lunes, 8 de abril de 2013

Una dinámica social



Samuel Nepomuceno Limón

La educación proporciona a los individuos modelos de comportamiento, a los que muchas veces ajustamos, en cada circunstancia, nuestra manera de responder ante los distintos estímulos del ambiente. Hay una importante participación de la voluntad en ello, que deriva en la elección o renuncia, en la aceptación o el rechazo. Frente a determinada situación siempre habrá un abanico de posibilidades de respuesta, y para la gente que se considera educada siempre habrá, también, un modo más civilizado de actuar y de pensar.
   Cuando no se dispone de modelos comportamentales, la manera de responder a los estímulos sociales es irregular, a veces conducida por los vaivenes de la emoción, el estado físico del cuerpo o el grado de tensión acumulada. En estos casos se encuentran ausentes los principios que podrían gobernar la actuación. No existen las reglas de conducción ética, y las que se manifiestan son, por lo general, resultados de impulsos o nacidas de experiencias directas o absorbidas a través de la cultura.
   Para la convivencia pacífica es necesaria la autosujeción a reglas. Reglas socialmente valoradas como positivas y dignas de obediencia colectiva. Lo contrario induce a la descomposición del tejido deseable como sustento de la supervivencia en paz y armonía.
   Las condiciones actuales de vida son distintas de las del siglo pasado y más todavía del anterior a él. Eso parece inevitable. La gente ya no es la misma porque los tiempos y las transformaciones en la sociedad la han hecho distinta.
   Hay comportamientos en la actualidad que escandalizarían a la gente de la primera mitad del siglo pasado. Basta con ver los titulares de las ahora secciones de la nota roja. Sin abrir siquiera sus páginas saltan a la vista enunciados que evidencian lo que en el pasado podría ser calificado de decadencia de la especie humana. Y la vida cotidiana nos ofrece ejemplos de reacciones y respuestas que serían increíbles en aquellas épocas mencionadas. La joven madre que, exasperada, grita constantemente a su bebé ¡Ya cállate! La hermana que responde Sírvetelo tú mismo; yo no soy tu sirvienta. Los llamados eufemísticamente “abusos” sexuales. Madres golpeadas o asesinadas por algún hijo. Niños lastimados o muertos a manos de sus padres. Y para qué seguir.
   Si se mantienen algunos comportamientos valiosos como la lealtad, la amabilidad, la solidaridad, entre otros, es porque han sido aprendidos en alguna situación en que se estuvo anteriormente en contacto con ellos y los sujetos se han decantado por secundarlos. Sin tal oportunidad, sería difícil esperar que las adhesiones ocurran espontáneamente. Aunque hay que reconocer que, algunas ocasiones, la información pudiera derivar en formas comportamentales. Alguna vez se habló de una naturaleza humana positiva. Eran los tiempos de Juan Jacobo Rousseau. Ahora podría decirse que el denominado alguna vez instinto materno no existe. Si existiera no habría conductas delictivas protagonizadas por ciertas madres.
   Algún estudio mostró que las mujeres observadas, en situación de crisis, decidían que su padre era el más merecedor de sus atenciones. Por ejemplo, en la presencia de cuadros patológicos o de urgencia. Seguía en la preferencia el esposo, después, ya no recuerdo en qué orden, los hijos, etcétera. Ella misma, la cuidadora, tenía autorreservado el último sitio. Primero los demás. Al final, ella. Esto fue tomado como una prueba de la abnegación femenina. A la luz de lo que se sabe, creemos que tal abnegación debió de ser aprendida. Tuvo que haber escenarios en que el papel de abnegada fue destinado a la mujer, y en tal tesitura se dio su formación. Tuvo, muy probablemente, que ser en situación de desventaja frente a sus hermanos. Es decir, podríase pensar que la abnegación sería producto de un ambiente culturalmente machista o de imposición. Habrá sido una educación que, dada su ubicuidad ambiental, prácticamente sería absorbida. Con la movilidad social que está en marcha desde hace varias décadas, los comportamientos de abnegación aprendidos así van a cambiar. Poco a poco, quizá, pero van a desaparecer. La igualdad de oportunidades entre sexos es incompatible con la abnegación culturalmente inducida.
