miércoles, 16 de enero de 2013

Dos cuentos para relajarse



David Nepomuceno Limón

CASTÍGAME EN LUNA LLENA

Recuerdo que era muy pequeña cuando murió mi madre. Sentí que a partir de su muerte mi vida se tornó solitaria y con pensamientos que sólo compartía conmigo. Mi padre se acostumbró a verme callada, y así fue pasando el tiempo.
   Un día llegó mi papá a la casa con una señora gorda, pues iba a tener un bebé. Lo tuvo en la casa y ya no se fue. Todas las atenciones de ella eran para su niño. A mí de vez en cuando me hablaba y yo lo hacía sólo cuando era necesario.
   Un día que estábamos comiendo mi padre me dijo que yo le dijera mamá, pero a mí nunca me gustó decírselo, ya que cuando estábamos solas, por cualquier motivo ella tenía la intención de pegarme. Solamente me gritaba porque yo salía corriendo hacia el patio trasero.
   Huguito, el hijo de la señora, caminó muy pronto y trataba de hablar, pero yo no le entendía. Entonces nos acostumbramos a señalar las cosas que nos interesaban o que queríamos, y así empezamos a jugar juntos y a caminar por todos lados.
   Fue tanto el cariño hacia Huguito que empecé a verlo como el hermanito que nunca tuve. Así, tratamos de estar siempre juntos. La señora, al ver que cuidaba al niño en todo momento, me daba un mejor trato y hasta se sonreía conmigo.
   Un fin de semana mi papá y la señora se fueron a comprar a la ciudad. Nosotros nos quedamos a jugar toda la mañana, hasta que llegaron con muchas cosas, principalmente para comer.
   De una bolsa grande sacaron algo seco, grueso y salado. Mi papá nos lo enseñó. Dijo que era pescado seco y que se llamaba robalo. Acerca de una bolsa mediana completamente llena de unos animalitos secos y como jorobaditos nos dijo que eran camarones. Que todo lo íbamos a comer, pero en Todos Santos, y para que llegaran los días de los muertitos faltaba algún tiempo.
   Como pudo, mi papá se subió al tapanco de la casa, donde guarda cosas que no se usan. El pescado y los camarones los guardó allá arriba en una bolsota blanca.
   En los días de la semana me apuraba con mis tareas en la escuela, lavaba los trastes muy rápido para tener tiempo de jugar con Huguito.
   Yo ya sabía que los sábados mi papá y la señora iban a vender las cosas del campo para comprar la comida de la semana. Un sábado se me ocurrió hacer una escalera con trozos de madera y garrochas que no se usaban y estaban tirados en el patio.
   Me subí con cuidado al tapanco y busqué la bolsa blanca. Corté un trozo de pescado y llené la bolsa de mi bata con camarones, que no fueron muchos, ya que es chica y apenas cabe mi mano. Bajé con cuidado, y con la ayuda de mi hermanito sacamos la escalera y la tiramos al fondo del patio, junto a la zanja, para que no la vieran.
   Yo hice un poco de lumbre en el patio  con poca leña y brasas que quedaban de cuando se hacía la comida. Como podía volteaba el pescado y los camarones para que se asaran bien. Olían muy sabrosos, y con unas cuantas tortillas que encontramos en la cocina, mi hermanito y yo comimos todo el trozo de pescado y los camarones.
   Cuando llegaron del mercado no sospecharon nada. Esto lo empezamos a hacer todos los sábados cuando salían de compras. No sé cuántas veces hicimos lo mismo, pero todo se acabó.
   Un domingo nos levantamos temprano porque teníamos que escombrar y limpiar la casa: nos difuntitos nos venían a visitar. Ya no nos acordábamos del pescado ni de los camarones hasta que dijo mi papá que subiera al tapanco para bajarlos.
   Al poco rato subió mi padre. Cuando me llamó con toda la fuerza que daban sus pulmones yo iba a medio patio corriendo. Fue tanta la desesperación de bajarse rápido que cayó al suelo sobre su costado derecho. Hasta el fondo del patio se escuchaban sus gritos amenazándome de la golpiza que me esperaba.
   No sé qué tiempo estuve sentada entre los árboles que estaban cerca de la zanja. Sólo sentí la mano de la señora que tomaba fuertemente mi brazo y de un brinco me levantó, llevándome de prisa hacia la casa, donde se oía el llanto de Huguito.
   Me acordé de mi mamá para que me ayudara. También pensé en lo que dijo la maestra, que los huesos de nosotros son más resistentes en luna llena. Mi plegaria era que ojalá hubiera luna llena.
   Un día se iniciaron las clases. Se acabaron las fiestas de los difuntos, pero no podía ir porque todavía estaba adolorida y caminaba muy despacio por la golpiza que me dio la señora.
   En los días de la fiesta habíamos comido como siempre y sólo hubo velitas en el altar. Mi papá caminaba con muleta ya que se había dislocado la pierna, pero veía que caminaba bien. Pienso que la luna llena también lo ayudó.
   Recordando todo lo pasado, siendo que valió la pena la golpiza. Fue a cambio de todos los sábados que comimos el pescado y los camarones que con tanta anticipación había guardado mi papá.
   Ahora que voy a la secundaria todavía recuerdo los sábados de pescado y camarones, y me sonrío. Dos lunas llenas hubieran bastado para que no le pasara nada a mi papá cuando cayó del tapanco.
   A varios años de distancia pienso cómo tuve la iniciativa de una oportunidad única y la aproveché. Fue una experiencia rica en emociones, con un resultado doloroso, pero valió la pena.


