Erik Roman
Finalmente arribo una semana santa más.
Los rayos del astro rey se proyectaban por encima del Citlaltepetl y el
nauhcantepetl, los dos gigantes eternos,
que resguardan siempre celosos a la llamada pluviosilla, la Atenas
veracruzana, la otrora tiempo llamada Xallapan. El estruendoso “kikiriquear” de
los gallos de la ciudad anunciaban la llegada del viernes Santo, al igual que
lo hiciesen varios siglos atrás antes de que “Pedro” negase tres veces a su
maestro; tal y cual se lo hubiera anunciado.
En las siete iglesias existentes en el
poblado; se preparaban los festejos propios de la temporada, mientras que el resto de la ciudad, se dejaba
caer aun en los brazos de Morfeo. Aunque era un día de asueto; no todos podían
dejarse conquistar por el rey de los sueños. En la céntrica calle de Guerrero;
en la primera porción de la antigua calle. El buen Don Clemente con celeridad
se calzaba sus botas de plástico, apretaba su cincho a la cintura y ceñía en
del mismo su afilado cuchillo, hacia todo esto en lo que buscaba de reojo su
bata preferida. Ya todo estaba listo para comenzar a dirigir una más de las extenuantes jornadas de la
semana santa. Al menos eso significaba para un comerciante del pescado, y mucho
más para uno que había recibido del cielo la bendición de 8 chiquillos. Sin
duda alguna, esta era la temporada que más ganancias le dejaba a la única
pescadería de la ciudad.
Era el momento idóneo de aprovechar los
mandatos de la cuaresma, guardando la vigilia que privaba de comer el puerco y
la res; dejando como opción principal el que fuese objeto de un connotado
milagro del galileo. Al fin y al cabo como reza el adagio… “no hay carne más
buena que el pescado, siempre y cuando no este pasado”…
En lo que el viejo pescadero daba
grandes sorbos a su café, su abnegada esposa, Daria Bello; doña “Dary” como la
llamaban de cariño en el negocio; Terminaba de levantar a grandes voces a cada
uno de sus hijos, pues tenían que ayudar
cada uno de ellos en la vendimia. Así se acostumbraba en aquellos tiempos en la
antigua Xalapa, los negocios eran siempre de carácter familiar y en cada uno de
ellos hasta los más pequeños debían de ayudar.
Al fin chiquillos, el despertarse para
ellos se convertía en una pachanga de juegos, travesuras y gritos. Don
Clemente, corto de humor porque la ciudad estaba por despertar. Tomo la
decisión de adelantarse a la icónica pescadería ubicada en las calles de Manlio
Fabio Altamirano y Clavijero. Solo unos cuantos pasos y llegó a la esquina de
su casa; antes de emprender su camino; se acordó de lo más importante para un
hombre como él. Inmediatamente dio la vuelta y tras unos cuantos metros. Se
aposto en frente de la iglesia del barrio, la parroquia de los corazones, la
cual por la hora aún permanecía con sus puertas cerradas; situación que no le
importo y como siempre reverente, se puso en rodillas y clamo al Señor por que
la venta del día fuera un éxito, pidió por cada uno de sus hijos, le ofreció a
su Dios que al igual que sus padres lo habían hecho con él, los enseñaría a ser
siempre fieles ciervos de Dios y a guardar celosamente sus mandamientos y
tradiciones; esbozo la señal de la cruz en su frente, pecho y cuerpo; beso el
crucifijo que colgaba de su pecho y presuroso retomo su camino.
A la luz de los tímidos rayos del sol y
ayudado aun por los típicos faroles de la cuadra; saludo al único transeúnte de
la sólida calle de Altamirano; el joven y madrugador Daniel Álvarez, de oficio
cartero que apresuraba su marcha con rumbo a la oficina de correos, pues las
misivas no descansan ni aun en el día que se recuerda la muerte del hijo de
Dios.
Ensimismado en sus pensamientos ni cuenta se dio que había arribado a la
pescadería, afuera de ella un puñado de mozalbetes aguardaban al patrón para
poder levantar las cortinas y preparar las dadivas del mar; las cuales habían
sido traídas la noche anterior desde el tres veces heroico puerto de Veracruz.
Poco a poco fueron llegando cada uno de sus hijos. Los cuales se unían como
peones a la ardua labor del negocio.
En pocos minutos camarones de todo tipo
aguardaban en las pailas a ser
convertidos en caldo, bañarse en un mojo de ajo o endiablarse en la más picosa
de las salsas de la mano de cada una de las “amas de casa” de la ciudad. Otras
opciones igualmente frescas y nutritivas eran los pulpos, calamares,
huachinangos, almejas, mejillones, jaibas, cangrejos, jureles, lisas, sardinas,
mojarras y la codiciada joya de la pescadería Gándara. El siempre rico aunque
al alcance de muy pocos, Robalo.