   A mediados del siglo pasado, el diario Excélsior realizaba anualmente un concurso nacional para seleccionar la madre que tenía mayor cantidad de hijos y nietos. La fotografía, que hoy llamaríamos panorámica, de la familia ganadora aparecía el día 10 de mayo en la primera plana. Era la época en que tener más de diez hijos se consideraba digno de admiración y reconocimiento. Aquellas eran familias muy numerosas, y la señora madre se perdía entre todos sus descendientes, sentada al centro de ellos. Algunas de aquellas mujeres cursaban ya la tercera edad, con el pelo blanco y la piel surcada de arrugas. Varias de ellas eran mujeres del campo, donde las tareas son rudas y se desempeñan bajo los rayos solares. La luz directa del sol, ya se sabe, arruga y reseca la piel, como se observa en las mujeres campesinas (el varón usa gorra o sombrero), y antiguamente en los viejos marineros. A más del encanecimiento y las arrugas, el cuerpo femenino estaba cansado. Imagínese usted. ¿Cuánto tiempo lleva criar un hijo? Y como resultado de la cultura imperante, en que la naturaleza hacía su parte, la madre aún no se independizaba de su primer descendiente cuando ya venía en camino el segundo. A los pocos años, las hermanas mayores se hacían cargo de las niñas y niños más pequeños, mientras la madre estaba nuevamente de crianza. De este modo, varias de estas niñas hacían el papel de madres sustitutas, lo que las acercaba al conocimiento de los deberes de las madres, muy útiles cuando ellas a su vez, llegaban a formar una nueva familia. Cuando la madre dejaba de dar a luz por razones de edad ya estaba cargada de hijos de diversas edades. ¿Cuántos años tendría entonces? Por otra parte, ya era tiempo de que empezaran a aparecer los nietos. A la larga, ¿de cuántos años había dispuesto esa mujer para ella misma? Prácticamente toda la vida la pasaba haciéndose cargo de los demás.
   En el los tiempos actuales, debido a varios factores, las cosas son de otro modo. Principalmente en el medio urbano la mujer se da tiempo para ella misma. Ya está desapareciendo el matrimonio como el destino de toda jovencita. Gracias a las oportunidades para asistir a la escuela, el horizonte femenino se ha hecho más amplio. En la vieja época se cantaba a la viejecita santa, la adorada madrecita, la mujer que había vivido para su esposo y sus hijos. Eran los tiempos del Brindis del Bohemio, de Guillermo Aguirre Fierro; de Cariño Verdad, cantada por Juan Legido y los Churumbeles de España; del Nocturno a Rosario, de Manuel Acuña. Versos plenos de reconocimiento por el hijo agradecido que fue objeto y la razón de ser del cariño de una anciana que no tuvo más tiempo que para los demás. Hoy las madres son distintas. Más dueñas de sí mismas, mejor planificadoras de su propia existencia, más exigentes de sus derechos.
   La movilidad social no se observa sólo en las oportunidades de desarrollo para la mujer. En muchos rubros se halla su creciente independencia. Y eso es bueno. El asunto es que, en un mundo que siempre ha sido machista, la resistencia al cambio es enorme. Ellas luchan por conquistar espacios. No se trata de esperar que les sean concedidos, pues eso sería una concesión al sojuzgamiento. Y en su lucha lo están logrando. Lo han logrado en las oportunidades de estudio, y el terreno más difícil parece ser no tanto la vida pública como la privada. Aunque el territorio del hogar sigue siendo, en muchos casos, femenino, falta por llevar a los hechos una distribución de las tareas hogareñas. Éstas, a veces, se resuelven con la intervención de una tercera persona, empleada expresamente para ellas. Aunque algunos piensan que las cosas terminan por descansar en los hombros femeninos, al menos el trabajo, en estos casos, es remunerado, y si se le ve desde la óptica de la oportunidad de empleo, parecería aceptable a la luz de la lucha por las libertades. En fin, las dinámicas sociales se dan por sí mismas. Tienen su propia evolución, con una lógica que sólo es visible a través de largos periodos de tiempo.
