Por Raúl Hernández Viveros
Detrás del poder de reflexión que permiten los ensayos de Carlos Fuentes, el lector puede construir una visión crítica de la realidad contemporánea en México. Meditaciones profundas hacia las raíces nuestras que llegan hasta el nacimiento de la misión y visión del ser mexicano de nuestros días enmascarados, como el título de su primer libro de relatos. Sin lugar a dudas el pensamiento y la narrativa de Carlos Fuentes advierten sobre las bases de la ideología que siempre promete la aparición de la utopía. Este rico material cognitivo construye el pensamiento de los proyectos políticos y culturales de una nación inmersa en una terrible crisis de conciencia al contemplar en su propio espejo humeante el rostro de la desgracia, la desesperanza, incertidumbre y el desamparo por la falta de un proyecto nacional.
Sin embargo, la revisión de las etapas históricas comienza por intentar ubicar el origen del perfil de cada uno de nosotros. A través de la aceptación de las máscaras se niega una verdadera personalidad, y se intenta profanar la idiosincrasia como un misterio semejante a la experiencia de viajar en cualquier vagón del metro de la ciudad de México, y observar en los rostros de orfandad para saber que todos somos diferentes frente a las identidades de la evolución y la estructura de un Estado, y una nación donde se discrimina lo propuesto y entrevisto por los grupos indígenas.
Carlos Fuentes reconoció que: “La literatura mexicana la inician José Revueltas, Agustín Yáñez y Juan Rulfo. En sus novelas, el proceso externo en blanco y negro, que obtuvo su evidencia inmediata en las viejas novelas de crónica, se convirtió en un proceso humano ambiguo. Especialmente en Pedro Páramo –para mí, la mejor novela que se ha escrito en México- el mito exterior, consagrado por el uso y las malas costumbres literarias, del cacique malvado y poderoso y de la masa anónima y sufriente, es sólo el biombo de un juego secreto de vida y muerte, en el que las fáciles distinciones se desvanecen en una historia contada por fantasmas de fantasmas mediante una construcción verbal que alcanza, destruidos los falsos mitos, un mito viviente: el de la verdad como una visión concebida a los muertos.”
Ante la muerte la orfandad dejó sus rastros también en la poesía, canción mexicana, obras de teatro, y prácticamente se transformó en un culto hacia el espacio de los fieles difuntos, el lugar desconocido por los creyentes pero adoradores ahora de la Santa Muerte. El tema continuó, y puede ubicarse en cualquier episodio de la historia de México. Carlos Fuentes reconoció que: “Germán de Campo y la Madre Conchita , apenas apagados los rumores de la rebelión cristera, recientes los cadáveres de Topolejo y Huitzilac, viva la imagen de Cárdenas que les había dado honor y esperanza a todos los mexicanos. Éramos devoradores de estas imágenes de nuestra ciudad, las del presente y las del pasado. Yo vivía para escribir la ciudad y escribía para vivir la ciudad: hoy y ayer.”
Todo es recurrente al espacio de la violencia. Lo cual constantemente equivale al lugar común de nuestra existencia. En cualquier parte de la república mexicana se habla y discute sobre los combates actuales entre grupos mafiosos pertenecientes al crimen organizado. Carlos Fuentes reconoció que en la Historia de México encontró: “Y entre esas imágenes de ayer, una regresaba a mí con la persistencia de una sueño. Cuando en 1915, los ejércitos populares de Pancho Villa y Emiliano Zapata entraron a una ciudad de México que aún no recuperaba el aliento, las tropas y sus jefes.
Durante treinta años había calentado Porfirio Díaz, antiguo guerrillero de las batallas contra un imperio que el Héroe de la Paz terminó por apropiarse; con todos los signos de lo que antes había combatido, desde los casos prusianos de su guardia hasta la siniestra consigna del mantenimiento del orden: “Mátenlos en caliente”. Los soldados zapatistas ocuparon mansiones de la Aristocracia porfiriana en las colonias Juárez y Roma, en las calles Berlín o Génova, en el Paseo de la Reforma o la avenida Durango. Penetraron en los atiborrados, mansardas, cuadros de Félix Parra y jarrones de Sevres, abanicos y pedrería y tapetes persas y candelabros de cristal y parqués de caoba, escaleras.”
