David Nepomuceno Limón
El problema de una
felicidad plena y sostenida es su breve existencia
La preocupación de Bruno empezaba a
rayar en desesperación. Tenía más de una semana sin laborar. Su esposa y sus
dos pequeños hijos sufrían al igual. Cavilando, seguía su camino. Trataba de
encontrar algún trabajo pues los últimos días ya no eran de pena, sino de
sacrificio compartido por la familia.
Su mirada se detuvo en el imponente edificio escolar que tenía frente a
sí. Su moderna arquitectura y radiantes colores atraían la atención de propios
y extraños. El deseo de entrar para solicitar trabajo fue instantáneo.
Al entrar, Bruno fue presa de un rayo de esperanza pincelado con la
buena suerte que siempre le había deseado su familia. Observó que las oficinas
principales se encontraban en el primer edificio. En el interior, el tenue
color lavanda de sus paredes, junto con los marcos de cedro de las ventanas,
respiraban tranquilidad. Al momento sintió la necesidad de despojarse de la
vergüenza y atreverse a solicitar empleo. De momento no sabía a quién
dirigirse, cuando una joven secretaria que salía de una oficina, ataviada quizá
con el uniforme de la institución, lo abordó para preguntar en qué podría serle
de ayuda. Un momento después ambos se dirigían a la secretaría del plantel,
donde en ese momento se hallaba el jefe de mantenimiento de todo el complejo
educativo. Se trataba de una persona de edad avanzada, que lo recibió con
cortesía y amabilidad.
Los instantes que siguieron fueron cruciales, de sorpresa y alegría al
escuchar que le ofrecían el trabajo de velador y que empezaría a laborar desde
esa misma noche. La posibilidad de un aumento de sueldo por su eficiencia
terminó por colmarlo de dicha. Sentía que la confianza regresaba a su cuerpo y
sonrió satisfecho por haber dejado sus penas allá afuera y mostrar seguridad.
Como parte del protocolo institucional Bruno fue presentado con la
directora para ultimar detalles de su contratación. Al salir, no daba crédito a
la alegría que lo embargaba, y dudaba si todo eso era parte de su realidad.
Ser contratado había sido la mejor noticia durante todo el tiempo en que
había tenido trabajo, pero siempre salía perjudicado por los recortes de
personal. Pero este día era diferente y la alegría invadía ya a toda la
familia. Cuántas sonrisas le ocasionaba pensar que su futuro era alentador.
Todo transcurría como un sueño del que no deseaba despertar. La tarde pasó muy
rápido mientras él hacía los preparativos para su nueva encomienda. Antes de la
hora de entrada todo estaba listo y salió de su hogar cargando el peso de una
esperanza y una dicha completas.
La jornada empezó en un edificio impresionante cuando el sol se retiró a
dormir. La oscuridad de la noche y las luces encendidas hacía que se viera enorme.
El guardia de la puerta principal se sorprendió por la puntualidad del
nuevo velador. No fue necesaria instrucción alguna pues todo se lo habían
comunicado por escrito. Sólo le dieron las llaves necesarias para pasar de un
pabellón a otro. Afuera, la noche amenazaba con su inmensidad mientras Bruno
sería amo y señor de una instalación envuelta en el silencio.
El guardia se despidió cerrando con llave la reja de la entrada
principal. El joven velador, sonriente, vio hacia el interior de la
construcción con la que a los pocos momentos se identificaría. Después de
admirar el edificio desde la perspectiva que le ofrecía la entrada, inició el
primer recorrido por las oficinas. Todo estaba en completa calma. Las ventanas
de amplios cristales permanecían con las persianas echadas. Verificaba que
estuviera cerrada cada puerta con la que se encontraba accionando los picaportes.
