lunes, 10 de marzo de 2014

Trinomium Espantorum



Leny Andrade Villa
Universidad Autónoma Metropolitana,
Unidad Azcapotzalco, Ciudad de México

I.                El “Campanas”
Llegaron preparados, las mulas cargaban las palas, los picos y las cosas necesarias para lo que ellos pensaron que podía ser suyo. Ya habían planeado, a su modo, y por su lado, lo que harían. El “Campanas” que se jodiera, allá él.
     Fue una persona muy humilde, igual que todos los del pueblo. Él era un campesino, trabajaba sus tierras, andaba como todos, no ostentaba nada, ni le faltaban cosas. La tierra y sus animales le daban lo suficiente, pobremente, como diríamos, aunque no del todo, pues tenía sus buenos terrenos. Tiempo después sabríamos de su historia, como muchas de aquí que resuenan en la memoria de sus habitantes, relacionadas con el dinero y con lo maligno.
     En sueños, él decía que le hablaba el muerto, le pedía que le hiciera un favor, para cumplir algo que no había podido realizar en vida. Así estuvo, sólo él supo cuánto. A veces, él sentía que se lo llevaba al plan, y ahí amanecía. Ese espacio es lo que divide al cerro; de una parte, las cruces, dominando todo; de la otra, las cuevas, de las cuales, seguramente él supo.
     De este hecho, pasó al sonambulismo, pues cuenta que despertaba allí, hasta que el muerto le ofreció una moneda de oro, como prueba de que obtendría un pago por el favor prestado. “Allá en el plan hay muchas de éstas enterradas y son para ti, si haces lo que te pido”, le decía el muerto. Asustado, el “Campanas” les comentó a sus familiares, a quienes les decían los “Coachales”. Cuando abrió los ojos, pensó que se olvidaría de aquello, pero advirtió la presión de una de sus manos resguardando algo, era la moneda. Lo comprobó al extender sus dedos.
     Dentro de nosotros, algo se despertaba, mientras escuchábamos el relato del “Concho”, quien recordaba haber visto la enorme moneda de oro entre las manos del “Campanas”, quien se la enseñó cuando aquel era niño. Sabría, por lo que se decía en el pueblo, que fue cierto. Su nombre fue José García. Se contaban muchas cosas de él, pero nunca supimos bien a bien el por qué de su apodo.
     Del plan pasó al panteón, el muerto parecía que quería decirle algo. El “Campanas” clareaba con la misma cara de asombro e interrogación, mientras percibía el olor a flores podridas del camposanto. Quiso que terminara todo esto, aunque la moneda no fue suficiente para realizar lo pedido. Los rezos, oraciones, agua bendita, las visitas a la iglesia fueron un aliciente para disipar esa situación. Por qué lo eligió, él mismo no supo por qué, pero el ser aquél creo que buscaba venganza, así lo creyó. Después, todo pasó.
     Allá arriba, los “Coachales” rascaban por uno y otro lado intentado dar con las monedas. El “Campanas” los había llevado al lugar donde el muerto le había dicho que estaban los barriles. Los agujeros estaban por todas partes, sin hallar ni una sola moneda, buscaron durante varios días. El canto de un gallo llamó su atención, voltearon en varias direcciones; allá por las cruces alcanzaron a ver la silueta de un fulano de enormes dimensiones con un sombrero que le tapaba el rostro, quien con señas y burlonamente les preguntaba ¿qué hacen? ¿qué buscan? Y se reía a carcajadas. Ellos echaron carrera abajo, dejando todo ahí. “¡A la chingada las monedas!”
II.              La “Chahua”
