Ernesto
Paz León
Fumo
un cigarro más y me voy a dormir. ¿Cuántas veces he repetido eso antes?
¿Durante cuántas semanas?, -me digo al ver de reojo el reloj de pared-. Lleno
nuevamente mi copa de ron y refresco de cola y continúo viendo el televisor con
las piernas estiradas. Para mi es muy difícil, por tarde que sea, dejar de ver
una película, aunque la haya visto cientos de veces. En ocasiones -y es
frecuente- termino de ver la película y mi copa está casi llena de nuevo.
Cambio de canal y enciendo otro cigarro. Ahora es un programa de noticias…
después uno cultural. Esto se ha convertido ya en la norma de cada sábado para
amanecer domingo. Mi esposa ya ni se aflige.
De pronto la vida se vuelve así de
monótona, nos vamos haciendo viejos y no nos percatamos en qué momento nuestros
actos se convierten en una repetición de nuestros pensamientos, o al revés: en
qué momento nuestros pensamientos se vuelven una repetición de nuestros actos.
Lo cierto es que son ya las dos de la madrugada y me siento un poco mareado.
-¡BORRACHO! -gritaría mi esposa desde su
cama, si poseyera el don de la clarividencia, y si estuviera despierta aún a
estas horas. De un tirón me bebo media copa más y se me ocurre escuchar algo de
música:
-Total, ¡encarrerado el ratón!
Pienso en voz alta mientras coloco en el
estéreo a Michael Franks. Me sirvo
una cerveza bien fría y me recuesto en el sofá.
-¡Ah, qué hueva! -vuelvo a decir.- y
enciendo otro cigarro.
Cuando se está a solas, la música tiene
esa virtud. Como si fuera una llave encantada nos abre la puerta a otras
dimensiones, nos lleva de la mano al pasado, a revivir recuerdos felices o
bien; abre nuestros sentidos a la creatividad, permitiéndonos filosofar acerca
de nuestra vida y del sentido o la razón “si es que la hay”, de estar aquí.
-¡ASÍ FUERAS PARA TRABAJAR! -Me parece oír
decir nuevamente a mi esposa, pero ¡no! Es solo mi conciencia. ¿Tengo acaso
conciencia?
Son las cuatro y media de la madrugada.
Para entonces, aparte de filosofar, bailé en solitario escuchando música Disco
de los años ochentas y compuse un poema
que en ese momento me pareció hermoso ¡espectacular! Sorprendido, descubro que
me he zampado, más de tres cuartos de botella de ron y 6 latas de cerveza y aún
estoy entero. Recorro con la mirada vidriosa el librero (“vidriosa” por el
desvelo -aclaro- no por la peda) buscando algún título o autor para leer. Pero
ya el cansancio me vence.
-¡Son las cinco...! ¡En la torre!
Me retiro con paso tambaleante a mi recámara
dispuesto a echarme a dormir. Todavía a mis espaldas alcanzo escuchar:
-¡FELICES SUEÑOS!
Me quedo frío, ahora si lo escuché claro.
Es la voz de un fantasma que a veces ronda en la casa. -¡CHINGA TU MADRE! -Le
contesto enojado, pues sé que a ellos les disgusta que les mienten a su
madre.
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