos eran entregados a tiempo. Nadie claudicaba en sus labores. Todos confiaban en los demás y en sí mismos.
   Conforme pasaban los días el trabajo fue disminuyendo, hasta que se detuvo. El prestigio alcanzado por el taller provocó un repunte en la confección de las prendas de vestir. Rogelio estaba orgulloso. Se sentía satisfecho por las ventas realizadas y por haber participado como un elemento responsable de una labor específica. Septiembre había sido un punto de partida y una senda a seguir.
   El niño tomó la bandera que continuaba en la ventana como muestra. Buscó el lugar que le pareció adecuado para que luciera por mucho tiempo. Recordó que Eduardo, un compañero de escuela, le había comentado que sus padres tenían una papelería en el centro de la ciudad. Sin pensarlo dos veces dobló la bandera con cuidado y salió de la casa para hablar con él, pero no lo encontró en su hogar.
   Al día siguiente, durante el receso de clases, los dos amigos charlaban con animación. El entusiasmo de Rogelio afloraba a su piel. El ánimo de su plática era contagioso. Se le veía feliz. Orgulloso ofreció la bandera a Eduardo, aquella primera bandera hecha en casa. El propósito era que luciera en algún lugar de la papelería. Eduardo aceptó la idea y tomó la bandera.
   Los días pasaron sin novedad. Los adornos tricolores en calles y edificios se exhibían con orgullo. Los vecinos conservaban la costumbre de festejar el mes patrio con generosidad. Como cada año, septiembre fue un periplo de días de patriotismo y entusiasmo, con un espíritu de unión y esperanza.
   En el hogar de Rogelio la vida era vista con optimismo. Habían comprendido que las acciones positivas estaban en el ambiente, y que sólo hacía falta una oportunidad y un golpe de suerte. Era grato recordar todos esos días de participación activa. Era algo que jamás olvidarían.
   Un día por la tarde a Rogelio se le ocurrió pasar por la papelería de los padres de Eduardo, la que se localizaba entre calles comerciales, anuncios luminosos y oficinas de gobierno. El edificio que la albergaba tenía una antigua belleza, y las luces y cristales de los establecimientos vecinos no opacaban aquellas primeras construcciones de la ciudad.
   Sabía que algunos comercios se mantenían en pie a pesar de la acelerada modernidad prevaleciente. La papelería era uno de ellos. Ostentaba el mismo nombre desde la primera vez que abrió sus puertas. Continuaba siendo modesta. Sólo parte de los mostradores se había renovado.
   Esa tarde había escasa clientela. Rogelio buscó con la vista su preciado tesoro, su primera bandera, su orgullo personal, pero no la veía por parte alguna. Su curiosidad no dejaba de ser emotiva.
   Uno de los jóvenes empleados se ocupaba de sacudir los aparadores donde se exhibía parte de la mercancía. Al terminar empezó a limpiar el mostrador. Rogelio estaba inmovilizado. Le costaba trabajo creer lo que veía.
   El joven limpiaba la parte superior del mostrador. De su mano derecha sobresalían unos bordes tricolores. El asombro de Rogelio se fue convirtiendo en algo que no podía definir. Se sentía confundido por un sentimiento que se negaba a ser traducido en palabras.
   Sentía como humillación propia que la bandera, aunque pequeña, fuera tomada como trapo para sacudir. Después de todo, era imagen de un símbolo patriótico. Además, como objeto, era producto de sus manos. La impotencia producía en el alma de Rodrigo una sensación gélida, que lastimaba. Las sombras de la tarde laceraban silenciosamente todo intento de esperanza e ilusión.

   Recogió lo que le quedaba de valor y se encaminó a su casa con una expresión vacía. Sin embargo, allá en el fondo de su ser permanecía viva la satisfacción de haber ayudado a su familia. Eso era suficiente para contrarrestar el golpe anímico recibido.

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