David
Nepomuceno Limón
CASTÍGAME
EN LUNA LLENA
Recuerdo
que era muy pequeña cuando murió mi madre. Sentí que a partir de su muerte mi
vida se tornó solitaria y con pensamientos que sólo compartía conmigo. Mi padre
se acostumbró a verme callada, y así fue pasando el tiempo.
Un día llegó mi papá a la casa con una
señora gorda, pues iba a tener un bebé. Lo tuvo en la casa y ya no se fue.
Todas las atenciones de ella eran para su niño. A mí de vez en cuando me
hablaba y yo lo hacía sólo cuando era necesario.
Un día que estábamos comiendo mi padre me
dijo que yo le dijera mamá, pero a mí nunca me gustó decírselo, ya que cuando
estábamos solas, por cualquier motivo ella tenía la intención de pegarme.
Solamente me gritaba porque yo salía corriendo hacia el patio trasero.
Huguito, el hijo de la señora, caminó muy
pronto y trataba de hablar, pero yo no le entendía. Entonces nos acostumbramos
a señalar las cosas que nos interesaban o que queríamos, y así empezamos a
jugar juntos y a caminar por todos lados.
Fue tanto el cariño hacia Huguito que empecé
a verlo como el hermanito que nunca tuve. Así, tratamos de estar siempre
juntos. La señora, al ver que cuidaba al niño en todo momento, me daba un mejor
trato y hasta se sonreía conmigo.
Un fin de semana mi papá y la señora se
fueron a comprar a la ciudad. Nosotros nos quedamos a jugar toda la mañana,
hasta que llegaron con muchas cosas, principalmente para comer.
De una bolsa grande sacaron algo seco,
grueso y salado. Mi papá nos lo enseñó. Dijo que era pescado seco y que se
llamaba robalo. Acerca de una bolsa mediana completamente llena de unos
animalitos secos y como jorobaditos nos dijo que eran camarones. Que todo lo
íbamos a comer, pero en Todos Santos, y para que llegaran los días de los
muertitos faltaba algún tiempo.
Como pudo, mi papá se subió al tapanco de la
casa, donde guarda cosas que no se usan. El pescado y los camarones los guardó
allá arriba en una bolsota blanca.
En los días de la semana me apuraba con mis
tareas en la escuela, lavaba los trastes muy rápido para tener tiempo de jugar
con Huguito.
Yo ya sabía que los sábados mi papá y la
señora iban a vender las cosas del campo para comprar la comida de la semana.
Un sábado se me ocurrió hacer una escalera con trozos de madera y garrochas que
no se usaban y estaban tirados en el patio.
Me subí con cuidado al tapanco y busqué la
bolsa blanca. Corté un trozo de pescado y llené la bolsa de mi bata con
camarones, que no fueron muchos, ya que es chica y apenas cabe mi mano. Bajé
con cuidado, y con la ayuda de mi hermanito sacamos la escalera y la tiramos al
fondo del patio, junto a la zanja, para que no la vieran.
Yo hice un poco de lumbre en el patio con poca leña y brasas que quedaban de cuando
se hacía la comida. Como podía volteaba el pescado y los camarones para que se
asaran bien. Olían muy sabrosos, y con unas cuantas tortillas que encontramos
en la cocina, mi hermanito y yo comimos todo el trozo de pescado y los
camarones.
Cuando llegaron del mercado no sospecharon
nada. Esto lo empezamos a hacer todos los sábados cuando salían de compras. No
sé cuántas veces hicimos lo mismo, pero todo se acabó.
Un domingo nos levantamos temprano porque
teníamos que escombrar y limpiar la casa: nos difuntitos nos venían a visitar.
Ya no nos acordábamos del pescado ni de los camarones hasta que dijo mi papá
que subiera al tapanco para bajarlos.
Al poco rato subió mi padre. Cuando me llamó
con toda la fuerza que daban sus pulmones yo iba a medio patio corriendo. Fue
tanta la desesperación de bajarse rápido que cayó al suelo sobre su costado
derecho. Hasta el fondo del patio se escuchaban sus gritos amenazándome de la
golpiza que me esperaba.
No sé qué tiempo estuve sentada entre los
árboles que estaban cerca de la zanja. Sólo sentí la mano de la señora que
tomaba fuertemente mi brazo y de un brinco me levantó, llevándome de prisa
hacia la casa, donde se oía el llanto de Huguito.
Me acordé de mi mamá para que me ayudara.
También pensé en lo que dijo la maestra, que los huesos de nosotros son más
resistentes en luna llena. Mi plegaria era que ojalá hubiera luna llena.
Un día se iniciaron las clases. Se acabaron
las fiestas de los difuntos, pero no podía ir porque todavía estaba adolorida y
caminaba muy despacio por la golpiza que me dio la señora.
En los días de la fiesta habíamos comido
como siempre y sólo hubo velitas en el altar. Mi papá caminaba con muleta ya
que se había dislocado la pierna, pero veía que caminaba bien. Pienso que la
luna llena también lo ayudó.
Recordando todo lo pasado, siendo que valió
la pena la golpiza. Fue a cambio de todos los sábados que comimos el pescado y
los camarones que con tanta anticipación había guardado mi papá.
Ahora que voy a la secundaria todavía
recuerdo los sábados de pescado y camarones, y me sonrío. Dos lunas llenas
hubieran bastado para que no le pasara nada a mi papá cuando cayó del tapanco.
A varios años de distancia pienso cómo tuve
la iniciativa de una oportunidad única y la aproveché. Fue una experiencia rica
en emociones, con un resultado doloroso, pero valió la pena.
PARA
QUE TE ACUERDES
Al
fondo de un patio de vecindad vivía Ernestina, madre de un niño de ocho años.
