miércoles, 27 de marzo de 2019

Entre camarón, pulpo y robalo




Erik Roman

         Finalmente arribo una semana santa más. Los rayos del astro rey se proyectaban por encima del Citlaltepetl y el nauhcantepetl, los dos gigantes eternos,  que resguardan siempre celosos a la llamada pluviosilla, la Atenas veracruzana, la otrora tiempo llamada Xallapan. El estruendoso “kikiriquear” de los gallos de la ciudad anunciaban la llegada del viernes Santo, al igual que lo hiciesen varios siglos atrás antes de que “Pedro” negase tres veces a su maestro; tal y cual se lo hubiera anunciado.
         En las siete iglesias existentes en el poblado; se preparaban los festejos propios de la temporada,  mientras que el resto de la ciudad, se dejaba caer aun en los brazos de Morfeo. Aunque era un día de asueto; no todos podían dejarse conquistar por el rey de los sueños. En la céntrica calle de Guerrero; en la primera porción de la antigua calle. El buen Don Clemente con celeridad se calzaba sus botas de plástico, apretaba su cincho a la cintura y ceñía en del mismo su afilado cuchillo, hacia todo esto en lo que buscaba de reojo su bata preferida. Ya todo estaba listo para comenzar a dirigir  una más de las extenuantes jornadas de la semana santa. Al menos eso significaba para un comerciante del pescado, y mucho más para uno que había recibido del cielo la bendición de 8 chiquillos. Sin duda alguna, esta era la temporada que más ganancias le dejaba a la única pescadería de la ciudad.
         Era el momento idóneo de aprovechar los mandatos de la cuaresma, guardando la vigilia que privaba de comer el puerco y la res; dejando como opción principal el que fuese objeto de un connotado milagro del galileo. Al fin y al cabo como reza el adagio… “no hay carne más buena que el pescado, siempre y cuando no este pasado”…
         En lo que el viejo pescadero daba grandes sorbos a su café, su abnegada esposa, Daria Bello; doña “Dary” como la llamaban de cariño en el negocio; Terminaba de levantar a grandes voces a cada uno de sus hijos, pues tenían  que ayudar cada uno de ellos en la vendimia. Así se acostumbraba en aquellos tiempos en la antigua Xalapa, los negocios eran siempre de carácter familiar y en cada uno de ellos hasta los más pequeños debían de ayudar.
         Al fin chiquillos, el despertarse para ellos se convertía en una pachanga de juegos, travesuras y gritos. Don Clemente, corto de humor porque la ciudad estaba por despertar. Tomo la decisión de adelantarse a la icónica pescadería ubicada en las calles de Manlio Fabio Altamirano y Clavijero. Solo unos cuantos pasos y llegó a la esquina de su casa; antes de emprender su camino; se acordó de lo más importante para un hombre como él. Inmediatamente dio la vuelta y tras unos cuantos metros. Se aposto en frente de la iglesia del barrio, la parroquia de los corazones, la cual por la hora aún permanecía con sus puertas cerradas; situación que no le importo y como siempre reverente, se puso en rodillas y clamo al Señor por que la venta del día fuera un éxito, pidió por cada uno de sus hijos, le ofreció a su Dios que al igual que sus padres lo habían hecho con él, los enseñaría a ser siempre fieles ciervos de Dios y a guardar celosamente sus mandamientos y tradiciones; esbozo la señal de la cruz en su frente, pecho y cuerpo; beso el crucifijo que colgaba de su pecho y presuroso retomo su camino.
         A la luz de los tímidos rayos del sol y ayudado aun por los típicos faroles de la cuadra; saludo al único transeúnte de la sólida calle de Altamirano; el joven y madrugador Daniel Álvarez, de oficio cartero que apresuraba su marcha con rumbo a la oficina de correos, pues las misivas no descansan ni aun en el día que se recuerda la muerte del hijo de Dios.
         Ensimismado en sus pensamientos  ni cuenta se dio que había arribado a la pescadería, afuera de ella un puñado de mozalbetes aguardaban al patrón para poder levantar las cortinas y preparar las dadivas del mar; las cuales habían sido traídas la noche anterior desde el tres veces heroico puerto de Veracruz. Poco a poco fueron llegando cada uno de sus hijos. Los cuales se unían como peones a la ardua labor del negocio.
         En pocos minutos camarones de todo tipo aguardaban en las pailas  a ser convertidos en caldo, bañarse en un mojo de ajo o endiablarse en la más picosa de las salsas de la mano de cada una de las “amas de casa” de la ciudad. Otras opciones igualmente frescas y nutritivas eran los pulpos, calamares, huachinangos, almejas, mejillones, jaibas, cangrejos, jureles, lisas, sardinas, mojarras y la codiciada joya de la pescadería Gándara. El siempre rico aunque al alcance de muy pocos, Robalo.
         Sin darse cuenta, el calor se había tornado inclemente y el comercio se encontraba lleno de gente que pedía a grandes voces por cada uno de los productos; como buen director de orquesta, don Clemente se ocupaba de que cada cliente saliera satisfecho con su compra. En el otro extremo de la tienda, Carlos el mayor de sus hijos se encargaba de la cobranza y su esposa desde lo alto de un cajón, a grandes voces anunciaba cada una de las variedades que aún quedaban a la venta.
         De entre las múltiples personas: entre trabajadores, familia y clientes que se congregaban en la esquina; no escapo de los ojos siempre expectantes de don clemente, que alguien apreciaba de una forma no muy grata para él a una de sus preciadas perlas. Y no hago referencia a una de las que pueden aparecer resguardadas en el interior de una ostra. Si no a su amada hija Guadalupe, la “Yoya” como la llamaba siempre de cariño; quien era cortejada por un trabajador joven y emprendedor que viajaba todos los días desde la vecina ciudad de Coatepec para laborar en la pescadería. El buen Rodolfo.

