lunes, 11 de marzo de 2013

Calidad Educativa en la escuela pública




Gilberto Nieto López*

Un profesor trabaja para la eternidad: nadie puede predecir dónde acabará su influencia.”
H.B. Adams

En el alba de la segunda década del siglo XXI, una revolución educativa llega a permear el perene e indómito espíritu de lucha de aquellos que se consideran promotores de la grandeza de esta gran nación, los maestros.
Quizá la premisa anterior denota egocentrismo exacerbado, orgullo y honor; pero, cómo se sentiría una persona que despierta en la mañana del quinto lustro y se da cuenta que ha forjado casi el mismo número de conciencias como los días que conforman los años que ha laborado en la escuela pública.
En todo quehacer humano –como lo comprueba la historia de las civilizaciones– siempre habrá defensores incasables y detractores implacables de las ideologías individuales que atañen a grupos particulares. El caso que nos compete no es la excepción: el proyecto de decreto que reforma al artículo 3ro. Constitucional.
Tal vez no poseo la autoridad académica o moral para debatir estas ideas; pero me gustaría hacer el siguiente ejercicio, suplicando al lector que las particularidades que presento no polaricen su opinión o injurien lo que quiero ejemplificar.
Mientras yo estudiaba una carrera (muy lejana al ámbito magisterial), la vida me ubicó frente a la extraordinaria oportunidad de apoyar a mis compañeros. Las clases terminaban y los exámenes finales se hacían cada vez más tangibles, la materia de cálculo integral no era el fuerte de algunos compañeros así que acudieron a mí, el hijo de dos profesores de secundaria. Podría aclamar al término “improvisada aula”, pero en la casa de un maestro no puede faltar un pizarrón –aunque sea pequeño– y un par de gises, por lo que la causalidad es muy distante en nuestro ejemplo.
Sólo un profesor puede comprender el gusto intrínseco que existe al sentir que nuestras palabras despejan dudas y permiten a los demás encontrar la manera de adquirir el conocimiento. Así que esa sensación –cual endorfina en el sistema límbico– me conminó a realizar un revés en mi vida profesional. La otrora conducta introvertida que albergaba mi ser era superada por ese “gusto” que surgía de compartir un aula con otros. La vida me llevó a convivir en todos los grados de primaria, secundaria, preparatoria, licenciatura y maestría; no obstante, el deseo de seguridad laboral me llevó a ingresar al servicio público con la ayuda del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE).
Aquí es donde se hace patente el ejemplo de la métrica educativa que patrocina un sector de la opinión pública. Un sistema de medición que valorara mi eficiencia de manera cuantitativa me hubiese rechazado desde un inicio porque, aun cuando el profesiograma oficial lo permitía, yo no estaba formado en la profesión docente. Si bien es cierto que la calidad educativa no se cimienta en buenas intenciones, un apático e insensible personaje “profesionalizado” tampoco la augura.
El afán educativo surge –a mi parecer– de dos grandes aristas: la decisión, en la cual intervienen el deseo, el compromiso, el gusto y la vocación; y la profesionalización, que surge únicamente cubierta la primera. Hoy quizá a algunos nos respalden ciertos documentos para no aterrarnos del término “permanencia”; sin embargo, al final nadie está excluido de juicio cuando la opacidad y la incertidumbre deambule en las aulas por lo menos hasta mediados del año en curso.
Una vez que definamos el concepto de calidad educativa podremos ver que todos (sociedad) estamos inmiscuidos en el buen término de ese tópico. Pues un maestro certificado no podrá subsanar, en 50 minutos u ocho horas diarias, las carencias que puedan surgir una vez que el alumno atraviese las rejas de aquel recinto donde tantos profesores dignos han dejado sus vidas, tristezas, alegrías, fracasos y éxitos, y con ello, un legado para la eternidad.
*Doctor en Educación

gnietol@live.com.mx

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