PARA QUE TE ACUERDES

Al fondo de un patio de vecindad vivía Ernestina, madre de un niño de ocho años. Su mayor preocupación era dar lo necesario a Lalo, su hijo, para que estudiara la primaria como toda criatura de su edad.
   Los brazos habían empezado a dolerle. Pensaba que era por tanto lavar ropa ajena. Había días en que no podía hacer su trabajo. Lalo, al ver que su madre se quejaba de la molestia, empezó a hacer pequeños mandados a las familias del patio. Así ayudaba, y a la vez le permitió ahorrar unos pesos. A unos meses de distancia ya tenía dinero para comprar los materiales para lustrar zapatos en el parque o donde fuera. Con muchas advertencias de su madre ese sábado al mediodía el niño estaba listo para iniciar su pequeño negocio. Al llegar al parque, un joven que ya trabajaba de bolero le aconsejó que fuera a los bares, pues ahí sí había trabajo. Así lo hizo, y entró al primero que encontró.
   Con un poco de vergüenza iba ofreciendo sus servicios hasta que un hombre lo llamó para que limpiara su calzado. Con alegría empezó a hacer lo que sería la rutina que le habían explicado donde compró sus útiles de trabajo. El niño volteaba contento hacia todos lados como para que la gente lo viera y también le pidieran que lustrara sus zapatos, mientras que el hombre que lo había contratado seguía su plática con voz fuerte y risas escandalosas con sus compañeros de mesa.
   Después de un rato el niño sonriente dijo que había terminado su labor. El hombre, un poco más alcoholizado que antes, revisó sus zapatos y exclamó molesto que le había manchado los calcetines, y sin más le dio una bofetada. Le gritó que le había pegado para que se acordara de que a don Ernesto de la Huerta nadie le hacía cochinadas.
   Adolorido y llorando el niño recogió sus cosas del suelo, las metió en su caja de madera y salió de inmediato sin haber obtenido ni un centavo.
   Ya no quiso continuar con ese trabajo y prefirió seguir haciendo mandados a los vecinos del patio, sacar la basura, barrer banquetas y rociar agua a las macetas de las plantas.
   Los años siguieron su curso.
   Ernestina, la madre, había fallecido con dolores en sus articulaciones, pero su deceso se debió a una tuberculosis que le fue detectada en etapa avanzada.
   El antiguo Lalo, ahora Eduardo, con su carácter alegre y un poco de suerte, había trabajado constantemente en un taller mecánico. Después de diez años de labores, tenía la intención de comprar el taller en vista de que su patrón ya no podía seguir trabajando por su edad avanzada. El hombre aceptó que le diera un enganche y una cantidad mensual hasta liquidar la deuda por completo.
   Eduardo veía diferente ese fin de semana, como un mundo lleno de oportunidades. Había cerrado el contrato de compra-venta con su patrón y en pocos días sería dueño del taller donde aprendió el oficio que lo hizo prosperar fortaleciendo los valores de comprensión y compañerismo con clientes y amigos. A sus veinticinco años todavía estaba soltero, pero tenía la idea de formalizar una relación con la joven hija de los dueños de la tienda de la esquina, que por cierto no lo veían con malos ojos.
   Con esas ideas, el joven tuvo la intención de visitar la colonia donde nació y pasó sus primeros años, que le proporcionaban gratos recuerdos. Después de un pequeño viaje llegó al pequeño parque de la colonia. Todo era diferente. La modernización había cambiado el panorama urbano. El patio de vecindad donde creció estaba deshabitado y casi en ruinas. La entrada seguía teniendo el mismo color rosado. El letrero que había en la pared informaba que se vendía esa propiedad. Las letras casi no veían por la cantidad de trazos y letras deformes que tenía encima, cubriendo la pared.
   Su transitar estaba lleno de recuerdos cuando, al doblar la esquina, vio el bar donde tuvo la intención de trabajar limpiando zapatos. La construcción era la misma, pero ahora lucía recién pintada haciendo alusión a una marca de cerveza.
   Por curiosidad entró. En el interior había más luz que antes y ahora las mesas y sillas eran de plástico. Su sorpresa fue mayúscula, pues sentado a una de las mesas, casi al fondo, estaba don Ernesto de la Huerta, viejo, con movimientos lentos. Platicaba con hombres de su misma edad.
   Eduardo no lo pensó dos veces. A grandes pasos llegó a la mesa, y tomando a don Ernesto de la camisa lo levantó bruscamente sin darle tiempo a reaccionar. El puñetazo se lo dio de frente, en la barbilla, y lo hizo caer entre mesas y sillas. La gente, sorprendida, veía la escena en silencio.
   El joven, en posición amenazadora, preguntó, a gritos qué sintió al recibir el golpe. Que así se había sentido él cuando era niño y no podía defenderse. Ahora ya era un hombre y sabía hacerlo. Varias veces gritó a don Ernesto que se levantara y se defendiera.
   El otro, adolorido y callado, permanecía sentado el piso recordando el suceso de hacía varios años. Sin decir palabra, y continuando en esa posición, el hombre concedía la razón al joven que le acababa de golpear.
   Todos los presentes seguían callados e inmóviles. Eduardo comentó que si alguien no estaba de acuerdo con lo que vio y escuchó, ahí estaba él para defender al niño que fue el hacía varios años.
   Se dirigió a la puerta del bar con pasos lentos y se alejó caminando hacia el parque, para abordar el camión que lo llevaría cerca de donde vivía.
   Sin haberse hecho el propósito de vengar la ofensa de que fue víctima en su infancia, Eduardo se sentía mejor, y sin remordimientos se alejaba del barrio que le traía muchos recuerdos.

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