DEL BAÚL DE LOS RECUERDOS
Gilberto Nieto
Aguilar
No tendríamos que inventar nada: la vida es una
gran novela.
La Parroquia de San Pedro era el
centro de mayor interés y más respeto para la población de San Pedro y los
alrededores. Pertenecía a la Diócesis de Apatzingán, lejana en a distancia. Lo
valioso que notamos de la devoción religiosa era que aun los más bragados y
pendencieros ciudadanos manifestaban un gran respeto por la iglesia y los
párrocos.
Con la salida furtiva del
sacerdote que la atendía a días de nuestra llegada, el pueblo salió ganando.
Llegaron cuatro sacerdotes con una buena mística de trabajo y deseosos de guiar
por el buen camino a una población tan difícil y bronca. Hasta aquel padre
barbón, que era un pilluelo, se ganó el aprecio de la comunidad.
En San Pedro la experiencia fue
aleccionadora. Comprendimos de golpe, Héctor y yo, que la religión era el único
vínculo para mantener la convivencia pacífica en aquella comunidad. Los hombres
armados no respetaban a la autoridad pero sí a la Iglesia, ante la cual bajaban
la cabeza. Además, los párrocos tenían un poder de convocatoria inigualable.
—Los compañeros de la FECSM nos
hubiesen quemado vivos, según el ritual de San Lenin y la liturgia de San
Carlos— comentamos entre risas Héctor y yo. No queríamos ser mártires, sólo
realizar nuestro trabajo. La educación por sí sola, cuando logra permear las
capas profundas del cerebro y ser parte biopsicosocial del individuo, hace su
trabajo y permite la capacidad de decisión y libre albedrío. Aleccionar no era
nuestro papel.
Además, si desdeñábamos los usos
y costumbres del lugar, hubiésemos perdido credibilidad y los apoyos vitales
que nos permitieron avanzar transformando las condiciones materiales de la
escuela. El respeto a la libertad de creencias estaba a salvo pues la tradición
familiar no tenía competencia en ese entonces y en aquel lugar. Por nuestra
parte, no íbamos a llevar ningún credo que no fuese el interés por el saber.
Una anécdota de aquellos días
sucedió cuando los sacerdotes de la parroquia nos invitaron a comer. Llevábamos
más de mes y medio comiendo en la fonda que la autoridad nos había asignado
mientras el gobierno nos pagaba. Así que Héctor y un servidor habíamos perdido
el gusto por un buen platillo. Aquella invitación nos supo a gloria, por la
fama de que en el Curato se servían suculentas viandas.
Ese sábado llegamos puntuales a
la cita, bien acicalados y receptivos a la interesante charla con los cuatro
sacerdotes que seguramente seguiría a la comida. Pasamos al comedor, muy pulcro
y ordenado, con un ambiente acogedor. Nos sentamos a la mesa y la señora de la
cocina, de aspecto amable, nos sirvió la sopa, humeante y olorosa, acompañada
de queso molido para espolvorear, tal y como siempre me la sirvió mi madre.
Enseguida esparcimos con la
cucharita el queso sobre la sopa caliente y nos dispusimos a saborearla cuando
nos percatamos que los cuatro sacerdotes estaban de pie, haciendo una oración.
Carmelo, el padre barbón, a duras penas disimulaba las ganas de reír; pero los
otros tres estaban muy serios y formales bendiciendo los sagrados alimentos,
encabezados por el padre Sebastián. Así que, por nuestra parte, nos levantamos
apenados y nos unimos a la oración.
Los domingos eran días de gran
actividad en el Curato, pero también de grandes borracheras en la población.
Las armas de fuego dejaban escuchar su voz en las calles y en las casas, como
cohetones que anuncian una gran fiesta, abiertamente, con ostentación. Los
varones iban a misa temprano, para que después no se les interrumpiera en su
divino esparcimiento.
En la iglesia, el trabajo
incansable de los párrocos rendía sus frutos. Todos amables y atentos,
dispuestos siempre a ayudar al prójimo, viajando continuamente a lugares adentrados
en la serranía, en mulas altas y fuertes
para aguantar varios días de camino, mal comidos, según la suerte de cada
traslado, aguantando la carga adicional que llevaban y traían. Con esos viajes
incrementaban su feligresía y la confianza de la gente.
El Curato era un lugar de
reunión que frecuentaban las muchachas. Nosotros buscábamos un pretexto digno
para acercarnos esporádicamente, hasta que en cierta ocasión llegó una joven
monja, de unos 24 años y, por añadidura, muy guapa y agradable. Permaneció varias
semanas en San Pedro y fue como un rayo de luz para aquellos que la
frecuentamos. Los mismos sacerdotes se veían radiantes con su presencia.
Charlamos muchas veces de tantas
cosas. Su palabra era fácil y agradable, llena de una vasta cultura que le había
dado el conocer varios países a pesar de su corta edad. En una ocasión le hice
una pregunta torpe y he aquí lo que me respondió:
—¿Por qué decidiste tomar los
hábitos?
Percibí cierta desilusión en su
respuesta, y un tono molesto al contestarme:
—¿Por qué ustedes, los varones,
siempre hacen esa pregunta?
—Perdóname… Fue una pregunta
espontánea, sin ánimo de incomodar…
—¿Y cuál es el afán? ¿Qué es lo
que no entra en tu cabeza?
—Primero tu juventud. Y
disculpa, eres muy bella, muy alegre…
—¡Pues encuentro esa alegría en
dedicar mi vida a Dios!— me respondió en un tono vehemente, con la mirada
retadora puesta sobre mis ojos. Sentí que me cohibía.
—Lo siento, no fue mi intención
molestarte. Mejor cambiemos el tema.
Y volvió a sonreír. Sentí que en
su risa cristalina quedaba la advertencia de que me había puesto en mi lugar.
Fuera de ese incidente, todo fue agradable. El día que partió creo que todos
los que la tratamos en las semanas que nos compartió su presencia, sentimos que
se llevaba algo de nosotros y que también algo de ella se nos quedaba. En su
despedida me dijo:
—Eres muy joven y en la vida vas
a conocer a mucha gente. Procura darles lo mejor de ti para que recibas de
ellas también lo mejor. Piensa en metas nobles para que tu paso por la vida sea
productivo y agradable. Que Dios te bendiga—. Con un beso suave en la mejilla
nos dijimos adiós.
Sentí un nudo en la garganta. La
pequeña comitiva que la fuimos a despedir, vimos cómo la avioneta se perdía
entre las nubes y la distancia, llevándose a aquella jovencita tan llena de
vitalidad, espiritualidad y buenos propósitos que había alegrado nuestros
corazones por tan corto tiempo.
gilnieto2012@gmail.com
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