Samuel Nepomuceno Limón
La educación proporciona a los individuos modelos de
comportamiento, a los que muchas veces ajustamos, en cada circunstancia,
nuestra manera de responder ante los distintos estímulos del ambiente. Hay una
importante participación de la voluntad en ello, que deriva en la elección o
renuncia, en la aceptación o el rechazo. Frente a determinada situación siempre
habrá un abanico de posibilidades de respuesta, y para la gente que se
considera educada siempre habrá, también, un modo más civilizado de actuar y de
pensar.
Cuando no
se dispone de modelos comportamentales, la manera de responder a los estímulos
sociales es irregular, a veces conducida por los vaivenes de la emoción, el
estado físico del cuerpo o el grado de tensión acumulada. En estos casos se
encuentran ausentes los principios que podrían gobernar la actuación. No
existen las reglas de conducción ética, y las que se manifiestan son, por lo
general, resultados de impulsos o nacidas de experiencias directas o absorbidas
a través de la cultura.
Para la
convivencia pacífica es necesaria la autosujeción a reglas. Reglas socialmente
valoradas como positivas y dignas de obediencia colectiva. Lo contrario induce
a la descomposición del tejido deseable como sustento de la supervivencia en
paz y armonía.
Las
condiciones actuales de vida son distintas de las del siglo pasado y más
todavía del anterior a él. Eso parece inevitable. La gente ya no es la misma
porque los tiempos y las transformaciones en la sociedad la han hecho distinta.
Hay
comportamientos en la actualidad que escandalizarían a la gente de la primera
mitad del siglo pasado. Basta con ver los titulares de las ahora secciones de
la nota roja. Sin abrir siquiera sus páginas saltan a la vista enunciados que
evidencian lo que en el pasado podría ser calificado de decadencia de la
especie humana. Y la vida cotidiana nos ofrece ejemplos de reacciones y
respuestas que serían increíbles en aquellas épocas mencionadas. La joven madre
que, exasperada, grita constantemente a su bebé ¡Ya cállate! La hermana que
responde Sírvetelo tú mismo; yo no soy tu sirvienta. Los llamados
eufemísticamente “abusos” sexuales. Madres golpeadas o asesinadas por algún
hijo. Niños lastimados o muertos a manos de sus padres. Y para qué seguir.
Si se
mantienen algunos comportamientos valiosos como la lealtad, la amabilidad, la
solidaridad, entre otros, es porque han sido aprendidos en alguna situación en
que se estuvo anteriormente en contacto con ellos y los sujetos se han decantado
por secundarlos. Sin tal oportunidad, sería difícil esperar que las adhesiones
ocurran espontáneamente. Aunque hay que reconocer que, algunas ocasiones, la
información pudiera derivar en formas comportamentales. Alguna vez se habló de
una naturaleza humana positiva. Eran los tiempos de Juan Jacobo Rousseau. Ahora
podría decirse que el denominado alguna vez instinto materno no existe. Si
existiera no habría conductas delictivas protagonizadas por ciertas madres.
Algún
estudio mostró que las mujeres observadas, en situación de crisis, decidían que
su padre era el más merecedor de sus atenciones. Por ejemplo, en la presencia
de cuadros patológicos o de urgencia. Seguía en la preferencia el esposo,
después, ya no recuerdo en qué orden, los hijos, etcétera. Ella misma, la
cuidadora, tenía autorreservado el último sitio. Primero los demás. Al final,
ella. Esto fue tomado como una prueba de la abnegación femenina. A la luz de lo
que se sabe, creemos que tal abnegación debió de ser aprendida. Tuvo que haber
escenarios en que el papel de abnegada fue destinado a la mujer, y en tal
tesitura se dio su formación. Tuvo, muy probablemente, que ser en situación de
desventaja frente a sus hermanos. Es decir, podríase pensar que la abnegación
sería producto de un ambiente culturalmente machista o de imposición. Habrá
sido una educación que, dada su ubicuidad ambiental, prácticamente sería
absorbida. Con la movilidad social que está en marcha desde hace varias
décadas, los comportamientos de abnegación aprendidos así van a cambiar. Poco a
poco, quizá, pero van a desaparecer. La igualdad de oportunidades entre sexos
es incompatible con la abnegación culturalmente inducida.
