TEMAS Y AUTORES
Silvestre Manuel
Hernández
Coordinador del
Consejo Editorial de Tlanestli. Amanecer.
Investigador de
Ciencias Sociales y Humanidades,
UAM-I, Ciudad de
México
silmanhermor@hotmail.com
La
segunda mitad del siglo XX nos legó un corpus teórico–literario cuyas raíces se
encuentran en el Cours de linguistique
générale (1915) de Ferdinand de Saussure, en la fenomenología husserliana,
el formalismo ruso, el estructuralismo de corte antropológico de Claude Lévi–Strauss
y en la develación de “la muerte del autor” hecha por Roland Barthes. Las tesis
de cada instancia dieron la pauta para analizar el fenómeno literario desde
distintos enfoques: 1. lo puramente verbal, es decir, la búsqueda del
significado de las prácticas lingüísticas; 2. lo que no aparece de forma
expresa en el lenguaje–discurso, pero se presupone su sentido o ser; 3. los
elementos formales del lenguaje literario, lo poético; 4. las relaciones de parentesco
en tanto elementos significativos pertenecientes a un sistema social y
cultural; 5. la sustentación de que no
hay un autor–sujeto como tal, ostentado en las obras literarias, sino lo que
caracteriza a la novela, a partir de Honoré de Balzac con Sarrasine, es que “[…] la escritura es la destrucción de toda voz,
de todo origen: la escritura es ese lugar neutro, compuesto, oblicuo, al que
van a parar nuestro sujeto, el blanco y negro en donde acaba por perderse toda
identidad del cuerpo que escribe”.[1]
En términos concretos, el lenguaje y los discursos remiten a otros lenguajes y
otros discursos. La polisemia se instaura y el teórico e investigador forja nuevos
modelos interpretativos de la obra literaria, de su contexto y de su valía
estética.
A
partir de estos referentes, y de otros muy puntuales y justificados, Ivonne
Flores Caballero realizó una investigación que da por resultado el libro El cruce de las fronteras en la escritura de
Óscar Acosta, Mario Bencastro y Esmeralda Santiago.[2]
El texto se inscribe en los estudios latinoamericanos, en esa conjunción de pensamiento,
literatura, historia y política que denota cierta forma de ser y hacer del
hombre latinoamericano, que dialoga con Europa o los Estados Unidos de Norte
América, con un lenguaje y una cultura que se re–apropia a través de la producción
literaria, artística e intelectual, por medio de la cual expresa “su mundo”, su
interioridad, su idiosincrasia, su afianzamiento ante el otro y su axiología que lo diferencia y reconoce ante–sí. A esto, la autora agrega una
perspectiva social y un trasfondo antropológico–literario, para complementar
las teorías posestructuralistas y poscoloniales que están en la base formal de
su análisis.
Flores Caballero deconstruye y re–crea las
cuestiones primarias de las obras de tres escritores binacionales y
biculturales: Óscar Acosta, La
autobiografía de un búfalo prieto; Mario Bencastro, Odisea del Norte y Viaje a la
tierra del abuelo; Esmeralda Santiago, Cuando
era puertorriqueña y Casi una mujer.
La estructura del trabajo se apega a tres conceptos nodales: la cultura, la
ideología y la revalidación que ocupa el sujeto en el mundo, en tanto subalterno:
el otro y el desplazado.
La
autora divide su libro en tres capítulos: “Identidad versus otredad”, “El
desplazamiento… ¿al norte o al sur?” y “Espacios de representación”.
Intelecciones que entiende como una denotación literaria–social–antropológica
donde se establecen los nexos y diferencias entre lo real, lo imaginario y lo
simbólico. Con esta formulación, aborda los problemas de identidad–otredad de los
personajes–autores, las variaciones socio–culturales y del imaginario, los
viajes internos y externos, las fronteras físicas y abstractas, la hibridación
y/o asimilación de la cultura–escritura, la intraterritorialidad y la
extraterritorialidad novelada y concreta.[3]
I. La identidad
El
proceso identitario está sustentado en la interrelación discursiva de dos
“visiones del mundo”, o dos formas comportamentales con respecto a una realidad
que puede actuar de tal o cual manera en situaciones y espacios de acción,
públicos y privados, establecidos.