Sin darse cuenta, el calor se había
tornado inclemente y el comercio se encontraba lleno de gente que pedía a
grandes voces por cada uno de los productos; como buen director de orquesta,
don Clemente se ocupaba de que cada cliente saliera satisfecho con su compra.
En el otro extremo de la tienda, Carlos el mayor de sus hijos se encargaba de
la cobranza y su esposa desde lo alto de un cajón, a grandes voces anunciaba
cada una de las variedades que aún quedaban a la venta.
De entre las múltiples personas: entre trabajadores,
familia y clientes que se congregaban en la esquina; no escapo de los ojos
siempre expectantes de don clemente, que alguien apreciaba de una forma no muy
grata para él a una de sus preciadas perlas. Y no hago referencia a una de las
que pueden aparecer resguardadas en el interior de una ostra. Si no a su amada
hija Guadalupe, la “Yoya” como la llamaba siempre de cariño; quien era
cortejada por un trabajador joven y emprendedor que viajaba todos los días
desde la vecina ciudad de Coatepec para laborar en la pescadería. El buen
Rodolfo.
Misteriosos son los caminos del señor,
reza otro adagio… por la mente de don Clemente, nunca cruzo que aquel empleado
se convertiría con el tiempo en su yerno. Y que al lado de su hija ayudaría a
conservar por algunos años más su negocio.
La jornada poco a poco llegaba a su
fin. Las ventas habían sido un éxito, y era algo que había que festejar. Que
mejor forma de dar gracias al creador y dador de la vida.; Que respetando sus
mandamientos, y más en una fecha tan icónica como esa. Llamó a Dary, su esposa
y a sus hijas, les indicó que sacaran de la congeladora que estaba al final de
la pescadería 4 hermosos y enormes robalos, que había resguardado para poder
compartir con cada uno de su familia y empleados.
Al calor de las brasas, cortados en
gruesas lonchas; el robalo se freía bañado en ajo, pimienta y sal. En lo que los más grandes camarones y
jaibas ebullían en una gran olla sazonada con epazote, cebolla chile y tomate.
Una gran tabla que se usaba para alinear el pescado se convirtió en mesa, la
cual aguardaba vestida con un mantel sobre el cual se encontraban aguacates,
tomates, limones y tortillas recién hechas a mano; dispuestas a acompañar los
exquisitos platillos que se cocinaban. Sin que pudiera faltar como siempre el
buen vino de mesa.
Uno a uno se fueron sentando los
comensales; en el lugar de honor justo a la cabeza se encontraba don Clemente;
quien exhorto a los invitados a cerrar sus ojos y acompañarlo a bendecir la
mesa. Con el amen dio inicio el festín. Y es que si bien en ese día se
recordaba la muerte del nazareno y no era tiempo de festejar, también tenía
presente que al otro día resucitó y que debía de compartir la “mies” obtenida
de la mano de Dios. Dar de comer al que tiene hambre y dar de beber al sediento
como ordeno el maestro.
Acabado el convite, entre todos
recogieron los vestigios del gran gaudeamus, cada uno de los empleados paso a
rayar a la caja, emprendiendo después el
regreso a sus casas. Al final solo quedaron el pescadero, su mujer y sus hijos.
Don clemente bajo poco a poco la cortina dando por clausurada una semana santa
más; cambio sus ropas y se dirigió junto a su familia a cumplir con las
celebraciones propias del día. Aún faltaban las siete palabras y el pésame a la
virgen para que el viernes santo terminara.
Ese fue uno de los últimos viernes
santos que el pescadero guardara en su memoria. Unos cuantos años después tuvo
que regresar a la tierra de donde emergió. polvus es, et in polvus reverteris.
¿Qué es la existencia del hombre en el devenir del tiempo? Si no solo un
efímero soplo de viento, ¿en que se ve convertida una gran persona con todo lo
que pudo haber hecho en un puñado de años que es la vida del ser humano? Somos
solo un recuerdo en construcción, somos memorias en nuestros seres queridos,
somos algunas palabras en el puño de un escritor o en la boca de un pregonero.
Hoy La “pescadería Gándara” es solo un
recuerdo en la memoria de unos cuantos. Sin embargo, aún podemos ver a don
Clemente, trasformado en el inquebrantable espíritu de lucha de sus nietos, en
la dedicación a su trabajo y en esa fe “ciega” en Dios, que él también profesó;
lo podemos ver en el amor y devoción a la familia, como pudimos leerlo en estas
humildes líneas. Sin embargo este paupérrimo escritor lo ve también en la
genética, trasferida a uno de sus vástagos, casi copia al carbón esbozada en
cada uno de sus rasgos;, me refiero a su nieto Carlos, el cual sigue ensalzando
su memoria a lo largo del tiempo. Él heredó ese espíritu inquebrantable del creador
de “la pescadería Gándara”. Al igual que a don Clemente, algún lejano día será recordado a través de
las memorias plasmadas en sus hijos y sus nietos.
Somos un recuerdo en construcción y
nada más. De nosotros depende que sea bueno o no; que se haga eterno en nuestra
familia o efímero en el viento.
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