A mediados
del siglo pasado, el diario Excélsior realizaba anualmente un concurso nacional
para seleccionar la madre que tenía mayor cantidad de hijos y nietos. La
fotografía, que hoy llamaríamos panorámica, de la familia ganadora aparecía el
día 10 de mayo en la primera plana. Era la época en que tener más de diez hijos
se consideraba digno de admiración y reconocimiento. Aquellas eran familias muy
numerosas, y la señora madre se perdía entre todos sus descendientes, sentada
al centro de ellos. Algunas de aquellas mujeres cursaban ya la tercera edad,
con el pelo blanco y la piel surcada de arrugas. Varias de ellas eran mujeres
del campo, donde las tareas son rudas y se desempeñan bajo los rayos solares.
La luz directa del sol, ya se sabe, arruga y reseca la piel, como se observa en
las mujeres campesinas (el varón usa gorra o sombrero), y antiguamente en los
viejos marineros. A más del encanecimiento y las arrugas, el cuerpo femenino
estaba cansado. Imagínese usted. ¿Cuánto tiempo lleva criar un hijo? Y como
resultado de la cultura imperante, en que la naturaleza hacía su parte, la
madre aún no se independizaba de su primer descendiente cuando ya venía en
camino el segundo. A los pocos años, las hermanas mayores se hacían cargo de
las niñas y niños más pequeños, mientras la madre estaba nuevamente de crianza.
De este modo, varias de estas niñas hacían el papel de madres sustitutas, lo
que las acercaba al conocimiento de los deberes de las madres, muy útiles
cuando ellas a su vez, llegaban a formar una nueva familia. Cuando la madre
dejaba de dar a luz por razones de edad ya estaba cargada de hijos de diversas
edades. ¿Cuántos años tendría entonces? Por otra parte, ya era tiempo de que
empezaran a aparecer los nietos. A la larga, ¿de cuántos años había dispuesto
esa mujer para ella misma? Prácticamente toda la vida la pasaba haciéndose
cargo de los demás.
En el los
tiempos actuales, debido a varios factores, las cosas son de otro modo.
Principalmente en el medio urbano la mujer se da tiempo para ella misma. Ya
está desapareciendo el matrimonio como el destino de toda jovencita. Gracias a
las oportunidades para asistir a la escuela, el horizonte femenino se ha hecho
más amplio. En la vieja época se cantaba a la viejecita santa, la adorada
madrecita, la mujer que había vivido para su esposo y sus hijos. Eran los
tiempos del Brindis del Bohemio, de Guillermo Aguirre Fierro; de Cariño Verdad,
cantada por Juan Legido y los Churumbeles de España; del Nocturno a Rosario, de
Manuel Acuña. Versos plenos de reconocimiento por el hijo agradecido que fue
objeto y la razón de ser del cariño de una anciana que no tuvo más tiempo que
para los demás. Hoy las madres son distintas. Más dueñas de sí mismas, mejor
planificadoras de su propia existencia, más exigentes de sus derechos.
La
movilidad social no se observa sólo en las oportunidades de desarrollo para la
mujer. En muchos rubros se halla su creciente independencia. Y eso es bueno. El
asunto es que, en un mundo que siempre ha sido machista, la resistencia al
cambio es enorme. Ellas luchan por conquistar espacios. No se trata de esperar
que les sean concedidos, pues eso sería una concesión al sojuzgamiento. Y en su
lucha lo están logrando. Lo han logrado en las oportunidades de estudio, y el
terreno más difícil parece ser no tanto la vida pública como la privada. Aunque
el territorio del hogar sigue siendo, en muchos casos, femenino, falta por
llevar a los hechos una distribución de las tareas hogareñas. Éstas, a veces,
se resuelven con la intervención de una tercera persona, empleada expresamente
para ellas. Aunque algunos piensan que las cosas terminan por descansar en los
hombros femeninos, al menos el trabajo, en estos casos, es remunerado, y si se
le ve desde la óptica de la oportunidad de empleo, parecería aceptable a la luz
de la lucha por las libertades. En fin, las dinámicas sociales se dan por sí
mismas. Tienen su propia evolución, con una lógica que sólo es visible a través
de largos periodos de tiempo.