De acuerdo con lo anterior, y con los
objetivos y capitulación de El cruce de
las fronteras, encuentro tres líneas de investigación para hablar de la
identidad en las obras de Acosta, Bencastro y Santiago:
a.
El enfrentamiento de dos lenguas en un sujeto narrativo que aprehende a nominar
las cosas y los hechos de acuerdo con el lugar
donde se encuentra. Lo cual genera una delimitación espacial del uso del
lenguaje en situaciones concretas: vínculos entre los personajes centrales y los otros: chicanos y estadounidenses,
puertorriqueños y estadounidenses, salvadoreños y estadounidenses.
b.
Direccionalidades identitarias con base en lo que se es y a lo que se quiere o
impulsa a ser. Los protagonistas aparecen como seres en proceso que descubren al
otro, las costumbres y el “valor” de incorporarse a una cultura a partir de
la contraposición de dos “capitales simbólicos” (el propio y el gringo). Donde,
aclara nuestra autora: “El Otro es percibido como un actor irreal estereotipado
o asociado a un principio metasocial: el mal, la decadencia, el diablo; en el
proceso de aceptación, la otredad puede ser también asimilada, neutralizada o
disfrazada” (p. 43).
c.
De forma velada, hay un infradiscurso que exalta las bondades del sistema
norteamericano e “invita” a afirmarse en él, a identificarse con él.
Estas perspectivas permiten decantar la
identidad en tanto construcción de
sentido de pertenencia a una denotación física y conceptual nombrada chicanidad, puertorriqueñidad y salvadoreñidad,
las cuales pueden tomarse como referencias discursivas con una implicación
artística y social.[4]
Son “referencias enunciativas” sin sujeto de la enunciación, pues no se define
ni trasluce el “ser chicano”, “ser puertorriqueño” y “ser salvadoreño”, es
decir, en las novelas no se plantea de forma directa (en términos ontológicos)
esta cuestión. Pero se puede “construir”, discursivamente, a través de la
contraposición de los espacios de acción de los sujetos. Por ejemplo, los modos
de hablar y las referencias lingüísticas, cuando se alude a familiares, a miembros de la comunidad o a
estadounidenses. En cada uno de estos espacios,
se aprecia que el uso de la lengua no es un simple acto de habla, sino un
cuerpo discursivo con un peso semántico–social muy importante, debido al “mundo”
o problemática que en uno u otro aspecto se refleja.
Ahora bien, tanto la identidad colectiva como la individual, se definen
a lo largo de las interacciones dialógicas operadas en los espacios sociales. Lo
mismo ocurre con el sentido de pertenencia. Y, esta, puede darse como una
identificación con cierto estilo de vida, que no sólo es económica, sino mental
y ética; es decir, la “identificación” implica una toma de posición y
convencimiento sobre preceptos e ideas que guían a la comunidad.
No
es algo nuevo decir que a través del intercambio discursivo se establece un
corpus simbólico entre los miembros de una comunidad, el cual está integrado
por imágenes, ideas, valores, que ayudan a la construcción de las representaciones
del individuo como persona y como miembro de un grupo, comunidad o nación. Y,
gracias a los usos de la lengua, la constitución de la cultura,[5]
necesaria para la afirmación identitaria, se condensa y estetiza en obras
literarias.
En
las autobiografías que indaga Ivonne Flores Caballero, se puede hablar de una dimensión locativa de la identidad,
debido a que las familias de los protagonistas pueden ser ubicadas en un campo
de acción (y simbólico) distinto al determinante de la comunidad anglosajona.
