Jaime Pasquel Brash
Si, mi Señor, una de esas mañanas
frías descubrí con sorpresa que ya soy viejo. Fue un chiquillo, de esos que
venden periódico en las calles. Tendiéndome desde lejos el Diario, me
gritó: ¿Diario, abuelo?
Por si acaso,
disimuladamente, miré de reojo a derecha e izquierda... No, no había nadie
más que yo. Decidí entonces asumir el impacto en toda su cruda realidad.
Decidí aceptar en ese instante, lúcida y responsablemente, el ciclo total
de mi destino biológico.
Me senté despacio en una banca
desierta, junto a un arbusto de rosales que están de cara a la fuente del
parque, donde salpican los gorriones, ¿Vio? Los codos en las rodillas y la
cabellera canosa entre las manos; así, mi Señor, como he visto tantas veces
a los abuelos cansados de la vida recobrar aliento para continuar su
pausada marcha mientras que mil recuerdos grises se escurren por sus
neuronas ya gastadas; así, mi Señor. Y le fui diciendo despacito, ¿Se
acuerda?
Señor, ¡Por
favor asístame!
Ayúdeme a ser anciano con la ternura
con que me ayudó a ser niño, adolescente, hombre. Se muy bien que no es
fácil, como aquello. Ahora es momento de rehacer todo lo andado, de bajar
la frente y saber pedir perdón por tantas cobardías; aceptar con sinceridad
todo lo irreparable; dejar atrás todo lo que con orgullo presumí llegar a
ser y no fue; tragar esa rebeldía contra el destino que incesante aflora;
sentirme remando nostálgica y mentalmente en un agrio mar de soledad, sin
fondo y sin orillas; irme inmovilizando poco a poco, como un pez atrapado
entre las redes, con esa sensación oprimente de no saber a dónde huir;
comprobar con preocupación que se van esfumando alternativas de la vida y
que una sola se agranda y va ocultando todo el foco de la conciencia:
pasar, no más. Pasar al otro lado y, a pesar de todo esto, reponerse,
aferrar el destino entre las manos y aceptar con coraje el desafío de dejar
como herencia un mensaje de vida y no de muerte.
No, no es fácil, mi Señor, no se
crea...
Por eso mismo le estoy pidiendo que
me de una mano, que me ayude a aceptar la vejez con dignidad, que en las
eternas noches de insomnio, no maldiga a nadie, que en los días más obscuros
de soledad no invente achaques ni persecuciones, que no me irrite cuando ya
no me crean las proezas de juventud, o se rían cuando me oigan por enésima
vez la misma historia, o se fastidien porque tropiezan mis pies y mi
lengua, o me tiemblen la voz y las manos, o se me nublen los ojos y la
memoria; que mi fe no se agriete, ni siquiera cuando adivine que ya sobre
mi casa está aleteando como un fantasma ese engorroso problema: ¿Quién se
hace cargo del viejo? Que no me amargue cuando mi nombre no esté en ninguna
lista, porque ya nadie me necesite más. Que entonces sepa dar, a tiempo y
con discreción, un paso al lado, y tomar el otro carril: el de la bondad,
el del aliento, el del consejo, el del humor.
Ayúdeme entonces, mi Dios, a irme
apagando callado, sin alegar méritos ni reclamar atenciones, sin trabar el
paso a nadie. Que, si es posible, no se note siquiera la brecha entre mi
presencia y mi ausencia.
Ayúdeme entonces, mi Señor, a irme
borrando despacio, como se desdibuja una nube transparente al viento: con
la frente alta, el corazón tranquilo y las manos cansadas de ayudar a los
que van quedando atrás.
Presiento mi Dios, que ya voy
llegando. Presiento que ya es casi mi noche. Ya siento en mi frente el aire
frío de la gran noche.
Con ojos desencajados de emoción,
busco impaciente en la oscuridad a alguien que, de niño, me juraron tiene
que estar por ahí. Y yo lo creí. Alguien con unos brazos paternales bien
abiertos, ocultos tras ese telón de tinieblas. Ya estoy por dar ese salto al
vacío, que me tuvo intranquilo una vida entera. Pero yo se que al tocar con
mis pies esa tierra suya, se encenderán todas las luces... y veré claro, mi
Dios; veré y descansaré por fin, mi Señor.
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