Marcelo Ramírez
Ramírez
José Luis Miranda
Rosario, es originario de Santiago Tuxtla, la tierra de sus mayores, donde
viene al mundo en 1955. Historia y geografía le ofrecen sus dones; la primera, en
forma de una tradición cultural vigorosa; la segunda, al través de un entorno
pletórico de estímulos vitales. Santiago Tuxtla es uno de los rincones más
bellos del estado de Veracruz; aquí la vida se manifiesta con exuberancia, sin
recato. Esta fuerza proveniente del sol, del agua y la feracidad de la
tierra, da perfil propio a la región de
los Tuxtlas, donde refulge, como una
joya, la pequeña ciudad de Santiago.
José Luis Miranda Rosario lleva consigo la marca inconfundible del solar
nativo: señorío y sencillez; transparencia luminosa y misterio. Nuestro poeta
ha sabido encontrar la unidad de estas cualidades en apariencia
contradictorias. Lo ha conseguido gracias a una conquista ardua que se refleja
en su obra. Equilibrio delicado, tenso, amenazado por la ruptura, porque el
poeta que ha sido elegido por la diosa para cantar al amor, no puede aspirar a
la ataraxia. Hay en el poeta santiaguino hambre de realidad, de la que se
esconde tras las apariencias y hay la imperiosa necesidad de expresarla. Su mirada
es la del niño-hombre: descubre y se maravilla; es explorador incansable de
sensaciones. Se sumerge en ellas, se hace uno con ellas en arrebato de
carnalidad mística. Pasado el instante, quizá en el instante mismo, se desdobla
y el poeta reencuentra en si mismo al hombre en su fragilidad radical. De aquí
surge una poesía que es confidencia de sensaciones aurorales y revelación de
cómo nuestro poeta asume la “culpa de haber nacido”, lo cual significa ver con
lucidez el final del camino. Ya se dijo, escribir poesía es para JLMR necesidad insoslayable de
comunicación. Por lo tanto no requiere explicarse. El lo declara en el poema Alegría: “Canto porque sí. / Mi canto desborda / el frenesí. No hay otra razón /
para este gran canto / que mi amor por ti”. En efecto, no hay explicación
que dar del agua que brota del seno de la tierra o del canto que nace del
corazón herido del poeta; herida cruel, según se ha dicho, pues carece de cura.
En ese estado de exaltación interior que la pasión amorosa provoca, JLMR nos comparte su mirada del mundo,
no por la mediación de conceptos cristalizados de sentido univoco, sino de una
subjetividad rica y matizada, capaz de vestirse con términos alados. Las
palabras de su poesía despliegan su poder polisémico, dejando al lector con la
sensación de otras lecturas además de aquella que se transparenta de primera
intención en el poema. JLMR dice e
insinúa muchas cosas; otras tantas quedan en la penumbra, ya sea porque así se
lo propone o porque el amor le hace decir misterios que a él mismo se le
revelan únicamente en la creación poética. A menudo el poema es confesión en
primera persona y se percibe como un eco de nostalgia, porque los frutos del
amor que se cosechan son de temporada, tal vez de la última temporada donde la
sangre puede aún correr tumultuosa, llevando su energía primigenia. En el poema
Yo soy, la fuerza dramática reside
en una sola palabra, es la palabra mayor, se entiende mayor de edad, que señala el
límite en que la vida alcanza su clímax para derivar hacia su ocaso. “Yo soy ese hombre blanco… / mayor …
extranjero, / que en azar mañanera / ve despertar a su flor”.
La
musa responsable de su despertar se insinúa en el poemario como ser singular,
identificable y como expresión de lo femenino intemporal. La sabiduría del
poeta consiste en agradecer el misterio, no en descifrarlo. Alguna vez se
limita a señalar la veleidad propia de la mujer, tal es el caso del gracioso
poema Conveniencia.
Los
poemas reunidos en Luz de risa,
representan una etapa intensa de la vida de nuestro poeta, el de su presente,
que no es como el autor había previsto. Antes de alcanzar este límite, no
sabemos exactamente hace cuanto tiempo, había creído posible realizar un ajuste
de cuentas definitivo. La decisión era, según entiendo, la de iniciar una
reposada y melancólica existencia en la tierra natal. Ahí, acompañado de los
ruidos familiares, de los encuentros y desencuentros provincianos, del ritmo
acompasado de cada día, pensaba el poeta seguir hasta el final. Decisión
contraria a lo que le reservaba el destino, tropezar con aquello a lo que había renunciado: el amor.
Tropiezo que trastocó todo, mostrando al poeta la inutilidad de ponerle cotos a
la vida, inutilidad de la que el poeta, más que nadie, debe estar alertado: “Cuando no esperaba / sino soledades / de la
gesta mía / devino a tierra / sazonado un fruto / que ya no quería”. La
sorpresiva aparición de la amada trae aparejado un renacimiento gozoso de
impulso creador del que dan testimonio estos poemas. ¿Cuánto más se prolongará
el ímpetu poético que trasuntan los cantos de Luz de risa? No lo se, pero estoy absolutamente convencido que no
estamos ante el “Canto de Cisne” de
nuestro poeta. Su lira, bien templada, aún nos reserva cantos de luz brotados
de la hondura del alma. Sospecho que ya se añejan en sus odres (para decirlo
con imagen suya), vinos de rara excelencia.
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