   En el terreno de lo político se deja ver el despertar de la mujer, aunque no han obtenido el lugar que les corresponde. Han de esperar todavía que los lugares les sean concedidos. Tienen que esperar que se los den. Aún no son reconocidos los que por derecho debieran corresponderles. Y eso sigue siendo una forma de sujeción.
   En el terreno hogareño hay quien piensa que la tasa de divorcios ha crecido a causa de una cierta incapacidad de los implicados para adaptarse a las condiciones de la vida moderna. Cuando uno mandaba y el otro obedecía parecía no haber problemas. Te callas y se acabó. Ahora no es lo mismo. Si tú traes para el gasto también yo lo hago. ¿Qué argumentos, fuera de ser encargado del gasto, podría enarbolarse para decidir de qué lado está la voz de mando? Las circunstancias requieren de acuerdos previos, de algunas inevitables renuncias, de aceptación de nuevas obligaciones. Y pareciera que, para eso, la gente no fue preparada. Los modelos paternos correspondían a otra forma de cultura. Las circunstancias actuales son distintas, y requieren de diferentes formas de actuación. Y ahí se da la improvisación, la recurrencia a experiencias anteriores directas o indirectas, a pruebas de ensayo y error, al juego de los afectos, a las formas de educación con que cada uno llega al matrimonio.
   Alguna vez escuché decir a un anciano ¿Pero a dónde vamos a llegar?, sorprendido al no hallar la lógica de algún acontecimiento. Diríamos hoy que no se llega a parte alguna. Siempre se está en movimiento, aunque por momentos parezca que las cosas se estacionan. Es una dinámica social, que se encuentra en marcha desde que el hombre es humano. Se trata de una constante trasformación. Y, sí, hay que aceptarlo: lo que ayer parecía valioso hoy está dejando de serlo. Es decir, está siendo abandonado por nuevas formas de respuesta aparentemente más libres para sus actores, pero que están causando daños o dolor en el derecho de los demás. El papel disuasivo que se atribuyó a las leyes parece inoperante para un sector de la humanidad. El viejo temor a la cárcel no inhibe ahora los comportamientos antisociales. Muchos padres no saben cómo actuar frente a la creciente libertad que exigen sus hijos, y prefieren dejarlos aparentemente libres, cuando en realidad son abandonados a sus propias decisiones. El viejo temor a los castigos ha perdido terreno.
   Entre las distintas esperanzas que podrían vislumbrarse, una luz corresponde a la educación, la preservación del modelo, de los principios éticos, las conductas religiosas, los afectos. En pocas palabras, la convivencia pacífica y armoniosa, que pudiera replicarse a sí misma a través de las generaciones que la construyen y disfrutan.
   Dejar todo al azar pudiera llegar a ser catastrófico, desembocando en un mundo salvaje, sin ley ni principios. Y eso, francamente, aunque fuera de manera temporal, creo que nadie lo desea, si llega a reflexionarse en ello.
   Desde la posición en la sociedad que cada quien ocupa algo se puede hacer en pro de la conservación y cultivo de las formas civilizadas. Toca a cada quien decidir en qué va a participar.
   Para finalizar, una duda nos asalta:
   ¿Ante el incremento de lo que parece un hecho: la disminución del reconocimiento por parte de la sociedad, en lo general, y por parte de la mujer, en lo particular, a la superioridad del varón, quien en muchos casos ya no sigue siendo el rey, será que éste, al sentirse abandonado, es decir, débil, utilice la violencia intrafamiliar o de otra clase como una estrategia para tratar de recuperar su antiguo sitio a la fuerza?

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