Su mayor preocupación era dar lo necesario a Lalo, su hijo, para que estudiara
la primaria como toda criatura de su edad.
Los brazos habían empezado a dolerle.
Pensaba que era por tanto lavar ropa ajena. Había días en que no podía hacer su
trabajo. Lalo, al ver que su madre se quejaba de la molestia, empezó a hacer
pequeños mandados a las familias del patio. Así ayudaba, y a la vez le permitió
ahorrar unos pesos. A unos meses de distancia ya tenía dinero para comprar los
materiales para lustrar zapatos en el parque o donde fuera. Con muchas
advertencias de su madre ese sábado al mediodía el niño estaba listo para
iniciar su pequeño negocio. Al llegar al parque, un joven que ya trabajaba de
bolero le aconsejó que fuera a los bares, pues ahí sí había trabajo. Así lo
hizo, y entró al primero que encontró.
Con un poco de vergüenza iba ofreciendo sus
servicios hasta que un hombre lo llamó para que limpiara su calzado. Con
alegría empezó a hacer lo que sería la rutina que le habían explicado donde
compró sus útiles de trabajo. El niño volteaba contento hacia todos lados como
para que la gente lo viera y también le pidieran que lustrara sus zapatos,
mientras que el hombre que lo había contratado seguía su plática con voz fuerte
y risas escandalosas con sus compañeros de mesa.
Después de un rato el niño sonriente dijo
que había terminado su labor. El hombre, un poco más alcoholizado que antes,
revisó sus zapatos y exclamó molesto que le había manchado los calcetines, y
sin más le dio una bofetada. Le gritó que le había pegado para que se acordara
de que a don Ernesto de la Huerta nadie le hacía cochinadas.
Adolorido y llorando el niño recogió sus
cosas del suelo, las metió en su caja de madera y salió de inmediato sin haber
obtenido ni un centavo.
Ya no quiso continuar con ese trabajo y
prefirió seguir haciendo mandados a los vecinos del patio, sacar la basura,
barrer banquetas y rociar agua a las macetas de las plantas.
Los años siguieron su curso.
Ernestina, la madre, había fallecido con
dolores en sus articulaciones, pero su deceso se debió a una tuberculosis que
le fue detectada en etapa avanzada.
El antiguo Lalo, ahora Eduardo, con su
carácter alegre y un poco de suerte, había trabajado constantemente en un
taller mecánico. Después de diez años de labores, tenía la intención de comprar
el taller en vista de que su patrón ya no podía seguir trabajando por su edad
avanzada. El hombre aceptó que le diera un enganche y una cantidad mensual
hasta liquidar la deuda por completo.
Eduardo veía diferente ese fin de semana,
como un mundo lleno de oportunidades. Había cerrado el contrato de compra-venta
con su patrón y en pocos días sería dueño del taller donde aprendió el oficio
que lo hizo prosperar fortaleciendo los valores de comprensión y compañerismo
con clientes y amigos. A sus veinticinco años todavía estaba soltero, pero
tenía la idea de formalizar una relación con la joven hija de los dueños de la
tienda de la esquina, que por cierto no lo veían con malos ojos.
Con esas ideas, el joven tuvo la intención
de visitar la colonia donde nació y pasó sus primeros años, que le
proporcionaban gratos recuerdos. Después de un pequeño viaje llegó al pequeño
parque de la colonia. Todo era diferente. La modernización había cambiado el
panorama urbano. El patio de vecindad donde creció estaba deshabitado y casi en
ruinas. La entrada seguía teniendo el mismo color rosado. El letrero que había
en la pared informaba que se vendía esa propiedad. Las letras casi no veían por
la cantidad de trazos y letras deformes que tenía encima, cubriendo la pared.
Su transitar estaba lleno de recuerdos
cuando, al doblar la esquina, vio el bar donde tuvo la intención de trabajar
limpiando zapatos. La construcción era la misma, pero ahora lucía recién
pintada haciendo alusión a una marca de cerveza.
Por curiosidad entró. En el interior había
más luz que antes y ahora las mesas y sillas eran de plástico. Su sorpresa fue
mayúscula, pues sentado a una de las mesas, casi al fondo, estaba don Ernesto
de la Huerta, viejo, con movimientos lentos. Platicaba con hombres de su misma
edad.
Eduardo no lo pensó dos veces. A grandes
pasos llegó a la mesa, y tomando a don Ernesto de la camisa lo levantó
bruscamente sin darle tiempo a reaccionar. El puñetazo se lo dio de frente, en
la barbilla, y lo hizo caer entre mesas y sillas. La gente, sorprendida, veía la
escena en silencio.
El joven, en posición amenazadora, preguntó,
a gritos qué sintió al recibir el golpe. Que así se había sentido él cuando era
niño y no podía defenderse. Ahora ya era un hombre y sabía hacerlo. Varias
veces gritó a don Ernesto que se levantara y se defendiera.
El otro, adolorido y callado, permanecía
sentado el piso recordando el suceso de hacía varios años. Sin decir palabra, y
continuando en esa posición, el hombre concedía la razón al joven que le
acababa de golpear.
Todos los presentes seguían callados e
inmóviles. Eduardo comentó que si alguien no estaba de acuerdo con lo que vio y
escuchó, ahí estaba él para defender al niño que fue el hacía varios años.
Se dirigió a la puerta del bar con pasos
lentos y se alejó caminando hacia el parque, para abordar el camión que lo
llevaría cerca de donde vivía.
Sin haberse hecho el propósito de vengar la
ofensa de que fue víctima en su infancia, Eduardo se sentía mejor, y sin
remordimientos se alejaba del barrio que le traía muchos recuerdos.
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