Angélica
López Trujillo
¡Qué melancolía tan
larga me trae el día de muertos! Miro sin mirar el ritmo de las gentes que
acarician los cempasúchiles entre murmullos chillantes y ritmos voluptuosos.
¡Los muertos! ¿A
dónde van? Al olvido jamás, mientras haya almas que los recuerden. Yo quiero
ver a los míos que me brindaron sus charlas, sus sinceras sonrisas y los
instantes perdurables que aún tienen eco en mi vida.
Hoy no he puesto un
altar de muertos; no tengo fuerzas ni ganas de hacerlo, como cuando niña
ayudaba a mi mamá.
Tal vez por eso me
siento tan ajena. No hay olor a incienso entre el crepitar de los cirios. No
existe el olor de las manzanas, hojaldres de huevo y tamales.
El mole no regala su aroma delicioso entre las
calaveras de azúcar que sonríen enigmáticas.
Miran largamente por
la frialdad de sus orbitas profundas… terroríficas.
Sin embargo yo tengo
en mente un altar inmenso en donde blanquean miles de cráneos lustrosos y fríos
espolvoreados con el aliento del tiempo.
Ahí, entre el
parpadear de las veladoras que reflejan su débil llama, entre la cera derretida
y caliente hay unos ojos que me recuerdan a los del tío Lauro. Su mirada es
sagaz, sarcástica y ágil, así como lo fue su figura alta y gallarda. ¡Hoy no
habrá bautizo! Me dice su voz lejana cuando sostenía en los brazos la rubia
muñeca que un día me bautizara.
Entre las canastas
vestidas de papel china y colores brillantes, rebosantes de golosinas, tiembla
la mano esquelética y al mismo tiempo bendita de la abuelita Antonia para robar
un dulce y ofrecérmelo cariñosamente como ha tiempo, nuestros labios
temblorosos pronuncian tranquilamente te quiero… ¡como en aquellos tiempos!
Y aquí casi lloro,
porque quisiera extraer a la abuela de aquel altar tan inmenso para poder refugiar
como antes mi cabeza inocente de niña dentro de su regazo enfermo, tembloroso y
enjuto pero rebosante de cariño. Mi deseo es adivinado y un murmullo
ininteligible parece decirme ¡Aun te quiero, y en este lugar un día no lejano
siempre te estaré esperando!
Entre los hojaldres
olorosos y barnizados de huevo, veo salpicado entre los ajonjolíes el ingenio
del tío Javier, que en las noches tibias del verano relataba la historia de su
vida con el pincel artístico de su relato. Sus dientes pequeños y blancos
parece que se hincan en el pan suave y de la materia se desliza un cuento, el
cuento de su alma que se pierde en la órbita fría del día tan largo de muertos.
Entre el humo de
incienso se forma una figura querida: la tía Domi, siempre cariñosa y calmada
entre su gran fila de gatos esponjosos.
Los cirios
chisporrotean y lanzan lagrimones de cera, calientes y escurridizos como las
palabras del tío Juan cuando entre hipos etílicos a duras penas abría sus ojos
pequeños salpicados de unas cuantas pestañas rizadas que se mojaban con sus
lágrimas.
El tío Juan
enamorado, gallo entre los pollos y valiente entre los hombres de otro Juan Lechuga
que hizo historia entre la gente humilde cuando defendió un pedazo de pan para
sus hijos.
¡Pobre del tío Juan
está hoy tan quieto, cuando él fue torbellino en las mañanas aun cubiertas de
crepúsculo, cuando se paseaban en el jardín cantando la Adelita o la marcha de
zacatecas mientras esperaba el silbatazo de la fábrica para acudir a sus
labores!
Ahí, tras el humo del
incensario hay unas orbitas inmensas muy abiertas a la vida como si trataran de
albergar un poquito de calor. Las reconozco. Siento miedo y sin embargo me
acerco aunque su frialdad parece repelerme. Cierro los ojos y les mando un
beso, su calor hará el milagro de no recibir un regaño: ¡Yo te quiero abuelita,
mas siempre te tuve miedo! ¡Y ahora más que nunca porque si antes te enfadé por
arrullar una muñeca entre los brazos, hoy tengo siempre en el regazo al cariño
de mis hijos! ¡Sí les consiento y los beso! Y eso a ti nunca te gustó, peleabas
a mi madre si a nosotros nos acariciaba y no es que fueras mala, si no que
deseando tanto un cariño hiciste de tu regazo un cementerio muy frio mucho
antes de estar muerta. Tal vez porque un día quisiste tanto y te hicieron daño
que llegaste a pensar que el amar duele mucho y tuviste miedo de volver a
sufrir.
¡No importa! ¡Yo te
quiero y entre tus blancos e inmensos ojos sin vida vaya mi beso a tibiar la
palidez de tus huesos!
Entre la claridad del
agua que toma formas distintas hay unas burbujas tan nítidas que son cual
sonrisas de niños. Ahí se asoma el chisporrotear trémulo de los cirios, el humo
inquieto del incienso como perfumando aquel bello líquido.
¡Si son ellos!, mis
tiernos hermanitos aquellos que ha muchos años que murieron
sin saber lo que es el amargo destino; les vi vestidos de blanco, sus manos
suaves enlazadas alrededor de un lirio, y sus bocas inmaculadas herméticamente
cerradas al pecado de la vida. Entre flores y plegarias lloré su silenciosa
partida, sintiendo en el alma lo punzante de una herida cuando la muerte
estreché por primera vez y supe que ella causaba tan gran dolor. Sin embargo…
aun es benévola por eso la representamos convertida en graciosa calavera
salpicada de dulce y picardía.
Ya me siento mejor,
mis muertos me han saludado, y entre el frío de sus cráneos mis sienes han
descansado, entre los pliegues frescos de sus sudarios los recuerdos se
deslizaron y bajando lentamente por el camino del tiempo a sus sitios han
regresado llevando una sonrisa en sus almas. Una sonrisa de comprensión de esta
alma que se contrista pensando sin pensar y mirando sin mirar el día tan largo
de sus muertos que empieza a terminar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario