martes, 11 de noviembre de 2014

A la orilla del río los cocodrilos ciegos


Miguel Roldán Tovar

Sonó el teléfono
Javier limpia la herida del ojo que le queda a un cocodrilo. No olvides la imagen: el cocodrilo tuerto sobre la plancha metálica dormido por la anestesia, Javier con las manos cubiertas por guantes de látex y su asistente a lado.
            A sus cincuenta y siete años el veterinario ha variado la rutina. Todas las mañanas corre cinco kilómetros, come más vegetales y menos alimentos con grasa. No era así antes. Pesaba más de ciento veinte kilos y mide apenas un metro setenta y dos. Consecuencia personal: ignorado por Raquel. Consecuencia profesional: torpeza de movimientos. Luego del divorcio la imagen de Raquel se postró en sus ojos, en el intento por desplazarla devoraba lo que pasara por enfrente: pastelillos, chuletas de cerdo, papas a la francesa. El corazón le reventó al fin.  La operación salió bien, el cuerpo resistió el embate. Decidió abandonar su país y radica en Luama desde hace tiempo. Dos años atrás lo invitaron a participar en el programa de atención a los cocodrilos del río Nublado, el nombre se debe a la gran cantidad de cocodrilos ciegos que lo habitan.
            Los cocodrilos machos pelean entre sí para decidir cuál se apareará con la hembra. El orden de dos hembras por cada macho está invertido en el río Nublado.
            Apenas arribó a Luama visitó el río. Vio una pelea: dos reptiles de más de tres metros despedazándose, lanzando mordidas de una tonelada de fuerza en contra de sus cuerpos y sus cabezas. Los movimientos violentos, las heridas profundas, la sangre regada. La hembra esperando. Javier dejó de mirar.
            Ahora Javier tiene un cocodrilo sobre la plancha metálica, si pierde ese ojo queda ciego por completo. No podrá cazar a sus presas. Morirá.
            Concluye la sutura: nervios intactos. El cocodrilo mantendrá sano el ojo que le resta, Javier  mira satisfecho al animal. Al momento de arrojar los guantes a la basura timbra el teléfono. Su asistente atiende la llamada, le da el auricular al veterinario: Para usted. Javier toma el auricular; asiente. Cuelga. Sin dar explicaciones sale de la clínica y no repara en la bata sucia que lleva puesta. Sube al auto, golpea el volante, enciende un cigarro y gira el switch. Conduce hasta el aeropuerto.

Querer la muerte
Durante el vuelo los recuerdos: paredes repletas de fotos de Raquel y Lulú: en el quirófano al nacer Lulú y luego de ella sola en la incubadora; de los primeros viajes de Lulú al mar, desnuda y pequeña rodeada por las olas; de Raquel y él, y Lulú en medio, separándolos. La plática con Lulú previa a su salida del país luego del divorcio. El obsequio de recuerdo: obsesión profesional: un cocodrilo de peluche.
            Javier ha tenido que volar en avión con frecuencia. Su destacada pericia quirúrgica lo ha vuelto indispensable en intervenciones riesgosas. Aun cuando algunos de sus viajes son cercanos a Luama los prefiere en avión antes de conducir por carretera. La razón es simple: el porcentaje de accidentes aéreos es el más bajo del mundo en relación con los que involucran a otros medios de transporte. Este día, arriba del avión, sobrevolando el agua vasta, desea ser parte de ese bajo porcentaje y que su avión caiga o el piloto cometa un error grave que estrelle al gigantesco aparato en contra de alguna montaña.

Descenso y confesión
Javier sale del aeropuerto y mira Péramo. Quince años sin visitarlo. Se dirige a la central de taxis más cercana. Se detiene. Y aunque debe llegar pronto al ministerio público federal pasea un poco por las calles que pensaba olvidadas, pero que en ese instante arremetieron contra él: vio a su esposa y a Lulú caminando por la acera, a Raquel probándose el vestido en la tienda de ropa, a Raquel alejarse de él por serle insoportable lo obeso que estaba. Enciende un cigarrillo al pasar frente a la vitrina de una repostería, se aleja, mira el reloj: siete de la noche. Toma un taxi y llega en pocos minutos a su destino.
            El edificio es viejo, la pintura se cae a pedazos. Atraviesa la puerta de entrada, las manos en los bolsillos del pantalón. El interior mal iluminado, dos escritorios y un sujeto flaco de lentes, a traje negro y corbata roja detrás.
            —¿Lourdes Fragoso?
            —¿Es usted familiar o abogado?
            —Su papá ¿en dónde está?
            —Identificación señor.
            —Tome, necesito verla ¿ella está bien?
            —Su hija está acusada de homicidio agravado en contra de quien parece era su novio. Sígame… ¡Lourdes, te buscan!
            El cuarto húmedo y sucio. La silueta se acerca con lentitud. El funcionario revisa el candado. Se aleja.
            —Ahora sí apareces.
            —Tú llamaste.
            —¿A quién más? Raquel murió hace tres años.
            —¿Murió? Debiste avisarme.
            —Ya no importa…
            —¿Qué ocurre Lulú?
            —Maté a alguien, a quien amaba y por eso estoy aquí… ¿Qué?, ¿te sorprende?, no debería, no me conoces, en veinticinco años han pasado muchas cosas que ignoras… Tú eres quien decidió largarse.
            —…
            —Él merece estar muerto, los vi coger en el sillón que compartíamos, no se dieron cuenta de que los vi, por eso sin hacer ruido salí del departamento y regresé después. Ella ya no estaba, Diego me saludó como cualquier día, me besó la boca, maldito cínico… Debajo del colchón Diego guardaba un arma, fui por ella…él estaba de espaldas, volteó al escucharme y le disparé.
            —No tienes por qué decir esto a la policía.
            —Merece estar muerto ¿es que no entiendes nada?
            —Entiendo que estás confundida y no sabes cuánto puedes lamentarte esto.
            Se aleja de la celda. Camina sin voltear más, sin despedirse. Lulú en silencio lo ve desaparecer. El hombre flaco de lentes y en traje negro alza los ojos. Javier cruza unas palabras con él. La remitirán al reclusorio a eso de las nueve de la noche, luego tomarán su declaración, aunque no se sabe la hora…Javier lo interrumpe y pregunta por la dirección de su hija y por alguna llave. Sí, aquí tengo a la mano los datos de dónde vivía su hija… No puedo darle las llaves… El veterinario saca un billete del bolsillo y lo pone en la mano del hombre.