No obstante, el tema de la muerte en la evolución histórica nacional, es de una profundidad que llega hasta la época prehispánica. Con la llegada de Hernán Cortés se impuso el terror más impactante delante de los rituales sagrados. Carlos Fuentes escribió que: “Se había logrado un equilibrio ecléctico; Moctezuma ya no es un autócrata divino; es el Señor Presidente que se sienta en el trono de oro de los aztecas sólo por seis años es respetado si gobierna con toda la malicia y energía del Conquistador y, también con los ropajes físicos del Emperador: los mexicanos sólo respetan al gobernante disfrazado, sea con los entorchados de un Díaz, con las barbas y anteojos azules de un Carranza o con la lejanía pétrea de un Juárez.”
Desde la aparición de los hombres blancos, los conquistadores españoles, en Mesoamérica, existían la trasmisión oral de episodios basados en leyendas, mitologías, usos y costumbres. De acuerdo al imaginario recuento de reyes involucrados con las divinidades. En esta cosmovisión se ofrecieron los sacrificios humanos; crearon sus propios códigos para descifrar los mensajes divinos, e intentaron el conocimiento con el movimiento de las estrellas, y principalmente adoraron al Sol y a la Luna.
Carlos Fuentes advirtió sobre el: “Recurrente y triple mito de Moctezuma-Malinche-Cortés: la promesa sagrada es violada., Cortés es un falso Quetzalcoatl, la mujer genera la traición y la corrupción, y Moctezuma, ingenuo y derrotado, es el padre de la sospecha y de un arraigado complejo defensivo. En seguida, la femineidad corrupta y violada debe redimirse: el mito de la Virgen de Guadalupe, indígena como la Malinche y otra vez ambigua mujer-Diosa, en cuya piedad hay un toque ligeramente incestuoso. Y, por fin, el mito de la reconquista: los aztecas, las victimas han de maniobrar en silencio a fin de asimilar el malicioso poder del conquistador y mezclarlo con un maquiavelismo realista, propio del gato escaldado. Los atributos místicos y pragmáticos del conquistador reconquistado se funden y confunden en un totemismo político que afecta desde la cuna nuestra probable plasticidad humana y hasta literaria”
Afortunadamente los centros ceremoniales y zonas sagradas permanecen hasta el presente con sus cultos secretos pero vigentes entre los grupos indígenas de México. Durante el periodo virreinal se trató en trescientos años de borrar los restos de la destrucción y persecución hacía los adoradores clandestinos de divinidades perversas, prohibidas, y exterminadas por la santa inquisición. Pero de ninguna manera el sometimiento y la imposición de una religión, tuvo repercusiones ideológicas frente a los mitos prehispánicos.
Detrás de las caretas de plumas, todavía se remarcaban los colores de los rostros pintados para diferentes ocasiones; como enfrentamientos entre guerreros, sobresalían las máscaras de oro, plata, barro y piedra. Nada más brotaban los resplandores de los ojos a través de las rendijas. Los rituales eran acompañados de la música, la danza y la poesía en movimiento. Después los conquistadores impusieron sus propios ritos religiosos que en algún momento coincidieron con las versiones recogidas por los misioneros que vinieron a evangelizar el Nuevo Mundo.