Esto, como consecuencia de que en las sociedades modernas no hay un universo
simbólico unitario que de sentido a
todos los ámbitos de acción del ser humano; por ende, no hay identidades que
agrupen a todos los sujetos, y sí individuos forjadores de su identidad.
Al respecto, la autora deconstruye la
identidad a través de: el sujeto como el otro, el cuerpo, el vestido, el
nombre, la comida, la religión, la música, el hogar, la familia, la patria y la
escritura. Sobre lo último, hace suya una formulación de Graciela Montalvo:
La
escritura, como operación territorializadora, manifiesta su naturaleza
esencialmente política y se constituye en una maquinaria generadora de
metarrelatos de legitimación de los procesos de apropiación del espacio, ordenando
sus proyecciones desde categorías unificadas que se definen políticamente en
centros y periferias, metrópolis y colonias, naturaleza productiva y desiertos,
civilización y barbarie (p. 94).
La identidad puede apreciarse como la
dimensión subjetiva de los actores sociales, es decir, el punto de vista que se
tiene sobre sí mismo, lo cual es distinto a la personalidad o al carácter,
también creados subjetivamente. En términos generales, puede definirse como un reconocerse en ciertos valores, actitudes
e imágenes que forman rasgos operacionales y codificables que marcan las
fronteras simbólicas de interacción social. Así, una identidad se afirma en la
medida de su interacción con otras identidades: México–Estados Unidos, Puerto
Rico–Estados Unidos, El Salvador–Estados Unidos.[6]
Es un proceso social donde el individuo se reconoce como parte de una identidad, en cuanto se reconoce/contrapone en otra
identidad.
Asimismo, la estructura identitaria parte
de un principio de diferenciación
donde los sujetos se autoidentifican
gracias a la diferencia que tienen con otros sujetos o grupos sociales. Estas
diferencias parten del reconocimiento de saberse hombre/mujer, blanco/negro,
latino/anglo, etc. Hasta las tomas de conciencia del uso y función del lenguaje
propio, así como el capital simbólico–cultural que le ha dado un
lugar en un grupo social. El otro componente de la estructura
identitaria es el principio de
integración, aquí, las diferencias se subsumen en aras de la unidad–identidad
del grupo.
II. La autobiografía y la frontera
A
partir de la interrelación de las tesis expuestas en el libro de Flores
Caballero, y de las citas de los autores en estudio, puedo argüir que uno de los
rasgos semánticos de la escritura autobiográfica es su condición de “documento
objetivo”, producto de la subjetividad, mediante el que se testimonia la
existencia real de una persona y del grupo al que se pertenece. En este género,
se tiene la intención de que lo presenciado
no desaparezca con el relator; para lo cual, el discurso se sustenta en cierto
valor de verdad o principio de verosimilitud, así como en la referencia a
hechos concretos, lugares y fechas que, en el fondo, avalan la veracidad de la
narración. Piénsese en que la memoria va dejando rastros, directos o indirectos,
del quehacer humano vertido en la escritura. Y, ya en el interior, la “ficción
autobiográfica” se hunde en la realidad humana vuelta experiencia estética.
En
esta vertiente, por medio de “la mirada en el espejo”, de la contemplación de
la imagen de uno mismo y de la devuelta por los demás, el individuo aprende, de
este modo, a valorarse no sólo en función de los otros, sino como un otro, un cuerpo que le pertenece aunque
no siempre se identifica con él, una imagen que proyecta voluntaria e involuntariamente
a los demás, creando entre el yo
consciente, que se siente, y el yo
social, que los otros ven, ese espacio autobiográfico en el que se podrá
rectificar mediante la narración, “la imagen que los demás tienen de uno y que
va conformando el autoconcepto que crea el sujeto. Por comparación con los
otros, en comparación con ellos, también se va construyendo la personalidad del
individuo”.[7]
En
estos menesteres se adentra el aparato crítico de la autora, para esclarecer
los peldaños de la interiorización del sujeto, refractarlo en los espacios,
reales y simbólicos, por donde los protagonistas de las novelas transitan.
