Gilberto Nieto López*
“Un profesor trabaja para la eternidad: nadie puede predecir dónde
acabará su influencia.”
H.B. Adams
En el alba de la segunda década del
siglo XXI, una revolución educativa llega a permear el perene e indómito espíritu
de lucha de aquellos que se consideran promotores de la grandeza de esta gran
nación, los maestros.
Quizá la premisa anterior denota
egocentrismo exacerbado, orgullo y honor; pero, cómo se sentiría una persona
que despierta en la mañana del quinto lustro y se da cuenta que ha forjado casi
el mismo número de conciencias como los días que conforman los años que ha
laborado en la escuela pública.
En todo quehacer humano –como lo
comprueba la historia de las civilizaciones– siempre habrá defensores
incasables y detractores implacables de las ideologías individuales que atañen
a grupos particulares. El caso que nos compete no es la excepción: el proyecto
de decreto que reforma al artículo 3ro. Constitucional.
Tal vez no poseo la autoridad
académica o moral para debatir estas ideas; pero me gustaría hacer el siguiente
ejercicio, suplicando al lector que las particularidades que presento no
polaricen su opinión o injurien lo que quiero ejemplificar.
Mientras yo estudiaba una carrera
(muy lejana al ámbito magisterial), la vida me ubicó frente a la extraordinaria
oportunidad de apoyar a mis compañeros. Las clases terminaban y los exámenes
finales se hacían cada vez más tangibles, la materia de cálculo integral no era
el fuerte de algunos compañeros así que acudieron a mí, el hijo de dos
profesores de secundaria. Podría aclamar al término “improvisada aula”, pero en
la casa de un maestro no puede faltar un pizarrón –aunque sea pequeño– y un par
de gises, por lo que la causalidad es muy distante en nuestro ejemplo.
Sólo un profesor puede comprender
el gusto intrínseco que existe al sentir que nuestras palabras despejan dudas y
permiten a los demás encontrar la manera de adquirir el conocimiento. Así que
esa sensación –cual endorfina en el sistema límbico– me conminó a realizar un
revés en mi vida profesional. La otrora conducta introvertida que albergaba mi
ser era superada por ese “gusto” que surgía de compartir un aula con otros. La
vida me llevó a convivir en todos los grados de primaria, secundaria,
preparatoria, licenciatura y maestría; no obstante, el deseo de seguridad
laboral me llevó a ingresar al servicio público con la ayuda del Sindicato
Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE).
Aquí es donde se hace patente el
ejemplo de la métrica educativa que patrocina un sector de la opinión pública.
Un sistema de medición que valorara mi eficiencia de manera cuantitativa me
hubiese rechazado desde un inicio porque, aun cuando el profesiograma oficial
lo permitía, yo no estaba formado en la profesión docente. Si bien es cierto
que la calidad educativa no se cimienta en buenas intenciones, un apático e
insensible personaje “profesionalizado” tampoco la augura.
El afán educativo surge –a mi
parecer– de dos grandes aristas: la decisión, en la cual intervienen el deseo, el
compromiso, el gusto y la vocación; y la profesionalización, que surge
únicamente cubierta la primera. Hoy quizá a algunos nos respalden ciertos documentos
para no aterrarnos del término “permanencia”; sin embargo, al final nadie está
excluido de juicio cuando la opacidad y la incertidumbre deambule en las aulas
por lo menos hasta mediados del año en curso.
Una vez que definamos el concepto
de calidad educativa podremos ver que todos (sociedad) estamos inmiscuidos en
el buen término de ese tópico. Pues un maestro certificado no podrá subsanar,
en 50 minutos u ocho horas diarias, las carencias que puedan surgir una vez que
el alumno atraviese las rejas de aquel recinto donde tantos profesores dignos
han dejado sus vidas, tristezas, alegrías, fracasos y éxitos, y con ello, un
legado para la eternidad.
*Doctor en Educación
gnietol@live.com.mx
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