La patrística fue bastante similar, igualmente la semejanza con algunos dioses y vírgenes de ambos mundos. Fray Servando Teresa de Mier preciso las particularidades de este proceso de conquista religiosa. Tuvo la oportunidad de reconocer y escribir lo siguiente: “Unos diez y siete días antes del de Guadalupe, el regidor Rodríguez me encargó el sermón para la fiesta del Santuario, y como orador ejercitado y que ya había predicado tres veces de la misma imagen con aplauso, presto inventé mi asunto, y lo estaba probando, cuando el padre Mateos, dominico, me dijo que un abogado le había contado cosas tan curiosas de Nuestra Señora de Guadalupe, que toda la tarde le había entretenido. Entré en curiosidad de oírle, y él mismo me condujo a casa del licenciado Borunda. Este me dijo: “yo pienso que la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe es del tiempo de la predicación en este reino de Santo Tomás, a quien los indios llamaron Quetzalcohuatl”. No extrañé esta predicación que desde niño aprendí de la boca de mi sabio padre. Cuanto he estudiado después me ha confirmado en ella, y creo que no hay americano instruido que la ignore, o que la dude”.
Fue todavía más certero, Fray Servando Teresa de Mier, cuando planteó: “Pero contra ser de aquel tiempo la imagen de Nuestra Señora, opuse la tradición. “No la contradice mi opinión –respondió–, porque según ella ya estaba pintada la imagen cuando la Virgen la envió a Zumárraga”. “No estaría –repliqué– en la capa de Juan Diego, que entonces no existía”. “No es capa de indio –me dijo–: yo creo más bien que está en la capa del mismo Santo Tomás, que la daría a los indios como el símbolo de la fe, escrito a su manera, pues es un jeroglífico mexicano, de los que llaman compuestos, que lo cifra y lo contiene”. “No sería, pues, la pintura sobrenatural”. Antes en mi sistema sólo puede probarse.
Y agregó: “El doctor Bartolache ha arruinado todos los fundamentos que tuvieron los pintores en 1666; pero los jeroglíficos que yo veo en la imagen están ligados a los frasismos más finos del idioma nahuatl, con tal primor y delicadeza, que parece imposible que los indios neófitos, en tiempo de Santo Tomás, como después de la conquista, pudiesen cifrar los artículos de la fe en una manera tan sublime. Aun la conservación de la imagen sólo puede ser milagrosa en el transcurso de tantos siglos. Y si es que está maltratada, como ya lo estaba en 1666, pudo provenir de algún atentado de los apóstatas, cuando la persecución de Huemac, rey de Tula, contra Santo Tomás y sus discípulos. Y a eso puede aludir tal vez la alegoría del desuello de la Tetehuinan, tan célebre en las historias mexicanas. Los cristianos la esconderían y la Virgen se la envió al obispo con Juan Diego.”
Por esto, Fray Servando Teresa de Mier fue perseguido por dichas aclaraciones, y al final de su vida ni siquiera obtuvo la paz de los sepulcros. Falleció en las habitaciones de Palacio el 17 de noviembre de 1827, y fue sepultado en el convento de Santo Domingo de la Ciudad de México. Posteriormente sus restos momificados fueron extraídos, y exhibidos en varias ciudades europeas y en ferias populares, como burla y escarnio de un espectáculo de circo, en donde se exhibía el rostro enmascarado de la muerte.
Por otra parte, en la historia nacional continuaron las escenas de simulación y engaño. Inventar la figura indispensable de los héroes que ofrendaron su vida por la patria. Hidalgo como un anciano Quetzalcoatl, pegándose en el pecho el retrato de la Virgen de Guadalupe. Morelos con la cabeza tapada con un paliacate. Juárez siempre vestido con su traje de monaguillo. Santa Ana le rindió honores a su pierna amputada. Iturbide disfrazado de emperador. Porfirio Díaz siempre prosiguió con el mismo disfraz con el pecho lleno de condecoraciones, disfrazado como un emperador.
Carlos Fuentes reconoció que: “México sólo ha roto sus máscaras con la Revolución. En los momentos excepcionales de nuestra historia, un terrible, feroz y tierno-no menos terrible en su ternura perpleja, adivinatoria-desnuda-, sin más discurso que el alarido, sin más guía que la intuición o la memoria, a asomado detrás de la máscara quebrada y ha obligado a México a verse en su propio abismo, hondura de mitos latentes, palacios en ruinas, miserias trágicas, asonadas bufas, traiciones dolorosas, muertes inútiles, sordos sacrificios”.