Hasta llegar a la dilucidación de los gentilicios chicanidad, puertorriqueñidad
y salvadoreñidad; desde el desplazamiento geográfico, hasta el recorrido
interno de los escritores a través de sus personajes. Dejando entrever que la
escritura de Acosta, Bencastro y Santiago, no es ajena al contexto social
clasista–benefactor, a las relaciones de poder, de propiedad o de género, que
impregnan el modus vivendi
norteamericano. Así, tanto la estructura de las obras en estudio, como la
estructura de El cruce de las fronteras,
plasman la otredad a partir del reconocimiento de la mismidad, de esa
confluencia discursiva que aprehende subjetividades cuando reconoce y crea
universalidades literarias: lo universal a través de lo particular, algo sobre
lo que ya había reflexionado Wolfgang von Goethe.[8]
La cuestión de la frontera, del espacio,
de la representación de un adentro / afuera, de un norteamericano / ilegal, de
una nación / extranjeros, de un americano / latino, de un primer mundo / tercer mundo, lo aborda la
autora con formalidad, apoyada en las fuentes biográficas de los escritores y
en un aparato crítico pertinente. Pues, “al tratar las fronteras invisibles y
simbólicas, dentro del estructuralismo, posestructuralismo y la deconstrucción,
el sujeto se constituye a través de su práctica textual, con el lenguaje y la
palabra, con los conceptos de fragmentación–unidad, abierto–cerrado, identidades–otredades”
(p. 219). Pero, de forma llana, sin que esto represente una simplificación; la
frontera, interna o externa, geográfica o simbólica, nos coloca ante lo otro, ante la posibilidad de un
reconocimiento que es de ida y vuelta, para sí mismo y para lo que nos
confronta. De igual forma, implica dos narratividades: lo que decimos y lo que
nos dice, dos sentidos, dos referentes.
En suma, el libro de Ivonne Flores
Caballero, El cruce de las fronteras en
la escritura de Óscar Acosta, Mario Bencastro y Esmeralda Santiago, puede
analizarse a partir de los siguientes trinomios:
Autor –
escritura – personajes
Realidad – obra
– cultura
Frontera externa
– lenguaje – frontera interna
Discursos –
espacio simbólico – identidad
Lo político – lo
otro – lo social
Dentro de los cuales pervive “el origen de
todo”, el lenguaje, el verbo; además, sirven de instrumento metodológico para
decantar los niveles de investigación de la autora, quien resemantiza la
producción literaria del trío de escritores. Durante su exégesis, imbrica
discursos, voces y temas, para presentar tres miradas de lo otro: lo escritural, lo cultural y lo identitario. Todo ello, en
ponderada armonía con un cuerpo teórico que invita a la discusión y a la
confrontación de las obras literarias binacionales y biculturales, pero humanas
y estéticas en la plenitud de los términos. Concluye Flores Caballero: “Óscar, Negi y Calixto cruzaron sus límites, que
los ubicó no sólo como escritores hispanoamericanos en Estados Unidos de la
migración y la diáspora de 1972 a 1999; sino como voces de sujetos, que
representados en personajes, alcanzaron el nivel de maestros de la
reintegración y recuperación de sí mismos, a través de la obra literaria” (p.
222).
Bibliografía
Barthes,
Roland, “La muerte del autor”, en El
susurro del lenguaje. Más allá de la palabra y de la escritura. Trad. de C.
Fernández Medrano, Barcelona, Paidós, 1987, pp. 65 – 71.
Bencastro,
Mario, Viaje a la tierra del abuelo. Houston, Texas, Piñata Books, Arte Público Press,
2004, 139 p.
Eckermann,
Conversaciones con Goethe. Trad. J.
