Víctor
Manuel Vázquez Reyes
Las
nubes brotaban del paraíso en llamas.
Miraba
absorto la aguja que durante siglos fue admirada y venerada, ese ángulo de la
catedral me parecía la más bella de todas.
Los
enormes cimientos de aquella construcción triunfaron ante el Gran Imperio,
monumentos construidos con monumentos de los derrotados. Fueron firmes ante la
guerra, la revolución y la devastación que acabó con decenas de edificios y
millares de vidas.
La aguja
era más imponente que el sable del mismísimo Napoleón, misma que fue el testigo
más alto de la coronación del emperador. Esa afilada aguja, más afilada que la
flecha que atravesó el corazón de la Doncella de Orleans fue testigo de su
canonización. Esa aguja después de tantos siglos, caía.
El
monumento brillante partido por la ira de las llamas fue consumido y convertido
en lo que en un principio fue, en lo que somos y lo que seremos.
Pensaba
en las obras de arte que eran lamidas por lenguas de fuego, las esculturas que
eran aplastadas y resquebrajadas por la estrepitosa caída de los pedazos
ardientes del cielo del paraíso, pensaba en que la pira como mano del auténtico
Señor nos estaba alejando la tentación de adorar objetos que no conducen a
nuestra salvación, que nos recuerda lo único que Él poseía como fortuna; la
vida, la vida eterna para los justos.
¡Oh
bella catedral! ¡Ahora solo quedarán recuerdos de tu inmensidad!
Horas
antes, impresionado me extasiaba con tus frescos divinos, me deslumbraban tus reliquias
codiciadas, tu magna arquitectura era inabarcable, imposible de poseer.
Gran
templo que se desmorona ante rostros incrédulos, caes sin hacer caso a las
lágrimas que derraman tus fieles.
Tantas
décadas de trabajo y sangre derruidas en unos instantes.
..........
Ésta
reliquia que traigo en las manos
Ésta
hermosa reliquia que robé
Es mi
condena.
XV/IV/XIX
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