Marcelo Ramírez Ramírez
El cristianismo
“incluye-explica José Gómez Caffarena- como parte esencial de su mensaje y como
parte y supuesto de la salvación ofrecida, la llamada a determinadas actitudes
y conductas inequívocamente morales en la sociedad humana”. Así es sin duda,
pues el cristianismo invita a la vida interior, no a encerrarnos en ella; no se
trata de salvarnos solos. El sentido comunitario brota necesariamente del hecho
de que el llamado es para todos, así, la vida en la fe se resuelve en ética, en
saber convivir en plenitud de vida con los demás. Y como lógica derivación de
esta actitud hacia los demás, marcada por el respeto y la caridad, se presenta
a cada ser humano el deber de ayudar a los marginados, a los que poco o nada
tienen. Precisamente en la solicitud y predilección mostrada por Jesús hacia
los humildes, los enfermos, los rechazados, los que siempre se han considerado
escoria de la sociedad, tomó asidero hace algunos años la opción por los pobres
en América latina, cuestionando la cómoda actitud contemporizadora de miembros
de la jerarquía católica y el retraimiento egoísta de muchos cristianos a su
vida privada. Una vez más, salía a la luz el elemento crítico del cristianismo,
recordando a la conciencia cristiana que no puede ni debe permanecer
indiferente ante la injusticia. Aquí y ahora el cristiano ha de hacerse cargo
de los apremios del momento dando respuesta generosa a las demandas de auxilio
de su prójimo.
Lévinas desde el
fondo de la tradición judía ha interpretado muy bien la fuerza de esta demanda,
al decir que somos interpelados por la mirada del Otro. Interpelados es ser
sometidos a un juicio perentorio; es sentir la obligación olvidada o soslayada
de la fraternidad. Prójimo dice más que proximidad, dice hermandad. Esto es así
porque lo ético es previo a la cultura. Medimos el nivel de una cultura por su
capacidad de responder a esa exigencia de altura ética. Sólo en una civilización
pervertida por el egoísmo materialista, pueden los individuos evadir los deberes
esenciales hacia sus semejantes.
A poco menos de dos
meses de celebrar la Navidad de este 2018, se imponen estas consideraciones,
cuando somos testigos de la disolución de los lazos familiares, de la violencia
cruel que domina el territorio del país, de la corrupción generalizada, de la
incapacidad de instituciones y autoridades para actuar con eficacia. Se afirma
que estamos en una etapa de transición. Preguntamos: ¿Hacia dónde apunta esa
transición? ¿La entendemos en sentido estrictamente político o con el término
apuntamos hacia algo más amplio y profundo?. Si es esto último lo que queremos
significar, ¿Cómo se impulsarán con éxito los cambios indispensables?. La tarea
es demasiado compleja y deberá llevarse a cabo en los ámbitos de la vida
pública y privada. Padres de familia, líderes de empresas y sindicatos,
colaboradores y directivos de los medios, intelectuales, artistas, en una
palabra, todos y en todas partes están convocados para llevar a cabo, en unidad
de propósitos, la obra de renovación de la cultura que requiere nuestro mundo.
Si no hacemos hoy
nuestra tarea el destino quedará en manos de las oscuras fuerzas que nos han
llevado a la crisis. Si la civilización deja de ser cristiana, algo que en
ciertos círculos intelectuales se da por un hecho, ¿Quién o quiénes imbuirán el
soplo del espíritu que vivifique la vida comunitaria? Esta es la pregunta más
difícil que podemos hacernos en estas fechas próximas a la rememoración del
acontecimiento que dividió la historia del mundo.
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