La “Chahua” tenía una pulquería, ella sola la atendía. Su esposo, el “Capolayo”, había muerto hacía años. También tenía muchas gallinas y patos. Se dice que recogía varias canastas de huevos, no le iba mal, tenía sus centavitos: lo del pulque y las aves era bueno. Eso sí, tacaña como pocas, los zapatos tenía que acabárselos al parejo, no importaba que fuera uno y uno; hasta el mandil tenía que ensuciarse por los dos lados, para no gastar en balde el jabón. Flaca y descuidada, no se sabía si algún día había sido guapa o fea, el dinero iba a dar a otro lado, no tuvo hijos a quién dejar lo que había. Tenía la imagen de una virgen pequeñita al lado de su cama, a ella se encomendaba.
     Un día amaneció muerta, que dizque se había resbalado y pegado en la nuca. La manda había quedado incumplida. La velaron y enterraron a la costumbre del pueblo, todos le dieron el último adiós a doña Isaura. Las cosas se inclinarían a favor de sus sobrinos, aunque nunca vieron por ella.
     Poco después un vecino del pueblo regresó de la fiesta de la Virgen de San Juan de los Lagos, traía regalos para todos; así lo supimos, él lo dijo, se lo contó a don Fidel: “¿a quién crees que me encontré?,  a la “Chahua”, también andaba por allá” ―¿Cómo crees? Si murió hace ocho días, ya hasta la enterramos― dijo don Fidel. Al parecer, le prometió algo a la Virgen que no pudo llevar a cabo en vida y lo fue a cumplir aun después de muerta.
     Luego supimos de un hombre, de esos que no salían de la pulquería de la “Chahua”, que en sus momentos de embriaguez llegaba a gritar: “Chahua, perdóname, no quise matarte”, decían que el espíritu de la difunta lo andaba atormentando. Nadie sabe bien lo que pasó, pero todos suponemos que fue por cuestiones del dinero, un empujón, un mal golpe, y ahí quedó la vieja. El tipo tuvo mal fin, un bistec atorado en la garganta fue el castigo.
     Todos le dieron el último adiós a doña Isaura, menos sus sobrinos, quienes sólo pisaron su casa para encargarse del dinero. Lo sacaron en botes donde lo dejó la “Chahua” y los echaron a la carreta. La pulquería cerró, los rastros de la “Chahua” se perdieron, aquellos no se volvieron a aparecer por el lugar ¿Quedaría la manda saldada?
III.            El “Chivita”
No le hizo caso a la voz, después se arrepentiría, la transformación se dio al retirar la piedra y destapar el agujero. Lo sintió encima, no supo cómo se deshizo de él, pero se echó a correr, anduvo de un lado acá por todo el cerro.
     Le decían el “Chivita”, tenía muchos animales, tal vez de ahí su apodo. Pero no, su rostro era alargado y huesudo, de dientes chuecos, molenques, se dejó crecer la barba, como de “chivo”. Llevaba a pastar a sus animales al cerro, donde había  víboras. Don Remigio le encargó una de cascabel, prometiéndole un buen pago, la quería para un remedio o algo así. Él pescó una, la escondió en un lugar donde él supuso que no escaparía.
     En sueños, él escuchaba que le decían: “Sácame, sácame de aquí, cabrón”. Los primeros días no le prestó atención, pensó que cesaría esa súplica. Luego se acordó de la víbora que había encerrado y al día siguiente se dispuso a sacarla de ahí. Mientras pastaban sus chivos fue a ver al animal, pero cuál fue su sorpresa al sentir las garras afiladas de algo que se le clavaban en la carne y le desgarraban la ropa. Hay quienes dicen que era una especie de chango, enorme,  el que lo perseguía por todo el cerro.
     Cuentan que bajó por el lado del panteón, pálido, casi transparente y todo arañado, no dijo nada, las palabras no salían; la impresión y el miedo seguían ahí, y siguieron hasta el día de su muerte. Él contó todo a señas, tuvimos que interpretarlo y preguntarle si era lo que había vivido, él asentía o negaba con la cabeza. Así supimos la historia. Lo llevaron al médico, no se supo qué tenía. Todo se adjudicaba a un susto “de aquellos”, de los que te dejan mudo; según el doctor de ahí venía su incapacidad. Poco tiempo después, el “Chivita” murió. Qué fue aquello, no sabemos; tampoco de la víbora.



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