Cómo sacar a Lulú
Atraviesa la puerta del restaurante poco antes de la hora acordada. El abogado ya espera en una mesa del fondo. Javier lo reconoce, se sienta y ordena ron con agua mineral. Conversa, asiente, luego escucha al abogado, quien a su vez asiente y escucha también y pregunta. El abogado se pone de pie, intercambian tarjetas personales. Se comunicará en veinticuatro horas. Javier lo mira salir, paga al mesero y sale del lugar, le duele el pecho, respira con trabajos, seca el sudor que recién advierte. Se recompone y pide un taxi. Va al domicilio en donde vivía su hija.
            Baja del taxi frente a un edificio viejo, ingresa y sube las escaleras, llega hasta el departamento que suponía asegurado con alguna cinta de plástico: nada. Las llaves gritan en el bolsillo, las saca, abre la puerta. Olor a podrido, olor de alfombra mojada, repleta de polvo. Avanza adentro del departamento, da cada paso con temor y al poco quiere desandarlo. Al fin llega al comedor: una mancha de sangre en la alfombra. Sigue caminando hasta la única habitación que hay. Sobre la cama las sábanas en desorden y entre ellas el cocodrilo de peluche. Lo abraza y retiene contra su pecho. Se recuesta sobre la cama que su hija compartió con una persona ahora muerta. Piensa que habría podido visitarla antes, que debió estar a su lado en el entierro de su madre, que debió impedir el disparo del arma que accionó. Se queda dormido. Lo despierta la llamada al teléfono, Lo espero en dos horas en el mismo restaurante.
            Luego de las investigaciones el abogado informa que hay una sola posibilidad de librar a su hija del asunto: se necesita mucho dinero. Javier escucha. Llama a su asistente que tiene acceso a sus números de cuenta. La instruye para que haga varios depósitos de cantidades considerables, en diferentes bancos y a diferentes horas. Javier para de hablar y respira, los labios le sangran, están resecos.
            Se montará una escena: el abogado solicitará el cambio de Lourdes a otro reclusorio para que ahí le tomen su declaración. En el tránsito de un reclusorio a otro, la camioneta que traslade a Lulú será interceptada por un comando armado, bajarán a Lulú y la subirán a otro auto para llevarla a una pista privada de aviones desde donde volará a Luama.
            Es muy importante que se mantenga alejado y espere hasta recibir mi llamada para saber que todo ha salido bien, fue lo último que dijo el abogado.

Una camioneta más
El abogado espera afuera del reclusorio. Mira su reloj. Vuelve la vista a la puerta por la que saldrá Lulú. El calor es intenso y enturbia las imágenes. Se quita los lentes para quitar el sudor y luego los repone en su sitio.
            Lulú atraviesa la puerta de salida, mira a todas partes. Los agentes apresuran a empujones a Lulú para subir a la camioneta.
            Detrás de la camioneta que transporta a Lulú arranca otra. El abogado sube a su auto y llama al comando para advertirles de esta segunda camioneta llena de policías.
            El abogado se mantiene cerca. Avanzan hasta el punto de intercepción. Aparece el comando armado en un auto que le cierra el paso a las camionetas de la policía. Del auto descienden cinco hombres con cuernos de chivo, detonan sus armas en contra de los policías de la primera camioneta, ellos disparan también. La parte trasera de la segunda camioneta se abre, salen cinco agentes que se colocan rápidamente en posición: disparan. El comando armado resiste el ataque pero sus hombres disminuyen, los policías son muchos.
            Se escucha el rechinar de llantas. El abogado busca a su alrededor y encuentra a Javier que se acerca a toda velocidad en un Chevrolet azul. Estrella el auto contra la parte posterior de la segunda camioneta de policías, pone reversa, arranca, se aleja pocos metros y enviste de nuevo, golpea a los policías que más puede, al fin un disparo en el pecho: desacelera el corazón, el auto se apaga. Mientras Javier sangra Lulú sube al auto que se pierde en la carretera. Javier sonríe. Luego, una bala le cierra los ojos.

La partida

Lourdes pidió al taxista que se detuviera en el puente que atraviesa el río Nublado. Bajó. Asomó la cabeza: los cocodrilos nadaban bajo sus pies. Notó a un cocodrilo golpeándose constantemente en contra de los otros. Está ciego, uno de tantos que Javier no pudo curar, pensó. Regresó al taxi para seguir su camino. Detrás, se hacía cada vez más pequeño el hospital en donde trabajaba su padre.

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