Terminada esa parte pasó a las áreas deportivas para inspeccionar que las rejas
de las canchas estuvieran aseguradas y la iluminación en orden. Todo estaba
inmerso en la quietud cuando escuchó abrirse una puerta. El ruido procedía de
la última oficina del pasillo. Extrañado, Bruno regresó sobre sus pasos, y al
ver la puerta abierta tuvo la intención de acercarse con precaución para
cerrarla. Con pasos silenciosos inició el recorrido por las canchas,
contemplando de paso la extensión de las mismas cuando sorpresivamente sonó el
teléfono que se hallaba sobre la pared del gimnasio ubicado entre dos canchas.
Bruno aumentó su velocidad para contestar la llamada y vio con asombro que el
aparato continuaba sonando a pesar de que el cable alimentador se encontraba
enrollado sobre el aparato mismo.
No sabía qué hacer. La incertidumbre y un ligero escalofrío le impedían
pensar. Su yo interno anunció su miedo al hacer crujir sus dientes, mientras
volvía el rostro como si tratase de interrogar al viento. Entonces decidió
regresar al pasillo de oficinas y permanecer ahí, en la zona iluminada, el
resto de la noche. Al dar vuelta y empezar a caminar la reflexión le hizo
comentarse a sí mismo que no debiera amedrentarse por lo sucedido, y con paso
rápido se introdujo al auditorio que estaba a un costado del gimnasio. En el
interior, con la luz, los asientos aterciopelados de un azul oscuro
contrastaban con el rojo del alfombrado que cubría los pasillos. El amplio
escenario tenía un toque de majestuosidad por los telones de colores combinados
entre sí. Vio tres puertas al fondo, cerradas, pero que debía verificar que
efectivamente lo estaban. Regresaba por el pasillo central cuando escuchó que
una de las puertas que ya había comprobado como debidamente cerradas se abría
lentamente, haciendo el ruido característico de las bisagras sin lubricante. Al
volver la cara, Bruno distinguió la figura de una niña como de siete años de
edad que vestía ropa blanca y zapatos negros, peinada en dos trenzas y abrazada
a una muñeca. Estaba de pie junto a la puerta abierta, con una sonrisa en la
boca. Venciendo el miedo Bruno le pregunta qué hacía ahí a esas horas, a la vez
que con la vista buscaba si estaba acompañada por alguien. Algo inexplicable
estaba ocurriendo. Sus compañeros de la noche debían de ser el silencio y la
soledad, y al parecer no era así. A la primera pregunta, sin esperar respuesta,
Bruno agregó otras. Quién era ella y cómo entró. Casi de inmediato se dio
cuenta de que la niña había desaparecido y la puerta estaba cerrada como al
principio. Quiso gritar pero pensó que no sería bueno levantar la voz cuando
está fría la luna y el viento callado, pues nunca antes había creído en los
espíritus congelados de la noche.
Asustado, echó a correr. Salió del auditorio para atravesar nuevamente
las canchas y volver al pasillo de las oficinas. En su carrera vio que unos
jóvenes lo alcanzaban corriendo y lo rebasaban, ignorándolo. Iban vestidos con
pantalón de mezclilla, playeras blancas y zapatos deportivos. Al llegar al
pasillo, ellos se perdieron de vista cuando giraron a la izquierda. Bruno
sentía que su mundo era sólo el aire que respiraba, enviándolo a un vacío donde
lo abandonaba a su suerte.
Lo que estaba sucediendo era demasiado para una sola noche, que se
prometía tranquila. En esos momentos el miedo era como una prisión que
aniquilaba el espíritu, pues el valor había huido de su alma. Todo era
confusión y sorpresa. No dejó de correr hasta llegar a las oficinas, donde pudo
advertir que no existía pasillo alguno a la izquierda.
Tuvo la intención de salir de ahí, pero sabía perfectamente que no
podría hacerlo ya que no contaba con llave de la reja principal. Consultó su
reloj. Apenas eran las once treinta de la noche. Para las seis de la mañana
faltaba todavía mucho tiempo.
