miércoles, 17 de abril de 2019

Nuestra Señora de París



Víctor Manuel Vázquez Reyes

Las nubes brotaban del paraíso en llamas.
Miraba absorto la aguja que durante siglos fue admirada y venerada, ese ángulo de la catedral me parecía la más bella de todas.
Los enormes cimientos de aquella construcción triunfaron ante el Gran Imperio, monumentos construidos con monumentos de los derrotados. Fueron firmes ante la guerra, la revolución y la devastación que acabó con decenas de edificios y millares de vidas.
La aguja era más imponente que el sable del mismísimo Napoleón, misma que fue el testigo más alto de la coronación del emperador. Esa afilada aguja, más afilada que la flecha que atravesó el corazón de la Doncella de Orleans fue testigo de su canonización. Esa aguja después de tantos siglos, caía.
El monumento brillante partido por la ira de las llamas fue consumido y convertido en lo que en un principio fue, en lo que somos y lo que seremos.
Pensaba en las obras de arte que eran lamidas por lenguas de fuego, las esculturas que eran aplastadas y resquebrajadas por la estrepitosa caída de los pedazos ardientes del cielo del paraíso, pensaba en que la pira como mano del auténtico Señor nos estaba alejando la tentación de adorar objetos que no conducen a nuestra salvación, que nos recuerda lo único que Él poseía como fortuna; la vida, la vida eterna para los justos.
¡Oh bella catedral! ¡Ahora solo quedarán recuerdos de tu inmensidad!
Horas antes, impresionado me extasiaba con tus frescos divinos, me deslumbraban tus reliquias codiciadas, tu magna arquitectura era inabarcable, imposible de poseer.
Gran templo que se desmorona ante rostros incrédulos, caes sin hacer caso a las lágrimas que derraman tus fieles.
Tantas décadas de trabajo y sangre derruidas en unos instantes.
..........
Ésta reliquia que traigo en las manos
Ésta hermosa reliquia que robé
Es mi condena.

XV/IV/XIX

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