lunes, 8 de abril de 2013

La Administración Pública en la óptica de la política democrática




Marcelo Ramírez Ramírez

            Acepté gustoso compartir esta mesa de presentación de la obra Política y Administración Pública en México y Veracruz, por dos razones muy importantes. La primera, es la amistad que he mantenido con el autor desde los lejanos días en que me iniciara en la cátedra en esta escuela preparatoria que hoy nos alberga, y en la cual el licenciado Aristeo Rivas Andrade se desempeñó como docente y Subdirector Secretario de la institución, colaborando muy de cerca con su ilustre director Don Librado Basilio. A éste sucedió en la dirección, manteniendo en alto el prestigio de la escuela. Entregarnos aquí su libro, ha de representar algo muy especial para él.

Además de su carácter público, por cuanto está orientado hacia un orden de realidades visibles, el pensamiento del licenciado Aristeo Rivas nos revela al autor en su intima personalidad, como un hombre con un fuerte compromiso con la sociedad. Puesto a elegir entre Aristóteles y Maquiavelo, como cabezas conspicuas de los dos grandes paradigmas teóricos, el de la política subordinada a la ética y el de la política como techné, como pensamiento que se justifica por su éxito en la conquista y conservación del poder, nuestro autor toma partido decididamente por el primero. Desoye o, dicho con mayor precisión, rechaza el prudente consejo del florentino de tratar a los hombres como son y no como quisiéramos que fueran. En cambio, defiende la virtud republicana con argumentos y con cierta emoción que se percibe a pesar del estilo directo con que aborda los asuntos. La segunda razón es el interés que despertó en mí la obra, la cual tuve oportunidad de conocer gracias a la cortesía del autor, antes de su impresión definitiva. Por sí misma, la administración pública evoca en el ciudadano sentimientos ambiguos; la considera indispensable, pero los trámites burocráticos le ocasionan a menudo molestias y frustración. Administración pública puesta como título de un libro, nos advierte de una lectura árida o, en el mejor de los casos, una invitación dirigida exclusivamente a los expertos en la materia. Sin embargo, no es así en el caso presente; el discurso que recorre el texto de principio a fin, se nutre de tesis de filosofía política que ponen en su perspectiva más amplia el significado de la administración pública. Guiados por el autor, descubrimos el potencial de este instrumento para darle concreción a las políticas públicas, destinadas a satisfacer las diversas y complejas necesidades de la ciudadanía.