En medio del escenario del teatro guiñol mexicano. Los generales se estrenaron como políticos actores de una pequeña réplica de un teatro, y estos personajes fueron marionetas movidas desde lo alto de la pirámide institucional. Igual que sucedió en Lyon, Francia. Gracias a Laurent Mourguet, un dentista, que para entretener a sus pacientes y hacerles olvidar el dolor, inventó pequeñas historias que representaba con marionetas de guante que movía detrás de un mostrador. En 1795, poco después de haber estallado la Revolución francesa.
Con el movimiento revolucionario mexicano apareció otro tipo de héroes y líderes nacionales. En el Porfiriato hubo la necesidad de recurrir al rescate del pasado prehispánico. En las celebraciones históricas se agregó durante los desfiles al final una muestra de diferentes grupos étnicos, que permanecían en zonas marginales todavía en un estado de esclavitud. No obstante, Porfirio Díaz intentó destruir algunas reservas indígenas, y blanquear con la llegada de inmigrantes europeos a varias regiones de México.
El estallido de la revolución mexicana extrajo de las profundidades étnicas a la más fuerte presencia de los grupos indígenas que tuvieron su verdadera iconografía con la figura morena de Emiliano Zapata. El momento más provocativo fue en la llegada a la ciudad de México, donde los zapatistas demostraron su rechazo a la vida urbana con sus simuladas buenas maneras y costumbres extranjeras. Al final, se quitaron las máscaras cubiertas de paliacates para exhibir el rostro desnudo de la pobreza y miseria de parte de un pueblo sometido y engañado desde lo alto de la pirámide de un Estado, nación, y mitos religiosos.
Las mascaras de que habló Nietzsche: “Todo lo que es profundo ama la máscara; las cosas más profundas de todas sienten incluso odio por la imagen y el símbolo. ¿No sería la antítesis tal vez el disfraz adecuado con que caminaría el pudor de un dios? Es ésta una pregunta digna de ser hecha: sería extraño que ningún místico se hubiera atrevido aún a hacer algo así consigo mismo. Hay acontecimiento de especie tan delicada que se obra bien al recubrirlos y volverlos irreconocibles con una grosería; hay acciones realizadas por amor y por una magnanimidad tan desbordante que después de ellas nada resulta más aconsejable que tomar un bastón y apalear de firme al testigo de vista: a fin de ofuscar su memoria.”
De la historia de México se pueden descubrir secretos y lugares ocultos, también públicos en donde el Tlatoani, el que manda y habla, siempre va a repetir los mismos mensajes y señales. Detrás de la máscara del poder que funciona directamente en la adulación bajo los cantos triunfalistas de sus promesas incumplidas. El líder que se encuentra, de acuerdo con Nietzsche: “Semejante escondido, que por instinto emplea el hablar para callar y silenciar, y que es inagotable en escapar a la comunicación, quiere y procura que sea una máscara de él la que circule en lugar suyo por los corazones y cabezas de sus amigos; y suponiendo que no lo quiera, algún día se le abrirán los ojos y verá que, a pesar de todo, hay allí una máscara de él, -y que es bueno que así sea. Todo espíritu profundo necesita una máscara: más aún, en torno a todo espíritu profundo va creciendo continuamente una máscara, gracias a la interpretación constantemente falsa, es decir, superficial, de toda palabra, de todo paso, de toda señal de vida que él da.”
Con la aparición de la familia revolucionaria que se instala en lo alto de la pirámide, la corrupción hizo gala de sus mejores actuaciones. Después se trasplanta el modelo del corporativismo italiano. El nexo común de todas estas propuestas fue la idea del nacionalismo desarrollista, con sus sindicalistas revolucionarios, católico-sociales integrados o antiguos marxistas coincidieron en la necesidad de una base económica desarrollada y madura como paso previo para la creación de una auténtico y sostenible Estado orgánico y corporativista. Exactamente sobrevive nuestros días con el sindicalismo al servicio de los intereses del gobierno y su partido.
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