Como había dejado abiertas las puertas de las canchas y el auditorio
podía verse una parte de los asientos de este último, y se dio cuenta de que un
joven corría de un extremo a otro de la sala. Bruno ya no se atrevió a ir a
cerciorarse. Sólo se concretaría a vigilar las oficinas y el área de las aulas.
La escuela era un edificio de dos plantas con diez aulas cada una. Estaba
rodeado por una amplia área verde que llegaba hasta la calle y que, en esos
momentos, se hallaba iluminada. Ello hacía innecesario el uso de la linterna.
Ahora le tocaba afrontar su realidad. Sentía que todo lo vivido en los últimos
minutos iba en serio. Su manera de andar revelaba cautela. Con curiosidad
inició el recorrido en espera de que algo pudiera suceder en cualquier momento.
Todo se hallaba cerrado. Los grandes ventanales dejaban ver el mobiliario bien
acomodado. Verificaba una a una que las puertas de la planta baja estuvieran
cerradas cuando escuchó el estruendo que hacían los pupitres del primer piso al
ser arrastrados. De inmediato se dirigió a las escaleras, pues pensaba que
algún grupo de jóvenes le estaba jugando la peor broma de su vida. Dispuesto a
enfrentarse a ellos caminó rápidamente para conocer a los trasnochadores que le
estaban haciendo insoportable su trabajo. Con esas ideas llegó al sitio del que
procedía el alboroto. Su sorpresa fue mayúscula cuando vio a través de la
ventana que todo estaba en orden, la puerta bien cerrada y ninguna persona
adentro o en los alrededores.
Bruno estaba aprendiendo mucho sobre el miedo en un solo instante, en el
que abandonaba por completo el intento de conservar su optimismo. Su capacidad
de pensar estaba llegando a punto muerto. Por lo pronto, sus músculos se
paralizaron al hacerse el propósito de caminar rápido o de correr, y su cuerpo
no lo obedecía. Su mente era una maraña de ideas encontradas, sin control y sin
poder detenerse. Todo indicaba que estaba siendo víctima del destino, pues
cuando la sensatez estaba de por medio no había broma que valiera.
No supo qué tiempo permaneció ahí parado mirando sin ver el jardín que
tenía enfrente. Lentamente, arrastrando los pies, bajó a la primera planta, y
sin la intención de continuar su labor de vigilancia se dirigió hacia las
oficinas, donde quizá se sentía protegido.
Su mochila estaba en el lugar donde la había dejado, junto a la silla
donde podía descansar algunos minutos durante su jornada. Mecánicamente la
abrió y sacó la bolsa donde su esposa había depositado alimento para que lo
consumiera si llegara a sentir hambre en sus horas de trabajo. Empezó a comer
sin ganas, y al momento se abrió la puerta de una de las oficinas. De ella
salió la niña, sonriente, preguntándole qué es lo que comía. Bruno, sin exaltarse
y sin dejar de comer, contestó. La niña fue acercándose, con lo que se inició
una serie de preguntas y respuestas que derivaron finalmente en temas
cotidianos como los juegos preferidos por los niños. Ya empezaba a amanecer y
la charla seguía, con la misma naturalidad y diríase que hasta entusiasmo.
Esa mañana tenía su importancia para el estudiantado, pues comenzaba la
etapa de los exámenes semestrales. La directora llegó más temprano que de
costumbre para tener todo listo al iniciar la jornada. Después de abrir la reja
principal hizo lo propio con la puerta del edificio de oficinas. Asombrada, vio
al velador sentado en el piso jugando con servilletas de papel. Sus risas las
había escuchado desde la calle.
La mañana anterior Bruno había sentido que se hallaba en el nacimiento
del arco iris de la buena suerte, concentrándose en la fuerza que la felicidad
le proporcionaba. Ahora, sólo había logrado que, en el desierto de la noche, aprendiera
a reír para siempre.
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