         Misteriosos son los caminos del señor, reza otro adagio… por la mente de don Clemente, nunca cruzo que aquel empleado se convertiría con el tiempo en su yerno. Y que al lado de su hija ayudaría a conservar por algunos años más su negocio.
         La jornada poco a poco llegaba a su fin. Las ventas habían sido un éxito, y era algo que había que festejar. Que mejor forma de dar gracias al creador y dador de la vida.; Que respetando sus mandamientos, y más en una fecha tan icónica como esa. Llamó a Dary, su esposa y a sus hijas, les indicó que sacaran de la congeladora que estaba al final de la pescadería 4 hermosos y enormes robalos, que había resguardado para poder compartir con cada uno de su familia y empleados.
         Al calor de las brasas, cortados en gruesas lonchas; el robalo se freía bañado en ajo, pimienta  y sal. En lo que los más grandes camarones y jaibas ebullían en una gran olla sazonada con epazote, cebolla chile y tomate. Una gran tabla que se usaba para alinear el pescado se convirtió en mesa, la cual aguardaba vestida con un mantel sobre el cual se encontraban aguacates, tomates, limones y tortillas recién hechas a mano; dispuestas a acompañar los exquisitos platillos que se cocinaban. Sin que pudiera faltar como siempre el buen vino de mesa.
         Uno a uno se fueron sentando los comensales; en el lugar de honor justo a la cabeza se encontraba don Clemente; quien exhorto a los invitados a cerrar sus ojos y acompañarlo a bendecir la mesa. Con el amen dio inicio el festín. Y es que si bien en ese día se recordaba la muerte del nazareno y no era tiempo de festejar, también tenía presente que al otro día resucitó y que debía de compartir la “mies” obtenida de la mano de Dios. Dar de comer al que tiene hambre y dar de beber al sediento como ordeno el maestro.
         Acabado el convite, entre todos recogieron los vestigios del gran gaudeamus, cada uno de los empleados paso a rayar a la caja, emprendiendo después  el regreso a sus casas. Al final solo quedaron el pescadero, su mujer y sus hijos. Don clemente bajo poco a poco la cortina dando por clausurada una semana santa más; cambio sus ropas y se dirigió junto a su familia a cumplir con las celebraciones propias del día. Aún faltaban las siete palabras y el pésame a la virgen para que el viernes santo terminara.
         Ese fue uno de los últimos viernes santos que el pescadero guardara en su memoria. Unos cuantos años después tuvo que regresar a la tierra de donde emergió. polvus es, et in polvus reverteris. ¿Qué es la existencia del hombre en el devenir del tiempo? Si no solo un efímero soplo de viento, ¿en que se ve convertida una gran persona con todo lo que pudo haber hecho en un puñado de años que es la vida del ser humano? Somos solo un recuerdo en construcción, somos memorias en nuestros seres queridos, somos algunas palabras en el puño de un escritor o en la boca de un pregonero.
         Hoy La “pescadería Gándara” es solo un recuerdo en la memoria de unos cuantos. Sin embargo, aún podemos ver a don Clemente, trasformado en el inquebrantable espíritu de lucha de sus nietos, en la dedicación a su trabajo y en esa fe “ciega” en Dios, que él también profesó; lo podemos ver en el amor y devoción a la familia, como pudimos leerlo en estas humildes líneas. Sin embargo este paupérrimo escritor lo ve también en la genética, trasferida a uno de sus vástagos, casi copia al carbón esbozada en cada uno de sus rasgos;, me refiero a su nieto Carlos, el cual sigue ensalzando su memoria a lo largo del tiempo. Él heredó ese espíritu inquebrantable del creador de “la pescadería Gándara”. Al igual que a don Clemente,  algún lejano día será recordado a través de las memorias plasmadas en sus hijos y sus nietos.
         Somos un recuerdo en construcción y nada más. De nosotros depende que sea bueno o no; que se haga eterno en nuestra familia o efímero en el viento.   


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