Angélica López Trujillo
El miércoles 17 de abril 2013, a las 10:00 hrs. La Dra.
Dina Escobar Herrera, socia de nuestro Club Escritoras de Xalapa A.C. Nos
recibió en su casa con una sonrisa tan nítida como esa mañana de primavera que
puso escenografía a su jardín lleno de geranios y helechos.
En sus amplios corredores se encontraba una mesa
larga, con pulcros manteles. Descansando sobre ellos, platones con deliciosas
frutas de temporada: plátanos dominicos, manzanas coloradas y piñas olorosas
con sus crepones verdes esparcidos en abanicos.
La anfitriona nos ofreció un rico desayuno: café,
jugos de naranja y uva, gelatinas, flanes y deliciosos tamales de elote, dulces
y de chile.
Todas las compañeras escritoras estaban felices, sus
risas se unieron al trino de los pájaros que nos miraban desde el ramaje de un
árbol inmenso plantado en el centro del patio, con más de cien años de vida; si
hablara, nos contaría tantas historias de un tiempo que se fue.
La casa colonial, con corredores de arcos, techos de
teja en cuyos resquicios frescos hacen su nido las palomas, es un testimonio
histórico de nuestra ilustre Xalapa. Dina gentil anfitriona, nos platicó que
antes que su padre comprara el inmueble, formó parte del altruismo y acciones
de la Cruz Roja Mexicana.
Sonriendo, me dice: “no todo fue dolor y olor a
medicinas, en un tiempo albergó a la juventud cuando funcionó como plantel educativo
con el nombre de la Escuela Industrial Para Señoritas”.
Cuando pienso en los años transcurridos de un tiempo
que se fue, me siento atrapada y seducida. Mi imaginación va más allá de las
puertas cerradas de varias estancias que ocupan el ala izquierda del corredor.
Inmersa en esos espacios escucho voces, pasos firmes y
acelerados, conjunción de ideas que se trasforman en palabras, letras, oficios,
olor a tinta pudiendo ver los escritorios metálicos que guardan celosamente en
sus cajones los secretos de aquel ayer.
Sacrílega palpo los espacios íntimos de las recámaras
bellamente talladas con olor a cedro. También acaricio el latón dorado de los
marcos de aquellos espejos como los de Carlota y Maximiliano. Camino sobre
alfombras artísticamente elaboradas, predominando el color carmesí, con olor
añejo. Me asombran retratos en blanco y negro ovalados exhibiendo los rostros
de la familia Escobar Herrera.
El fuerte ladrido de un perro rompe mis fantasías. Me
asusto, Dina me toma delicadamente del brazo con su sonrisa de niña, diciéndome
“no te asustes está amarrado”. Es primavera y su magia subyuga. En el ambiente
flota música selecta de aquellos tiempos: valses que cobijaron las ilusiones de
amor y los sueños de mujeres, suspirando ante un paquete de cartas color de
rosa, amarradas con un listón de seda.
Las escritoras están felices. Me encantó ver sonreír a
Lala con todo el fulgor de aquellos paisajes naturales que disfrutó cuando
sembró en los surcos de la educación, juntito al cuerpo tibio de sus niños, en
aquellas escuelitas rurales.
El entusiasmo de Judith y Flora entonando canciones de
ayer me asombró y contagió igual que a Rosita que cubrió con su sonrisa
agradable la felicidad de ambas compañeras.
Fue grato compartir los recuerdos de Lolita y Gloria
al desempolvar los momentos románticos de sus vidas, al lado de sus esposos,
que pulsando las guitarras entonaban amorosas canciones para ellas… ¡sólo para
ellas!
Testigo silencioso no solo fue el tiempo si no la
intimidad de esta bella casa colonial.
En un mundo de inspiración, Susi Cantell se refugió
para elaborar, más que con letras, con sentimientos, versos cuya métrica la
definió al momento.
Ely Núñez, con su acentuada dulzura fue desgranando
una poesía de su padre “No me habré de rendir”. En amena charla Luz María y
Thais dejaron en libertad las emociones del momento, al saborear un rico café
cuyo aroma invadió el colonial corredor, que al vaivén del viento mecía sus
maceteros colgantes.
Serenamente y con voz trémula, Elba compartió con
todas nosotras un hermoso poema, profundo, sensible como aquella lágrima que
escurre en el riñón de la montaña del poeta Gutiérrez Nájera. Me llegó muy
hondo así como es Elba exploradora de su yo interno.
Piedad callada y observadora, al fin psicóloga,
pulsando una a una nuestras reacciones. Esto no impidió que explayara su
alegría.
Como un hilo dorado jugueteando alrededor nuestro, con
esa mirada poética, Águeda nos sonreía y casi intuimos que hacía nacer versos
con los efluvios del sol en esa mañana de encanto.
Cuando empezaron a despedirse las escritoras, Dina les
obsequió flores perfumadas de sus macetas pertenecientes a un tiempo exquisito;
junto a esas flores iba el lirio de su alma.
Yo salí deslumbrada como si emergiera de un país
encantado. Con el pecho lleno de emoción, con la certeza de haber atrapado
dentro de mis ojos el florilegio pleno de un sortilegio que representaba el
broche de oro que sellaba la amistad, entre las escritoras tal como fue el
objetivo de este encuentro de amigas.
La virtud que posee Dina de sencillez y humanismo fue
un bello recuerdo de esa mañana primaveral.
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