Pérez Bances, Argentina, Espasa–Calpe, 1950, 164 p.
Puertas
Moya, Francisco Ernesto, Aproximación
semiótica a los rasgos generales de la escritura autobiográfica. Pról. de
José Romera Castillo, España, Universidad de la Rioja, 2004, 164 p.
Said,
Edward W., “Cultura, identidad e historia”, en Gherhart Schroder y Helga
Breuninger (compls.), Teoría de la
Cultura. Un mapa de la cuestión. Argentina, Fondo de Cultura Económica,
2005, pp. 37–53.
Santiago,
Esmeralda, Cuando era puertorriqueña.
New York, Vintage Books,
1994, 296p.
[2] Publicado por Plaza y Valdés,
México, 2012, 261p. ISBN: 978 – 607 – 402 – 477 – 7 En lo sucesivo, cuando me
refiera a esta obra, sólo anotaré el número de la página, entre paréntesis.
[3] El lector encuentra un plus gracias a las ilustraciones y
poemas de Wolfgang Ball, quien plasma un mundo en constante diálogo con los
referentes del texto de Flores Caballero, con el neofigurativismo y con las
sorpresas de la palabra vuelta imagen, pero que en su forma y en su fondo,
muestran un valor dialógico, para sí
y para el otro.
[4] Al analizar la obra de Esmeralda
Santiago, Cuando era puertorriqueña,
la identidad puede engarzarse en dos esferas: una, la que opera en lo
individual de la existencia de Negi
con su familia y con el trato con los norteamericanos; otra, el discurso
interno que retrata la “forma de ser” de los consanguíneos de la protagonista y
de ella misma. Ambas, contrapuestas a los estándares de vida refractados en los
diálogos o descripciones de “lo norteamericano”, pero, al final, asimilados al
“mundo” anglosajón.
[5] De acuerdo con los planteamientos
de Flores Caballero y de Edward Said, lo que denota la interdiscursividad
literaria, así como los contextos a partir de los cuales cada autor escribe, es
la hibridación de la cultura; pues, a decir de Said: “Todas las culturas son híbridas;
ninguna es pura; ninguna es idéntica a un pueblo racialmente puro; ninguna
conforma un tejido homogéneo. Más aún,
todas las culturas incluyen en su constitución una parte significativa de
invención y fantasía –mitos, si se prefiere– que participan de la formación y
la renovación de las imágenes que una cultura tiene de sí misma”. “Cultura, identidad e historia”, p. 50.
[6] Por ejemplo, en la novela de
Mario Bencastro, Viaje a la tierra del
abuelo, la identidad se expresa a partir de tres instancias: el abuelo, el
nieto y la escuela Belmont High; que a su vez se refractan en tres realidades:
El Salvador, los Estados Unidos y la familia de inmigrantes. Y, con base en
ello, se establece un desplazamiento discursivo de coexistencia a origen, para
patentizar cómo se forja un tipo especial de identidad en el protagonista,
Sergio.
[7] Francisco Ernesto Puertas Moya, Aproximación semiótica a los rasgos
generales de la escritura autobiográfica, p. 102.
[8] La primera concepción de la universalidad gracias a lo
particular, sin perder lo particular, es de Goethe, quien, el 31 de enero de
1827, conversando con Eckermann acerca de una novela china que leía, le hace
saber de las afinidades que encontró en su epopeya en verso Hermann y Dorotea y
con las novelas de Richardson. Para luego deducir que la expresión “literatura
nacional” no significa gran cosa, debido a que nos encaminamos hacia una época
de literatura universal, y cada quien debe empeñarse en acelerar el
advenimiento de esa época. Es decir, mientras más particular se es, en tanto
que se conoce mejor el uso del lenguaje, más universal se es, porque hay vínculos
y esencias lingüísticas comunes a las naciones. Véase Eckermann, Conversaciones con Goethe, pp. 145–151.
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