Marcelo Ramírez Ramírez
Acepté gustoso compartir esta mesa
de presentación de la obra Política y Administración
Pública en México y Veracruz, por dos razones muy importantes. La primera,
es la amistad que he mantenido con el autor desde los lejanos días en que me iniciara
en la cátedra en esta escuela preparatoria que hoy nos alberga, y en la cual el
licenciado Aristeo Rivas Andrade se desempeñó como docente y Subdirector Secretario
de la institución, colaborando muy de cerca con su ilustre director Don Librado
Basilio. A éste sucedió en la dirección, manteniendo en alto el prestigio de la
escuela. Entregarnos aquí su libro, ha de representar algo muy especial para él.
Además
de su carácter público, por cuanto está orientado hacia un orden de realidades visibles,
el pensamiento del licenciado Aristeo Rivas nos revela al autor en su intima personalidad,
como un hombre con un fuerte compromiso con la sociedad. Puesto a elegir entre
Aristóteles y Maquiavelo, como cabezas conspicuas de los dos grandes paradigmas
teóricos, el de la política subordinada a la ética y el de la política como
techné, como pensamiento que se justifica por su éxito en la conquista y
conservación del poder, nuestro autor toma partido decididamente por el
primero. Desoye o, dicho con mayor precisión, rechaza el prudente consejo del
florentino de tratar a los hombres como son y no como quisiéramos que fueran.
En cambio, defiende la virtud republicana con argumentos y con cierta emoción
que se percibe a pesar del estilo directo con que aborda los asuntos. La
segunda razón es el interés que despertó en mí la obra, la cual tuve
oportunidad de conocer gracias a la cortesía del autor, antes de su impresión
definitiva. Por sí misma, la administración pública evoca en el ciudadano sentimientos
ambiguos; la considera indispensable, pero los trámites burocráticos le
ocasionan a menudo molestias y frustración. Administración pública puesta como
título de un libro, nos advierte de una lectura árida o, en el mejor de los
casos, una invitación dirigida exclusivamente a los expertos en la materia. Sin
embargo, no es así en el caso presente; el discurso que recorre el texto de
principio a fin, se nutre de tesis de filosofía política que ponen en su
perspectiva más amplia el significado de la administración pública. Guiados por
el autor, descubrimos el potencial de este instrumento para darle concreción a
las políticas públicas, destinadas a satisfacer las diversas y complejas necesidades
de la ciudadanía.
Multitud de experiencias se
condensan en este libro de trescientas treinta y tres páginas, dividido en tres
títulos con sus respectivos capítulos. Esas experiencias son las del
funcionario público, las del político y las del maestro y determinan el contenido
y las propuestas que se presentan a los lectores. En los títulos primero y
segundo se lleva a cabo una acuciosa recapitulación de las doctrinas
filosóficas, los movimientos sociales y la evolución de las instituciones
públicas, para explicar, en su contexto vital, el fenómeno de la administración
pública. El proyecto, demasiado ambicioso, se mantiene fiel a su objetivo
gracias al tacto con que el autor selecciona el material pertinente según lo
van requiriendo los asuntos tratados. Las doctrinas adquieren su sentido como
respuestas a situaciones problemáticas; casos ejemplares son la crisis vivida
en la Atenas del siglo V antes de Cristo o la que atravesó Francia en el siglo
XVIII, las cuales dieron origen, como sabemos, a movimientos intelectuales que
cambiaron completamente la idea del Estado, así como de los derechos y deberes
de los ciudadanos. En cuanto a sus convicciones personales, es evidente la
simpatía del autor –según quedó dicho-, con
las tesis del humanismo político. Su apuesta es mantener vigentes los ideales
de la razón ilustrada, hoy a punto de naufragar en el escepticismo, recuperando
el compromiso social de la buena política. No ve la administración como una
parcela aislada, con relaciones puramente funcionales y extrínsecas con el Estado y la sociedad. La
administración desborda los estrechos límites de la eficiencia y la eficacia; ni
aún la demanda de transparencia y rendición de cuentas son suficientes, -nos
explica- si los funcionarios de los tres niveles de gobierno ignoran cuáles son
los propósitos y fines de las políticas públicas; si no hacen suyos los valores
de justicia, libertad, igualdad, respeto a los derechos humanos, que distinguen
el credo democrático de otras formas de concebir y ejercer el poder. En tal sentido,
es válida su insistencia en las dimensiones individual y social de la ética en
su carácter de filosofía práctica. La primera, ha de forjar los hábitos
indispensables para que el hombre haga uso responsable de su autonomía personal.