            Multitud de experiencias se condensan en este libro de trescientas treinta y tres páginas, dividido en tres títulos con sus respectivos capítulos. Esas experiencias son las del funcionario público, las del político y las del maestro y determinan el contenido y las propuestas que se presentan a los lectores. En los títulos primero y segundo se lleva a cabo una acuciosa recapitulación de las doctrinas filosóficas, los movimientos sociales y la evolución de las instituciones públicas, para explicar, en su contexto vital, el fenómeno de la administración pública. El proyecto, demasiado ambicioso, se mantiene fiel a su objetivo gracias al tacto con que el autor selecciona el material pertinente según lo van requiriendo los asuntos tratados. Las doctrinas adquieren su sentido como respuestas a situaciones problemáticas; casos ejemplares son la crisis vivida en la Atenas del siglo V antes de Cristo o la que atravesó Francia en el siglo XVIII, las cuales dieron origen, como sabemos, a movimientos intelectuales que cambiaron completamente la idea del Estado, así como de los derechos y deberes de los ciudadanos. En cuanto a sus convicciones personales, es evidente la simpatía del autor  –según quedó dicho-, con las tesis del humanismo político. Su apuesta es mantener vigentes los ideales de la razón ilustrada, hoy a punto de naufragar en el escepticismo, recuperando el compromiso social de la buena política. No ve la administración como una parcela aislada, con relaciones puramente funcionales y extrínsecas con el Estado y la sociedad. La administración desborda los estrechos límites de la eficiencia y la eficacia; ni aún la demanda de transparencia y rendición de cuentas son suficientes, -nos explica- si los funcionarios de los tres niveles de gobierno ignoran cuáles son los propósitos y fines de las políticas públicas; si no hacen suyos los valores de justicia, libertad, igualdad, respeto a los derechos humanos, que distinguen el credo democrático de otras formas de concebir y ejercer el poder. En tal sentido, es válida su insistencia en las dimensiones individual y social de la ética en su carácter de filosofía práctica. La primera, ha de forjar los hábitos indispensables para que el hombre haga uso responsable de su autonomía personal. La segunda, la ética social, ha de crear en el ciudadano los hábitos de solidaridad y de servicio para participar en las tareas de la vida comunitaria. Las virtudes republicanas se manifiestan, en el gobernante, en la moderación, la honradez y la entrega a la tarea que se la ha encomendado. Vive sin excesos, con austeridad, igual que el buen príncipe de Diderot, quien posee todo a causa de su alta investidura, pero no puede tener nada para sí. En el ciudadano, la virtud consiste en la obediencia sin servilismo, en participar aportando su mejor esfuerzo en la solución de los problemas y en seguir de cerca la actuación de sus representantes. Nuestro autor ve a gobernantes y ciudadanos, cada cual a su modo, investidos de dignidad republicana. Coincide con Bernard Crick, en que “la relación amo-sirviente es recíprocamente corruptora.” Ahora bien, yo creo que aquí se nos impone una pregunta insoslayable: ¿Cuál es la viabilidad de la propuesta ética, cuando todas las esperanzas parece que dependieran del uso de las computadoras y el desarrollo de competencias en los servidores públicos? En cuanto a las computadoras, nadie duda de su valor instrumental; pero no dejan de ser un instrumento, y, en lo tocante a las competencias, el vocablo acentúa la relevancia del saber hacer, quedando en segundo plano el contenido y fines de lo que se hace. El servidor público competente puede tener la eficiencia y la eficacia de una maquina, caso de alcanzar los objetivos de la instrucción; difícilmente podrá interiorizar valores de solidaridad, respeto y espíritu de servicio hacia los demás. Dicho con brevedad, la propuesta de la ética como última ratio de la política del Estado y por tanto, de la administración pública, choca, con la idea dominante de la autonomía de la política que refleja la crisis de los fundamentos espirituales y morales de la civilización moderna.

Para los pragmáticos nada puede hacerse para remediar el estado de cosas en que ha desembocado el mundo moderno; si acaso, algunos se pronuncian por una ética “light”, que representaría el mínimo común denominador entre quienes representan y defienden intereses diferentes, para ponerse de acuerdo y alcanzar de este modo la acción común. En la práctica, la receta ha resultado insuficiente, porque sin un compromiso hondamente vivido, los hombres propenden a identificarse más con Calicles que con Sócrates; es decir, la razón asiste a quien tiene la fuerza de su lado, no al que busca la justicia. Por su parte, nuestro autor insiste en el retorno a las virtudes republicanas, propuesta que sólo puede tener éxito si se da impulso a la ética civil, a través de la renovación de nuestra cultura política.

