jueves, 1 de noviembre de 2018

El último sendero.



Carlos González Guzmán

Serían las 5, no sabía si de la tarde o de la mañana. Una neblina espesa llena de tranquilidad no permitía ver más allá de un verde que difuminaba el paisaje, como si el campo se hubiera quedado en otra dimensión, en otro espacio.
Sólo los aromas sutiles de la flor de cempaxúchitl se mezclaban con las esencias del incienso y parecían liberar mi yo, mi ser interior que se desprendía como si fuera una pequeña columna de humo en la nada.
Y así, sin sentir, avanzaba por un sendero iluminado con las lucecitas de velitas de cebo colocadas en fila señalando un camino. Sus pequeñas flamas vacilantes parecían destellos titilantes pintados en la bruma. Formadas en dos largas hileras marcaban el camino.
Todo era silencio, no hablábamos. Parecía que todos estábamos sumergidos en una meditación profunda y nos acompañábamos en un ritual que subía por entre las rocas, y entre las ramas con pequeñas hojas verdes, frescas, húmedas, que se iban delineando a medida que la niebla se hacía más delgada por la altura.
A cada momento todo iba cambiando en el entorno, como si el espíritu fuera emergiendo y sintiéndose más grande, más lúcido, más nítido, como si la cuesta nos fuera purificando a medida que subíamos.
De pronto el paisaje inicial se había disuelto completamente en la nada, una nada que me envolvía y hacía desaparecer todo.
Delante de mí, la existencia era indistinta solo quedaban sensaciones vagas, todo estaba presente en mi espíritu, sin estarlo. 
El tiempo parecía estar detenido. No se oían ni los latidos del corazón, todo era como una oración sagrada a un dios desconocido pero afectivo y purificante, que con un sentimiento de padre amoroso nos guiaba hacia su esencia divina.
Sin darme cuenta había cruzado algún umbral entre la vegetación y la roca, la neblina también había desaparecido, ya no estaban las luces titilantes de las velitas, éstas habían sido sustituidas por antorchas y el olor del copal inundaba el espíritu haciéndome sentir ligero y en armonía con ese santuario, habíamos arribado a nuestro destino.
Los sonidos de tambores pequeños, flautas de carrizo, caracoles grandes y conchas de mar, se mezclaban con los recuerdos de la infancia.
Los aromas incienzados me llevaban a momentos de arrobamiento en el pueblo donde había nacido. Mis padres me sonreían cariñosos y mis abuelos extendían sus pensamientos hasta llenarme con sus sentimientos de bondad.
Los malos recuerdos se habían quedado en el inicio de la senda, atorados entre las piedras; las tristezas estaban atrás, o abajo, no sabía dónde, sólo que se quedaban colgadas de las hojas; los lamentos parecían perderse entre los pétalos de la cempaxúchitl y las tristezas se habían alejado en espiral con los aromas del copal.
No había rezos, ni oraciones, ni cantos; los sentimientos se habían alejado, quedaba solo el compartir. Era como un instante que llenaba todo y emanaba de los tambores y de las flautas o del copal, o de mis seres queridos... 
No hacía frío, ni calor, no hacía falta nada, ni nadie.
Había llegado a reunirme con mis anteriores, todos estaban ahí.
Unos me habían acompañado desde los primeros respiros, los había visto y ahora me daba cuenta de que eran ellos. Otros durante la jornada, en mí recorrido y ahora sonreían al verme llegar junto a ellos. Otros más me esperaban, no habían estado cercanos, solo sabía que habían estado ahí, mirándome, acompañándome desde su silencio y con su mirar infinito.  Pero todos estábamos ahí reunidos, juntos, formando un solo grupo, una familia, como si fuéramos un solo amanecer, un mismo tiempo. Una estrella en el universo brillante, formando parte del infinito.
No hacía falta nada, había llegado por fin a reunirme con mis ancestros, con los que me antecedieron en el camino y habían llegado antes que yo.


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