La segunda, la ética social, ha de crear en el ciudadano los hábitos de
solidaridad y de servicio para participar en las tareas de la vida comunitaria.
Las virtudes republicanas se manifiestan, en el gobernante, en la moderación,
la honradez y la entrega a la tarea que se la ha encomendado. Vive sin excesos,
con austeridad, igual que el buen príncipe de Diderot, quien posee todo a causa
de su alta investidura, pero no puede tener nada para sí. En el ciudadano, la
virtud consiste en la obediencia sin servilismo, en participar aportando su
mejor esfuerzo en la solución de los problemas y en seguir de cerca la actuación
de sus representantes. Nuestro autor ve a gobernantes y ciudadanos, cada cual a
su modo, investidos de dignidad republicana. Coincide con Bernard Crick, en que
“la relación amo-sirviente es recíprocamente corruptora.” Ahora bien, yo creo
que aquí se nos impone una pregunta insoslayable: ¿Cuál es la viabilidad de la
propuesta ética, cuando todas las esperanzas parece que dependieran del uso de
las computadoras y el desarrollo de competencias en los servidores públicos? En
cuanto a las computadoras, nadie duda de su valor instrumental; pero no dejan
de ser un instrumento, y, en lo tocante a las competencias, el vocablo acentúa
la relevancia del saber hacer, quedando en segundo plano el contenido y fines
de lo que se hace. El servidor público competente puede tener la eficiencia y
la eficacia de una maquina, caso de alcanzar los objetivos de la instrucción;
difícilmente podrá interiorizar valores de solidaridad, respeto y espíritu de
servicio hacia los demás. Dicho con brevedad, la propuesta de la ética como
última ratio de la política del Estado y por tanto, de la administración
pública, choca, con la idea dominante de la autonomía de la política que
refleja la crisis de los fundamentos espirituales y morales de la civilización
moderna.
Para
los pragmáticos nada puede hacerse para remediar el estado de cosas en que ha
desembocado el mundo moderno; si acaso, algunos se pronuncian por una ética
“light”, que representaría el mínimo común denominador entre quienes
representan y defienden intereses diferentes, para ponerse de acuerdo y
alcanzar de este modo la acción común. En la práctica, la receta ha resultado insuficiente,
porque sin un compromiso hondamente vivido, los hombres propenden a
identificarse más con Calicles que con Sócrates; es decir, la razón asiste a
quien tiene la fuerza de su lado, no al que busca la justicia. Por su parte, nuestro
autor insiste en el retorno a las virtudes republicanas, propuesta que sólo
puede tener éxito si se da impulso a la ética civil, a través de la renovación
de nuestra cultura política.