Será esta una tarea intrincada y laboriosa, encaminada a establecer un orden axiológico que toque las fibras más sensibles de la conciencia de los ciudadanos. Por ahora vemos a éstos más dispuestos a exigir derechos que a cumplir obligaciones, lo cual se explica por el debilitamiento de la conciencia moral, concomitante al proceso histórico que hizo del hombre moderno el individuo egoísta requerido por el liberalismo económico. Harold Laski ha visto el enorme precio pagado con la pérdida de la solidaridad al ponerse fin, cosa por demás necesaria, a las trabas feudales que impedían el desarrollo de las fuerzas productivas. Ahora el reto es utilizar el potencial de la política para perfeccionar el Estado Social de Derecho, recuperar con el ejercicio de una política democrática, el derecho de todos a construir el futuro. El bien común se nos presenta así como resultado del ejercicio más pleno posible de los derechos cívicos y políticos, y la construcción de una sociedad igualitaria donde sea factible la solidaridad. En efecto, la solidaridad no puede darse entre desiguales y, por tanto, tampoco pueden alcanzarse los objetivos sociales que requiere la coincidencia de voluntades. La política entendida y practicada de esta manera no hace desaparecer las tensiones sociales, pero las encauza mediante la negociación y el acuerdo. El secreto consiste en ceder lo necesario para alcanzar las coincidencias que hacen posible el mayor bien para todos. Como resultado, la política garantiza la estabilidad y la gobernabilidad, cosas ambas de suma importancia como lo señala el licenciado Aristeo Rivas. Hemos de ponernos a salvo, por lo demás, de los desengaños que acompañan al reformismo, si esperamos demasiado, olvidando que los resultados de las reformas siempre son parciales. Tal como veo el asunto, la política reivindica la parte de verdad que asiste al espíritu de innovación y al realismo que pone frente a nosotros la fragilidad humana con sus dudas y sus miserias. Ella nos pide realizar en cada momento el mejor esfuerzo para alcanzar lo posible, sin sacrificarlo por pretender lo imposible. Encontramos aquí la diferencia entre la política democrática que se va consolidando por logros sucesivos y la salvación mesiánica que se supone ocurrirá por un acto único, definitivo, ahistórico.

En cuanto a nuestro autor, al enfatizar las cualidades deseables de la administración pública, señala la conveniencia de combatir la corrupción, la ineficiencia y la ineficacia, los trámites laberínticos. Se muestra confiado en la renovación de la vida pública; su modelo más cercano de gobernante es Don Adolfo Ruiz Cortinez, quien, durante su mandato como gobernador de Veracruz, creó las Juntas de Mejoramiento Moral, Cívico y Material, a fin de coordinar los esfuerzos del gobierno y las comunidades para promover el desarrollo, favoreciendo la participación ciudadana. El nombre mismo de las Juntas subraya la precedencia de los valores cívicos y éticos sobre los aspectos estrictamente materiales, tal como en su momento lo observó con sagacidad el escritor Agustín Yáñez. Es el viejo tema de la misión del gobernante; sobre él comenta Werner Jaeger: “pues si alguien desea realmente servir al Estado, no deberá empezar construyendo nuevos muelles y barcos y arsenales, sino que deberá, en el sentido de Sócrates, mejorar a los ciudadanos”.
           
Me he extendido, abusando de su paciencia, en la cuestión política. Me referiré enseguida, brevemente, a la forma de la exposición, cuyos meritos no deseo pasar por alto, porque ellos garantizan una lectura provechosa del libro, sea ésta de corrido o consultándolo conforme lo requieran las necesidades del lector. Aristeo Rivas procede, de acuerdo a la costumbre de un buen maestro, a exponer con la mayor claridad posible los temas, sin perderse en minucias. Por ejemplo, hace notar el contraste del liberalismo del siglo diecinueve que inspira la Constitución de 1857, con la doctrina de la Revolución, marcada por fuertes inquietudes sociales que encarnan en los nuevos derechos de obreros y campesinos. Otro ejemplo, en el que se reconoce al docente a quien interesa dar información útil, lo tenemos en el capítulo IV del título III, dedicado a los gobernadores del estado, desde el general Guadalupe Victoria, quien se desempeñó como gobernador militar del mes de enero de 1823 al mes de abril de 1824, hasta el doctor Javier Duarte de Ochoa. Los lectores podrán descubrir, por si mismos, otros aciertos semejantes a los señalados.

            No me resta más que concluir invitándolos a la lectura de la obra, que viene a enriquecer la bibliografía sobre la administración pública.



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