En el
terreno de lo político se deja ver el despertar de la mujer, aunque no han
obtenido el lugar que les corresponde. Han de esperar todavía que los lugares
les sean concedidos. Tienen que esperar que se los den. Aún no son reconocidos
los que por derecho debieran corresponderles. Y eso sigue siendo una forma de
sujeción.
En el
terreno hogareño hay quien piensa que la tasa de divorcios ha crecido a causa
de una cierta incapacidad de los implicados para adaptarse a las condiciones de
la vida moderna. Cuando uno mandaba y el otro obedecía parecía no haber
problemas. Te callas y se acabó. Ahora no es lo mismo. Si tú traes para el
gasto también yo lo hago. ¿Qué argumentos, fuera de ser encargado del gasto,
podría enarbolarse para decidir de qué lado está la voz de mando? Las
circunstancias requieren de acuerdos previos, de algunas inevitables renuncias,
de aceptación de nuevas obligaciones. Y pareciera que, para eso, la gente no
fue preparada. Los modelos paternos correspondían a otra forma de cultura. Las
circunstancias actuales son distintas, y requieren de diferentes formas de
actuación. Y ahí se da la improvisación, la recurrencia a experiencias
anteriores directas o indirectas, a pruebas de ensayo y error, al juego de los
afectos, a las formas de educación con que cada uno llega al matrimonio.
Alguna vez
escuché decir a un anciano ¿Pero a dónde vamos a llegar?, sorprendido al no
hallar la lógica de algún acontecimiento. Diríamos hoy que no se llega a parte
alguna. Siempre se está en movimiento, aunque por momentos parezca que las
cosas se estacionan. Es una dinámica social, que se encuentra en marcha desde
que el hombre es humano. Se trata de una constante trasformación. Y, sí, hay
que aceptarlo: lo que ayer parecía valioso hoy está dejando de serlo. Es decir,
está siendo abandonado por nuevas formas de respuesta aparentemente más libres
para sus actores, pero que están causando daños o dolor en el derecho de los
demás. El papel disuasivo que se atribuyó a las leyes parece inoperante para un
sector de la humanidad. El viejo temor a la cárcel no inhibe ahora los
comportamientos antisociales. Muchos padres no saben cómo actuar frente a la
creciente libertad que exigen sus hijos, y prefieren dejarlos aparentemente
libres, cuando en realidad son abandonados a sus propias decisiones. El viejo
temor a los castigos ha perdido terreno.
Entre las
distintas esperanzas que podrían vislumbrarse, una luz corresponde a la
educación, la preservación del modelo, de los principios éticos, las conductas
religiosas, los afectos. En pocas palabras, la convivencia pacífica y
armoniosa, que pudiera replicarse a sí misma a través de las generaciones que
la construyen y disfrutan.
Dejar todo
al azar pudiera llegar a ser catastrófico, desembocando en un mundo salvaje,
sin ley ni principios. Y eso, francamente, aunque fuera de manera temporal,
creo que nadie lo desea, si llega a reflexionarse en ello.
Desde la
posición en la sociedad que cada quien ocupa algo se puede hacer en pro de la
conservación y cultivo de las formas civilizadas. Toca a cada quien decidir en
qué va a participar.
Para finalizar, una duda nos asalta:
¿Ante el incremento de lo que parece un
hecho: la disminución del reconocimiento por parte de la sociedad, en lo
general, y por parte de la mujer, en lo particular, a la superioridad del
varón, quien en muchos casos ya no sigue siendo el rey, será que éste, al
sentirse abandonado, es decir, débil, utilice la violencia intrafamiliar o de
otra clase como una estrategia para tratar de recuperar su antiguo sitio a la
fuerza?
No hay comentarios:
Publicar un comentario