Será
esta una tarea intrincada y laboriosa, encaminada a establecer un orden
axiológico que toque las fibras más sensibles de la conciencia de los
ciudadanos. Por ahora vemos a éstos más dispuestos a exigir derechos que a
cumplir obligaciones, lo cual se explica por el debilitamiento de la conciencia
moral, concomitante al proceso histórico que hizo del hombre moderno el
individuo egoísta requerido por el liberalismo económico. Harold Laski ha visto
el enorme precio pagado con la pérdida de la solidaridad al ponerse fin, cosa
por demás necesaria, a las trabas feudales que impedían el desarrollo de las
fuerzas productivas. Ahora el reto es utilizar el potencial de la política para
perfeccionar el Estado Social de Derecho, recuperar con el ejercicio de una
política democrática, el derecho de todos a construir el futuro. El bien común
se nos presenta así como resultado del ejercicio más pleno posible de los
derechos cívicos y políticos, y la construcción de una sociedad igualitaria
donde sea factible la solidaridad. En efecto, la solidaridad no puede darse
entre desiguales y, por tanto, tampoco pueden alcanzarse los objetivos sociales
que requiere la coincidencia de voluntades. La política entendida y practicada
de esta manera no hace desaparecer las tensiones sociales, pero las encauza
mediante la negociación y el acuerdo. El secreto consiste en ceder lo necesario
para alcanzar las coincidencias que hacen posible el mayor bien para todos. Como
resultado, la política garantiza la estabilidad y la gobernabilidad, cosas
ambas de suma importancia como lo señala el licenciado Aristeo Rivas. Hemos de
ponernos a salvo, por lo demás, de los desengaños que acompañan al reformismo, si
esperamos demasiado, olvidando que los resultados de las reformas siempre son
parciales. Tal como veo el asunto, la política reivindica la parte de verdad
que asiste al espíritu de innovación y al realismo que pone frente a nosotros
la fragilidad humana con sus dudas y sus miserias. Ella nos pide realizar en
cada momento el mejor esfuerzo para alcanzar lo posible, sin sacrificarlo por
pretender lo imposible. Encontramos aquí la diferencia entre la política
democrática que se va consolidando por logros sucesivos y la salvación
mesiánica que se supone ocurrirá por un acto único, definitivo, ahistórico.
En
cuanto a nuestro autor, al enfatizar las cualidades deseables de la
administración pública, señala la conveniencia de combatir la corrupción, la
ineficiencia y la ineficacia, los trámites laberínticos. Se muestra confiado en
la renovación de la vida pública; su modelo más cercano de gobernante es Don Adolfo
Ruiz Cortinez, quien, durante su mandato como gobernador de Veracruz, creó las
Juntas de Mejoramiento Moral, Cívico y Material, a fin de coordinar los
esfuerzos del gobierno y las comunidades para promover el desarrollo,
favoreciendo la participación ciudadana. El nombre mismo de las Juntas subraya
la precedencia de los valores cívicos y éticos sobre los aspectos estrictamente
materiales, tal como en su momento lo observó con sagacidad el escritor Agustín
Yáñez. Es el viejo tema de la misión del gobernante; sobre él comenta Werner Jaeger:
“pues si alguien desea realmente servir al Estado, no deberá empezar
construyendo nuevos muelles y barcos y arsenales, sino que deberá, en el sentido
de Sócrates, mejorar a los ciudadanos”.
Me
he extendido, abusando de su paciencia, en la cuestión política. Me referiré
enseguida, brevemente, a la forma de la exposición, cuyos meritos no deseo
pasar por alto, porque ellos garantizan una lectura provechosa del libro, sea
ésta de corrido o consultándolo conforme lo requieran las necesidades del
lector. Aristeo Rivas procede, de acuerdo a la costumbre de un buen maestro, a
exponer con la mayor claridad posible los temas, sin perderse en minucias. Por
ejemplo, hace notar el contraste del liberalismo del siglo diecinueve que inspira
la Constitución de 1857, con la doctrina de la Revolución, marcada por fuertes
inquietudes sociales que encarnan en los nuevos derechos de obreros y
campesinos. Otro ejemplo, en el que se reconoce al docente a quien interesa dar
información útil, lo tenemos en el capítulo IV del título III, dedicado a los
gobernadores del estado, desde el general Guadalupe Victoria, quien se
desempeñó como gobernador militar del mes de enero de 1823 al mes de abril de
1824, hasta el doctor Javier Duarte de Ochoa. Los lectores podrán descubrir,
por si mismos, otros aciertos semejantes a los señalados.
No me resta más que concluir
invitándolos a la lectura de la obra, que viene a enriquecer la bibliografía
sobre la administración pública.
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