lunes, 7 de noviembre de 2016

Día de muertos


Angélica López Trujillo

¡Qué melancolía tan larga me trae el día de muertos! Miro sin mirar el ritmo de las gentes que acarician los cempasúchiles entre murmullos chillantes y ritmos voluptuosos.
¡Los muertos! ¿A dónde van? Al olvido jamás, mientras haya almas que los recuerden. Yo quiero ver a los míos que me brindaron sus charlas, sus sinceras sonrisas y los instantes perdurables que aún tienen eco en mi vida.
Hoy no he puesto un altar de muertos; no tengo fuerzas ni ganas de hacerlo, como cuando niña ayudaba a mi mamá.
Tal vez por eso me siento tan ajena. No hay olor a incienso entre el crepitar de los cirios. No existe el olor de las manzanas, hojaldres de huevo y tamales.
 El mole no regala su aroma delicioso entre las calaveras de azúcar que sonríen enigmáticas.
Miran largamente por la frialdad de sus orbitas profundas… terroríficas.
Sin embargo yo tengo en mente un altar inmenso en donde blanquean miles de cráneos lustrosos y fríos espolvoreados con el aliento del tiempo.
Ahí, entre el parpadear de las veladoras que reflejan su débil llama, entre la cera derretida y caliente hay unos ojos que me recuerdan a los del tío Lauro. Su mirada es sagaz, sarcástica y ágil, así como lo fue su figura alta y gallarda. ¡Hoy no habrá bautizo! Me dice su voz lejana cuando sostenía en los brazos la rubia muñeca que un día me bautizara.
Entre las canastas vestidas de papel china y colores brillantes, rebosantes de golosinas, tiembla la mano esquelética y al mismo tiempo bendita de la abuelita Antonia para robar un dulce y ofrecérmelo cariñosamente como ha tiempo, nuestros labios temblorosos pronuncian tranquilamente te quiero… ¡como en aquellos tiempos!
Y aquí casi lloro, porque quisiera extraer a la abuela de aquel altar tan inmenso para poder refugiar como antes mi cabeza inocente de niña dentro de su regazo enfermo, tembloroso y enjuto pero rebosante de cariño. Mi deseo es adivinado y un murmullo ininteligible parece decirme ¡Aun te quiero, y en este lugar un día no lejano siempre te estaré esperando!
Entre los hojaldres olorosos y barnizados de huevo, veo salpicado entre los ajonjolíes el ingenio del tío Javier, que en las noches tibias del verano relataba la historia de su vida con el pincel artístico de su relato. Sus dientes pequeños y blancos parece que se hincan en el pan suave y de la materia se desliza un cuento, el cuento de su alma que se pierde en la órbita fría del día tan largo de muertos.
Entre el humo de incienso se forma una figura querida: la tía Domi, siempre cariñosa y calmada entre su gran fila de gatos esponjosos.
Los cirios chisporrotean y lanzan lagrimones de cera, calientes y escurridizos como las palabras del tío Juan cuando entre hipos etílicos a duras penas abría sus ojos pequeños salpicados de unas cuantas pestañas rizadas que se mojaban con sus lágrimas.
El tío Juan enamorado, gallo entre los pollos y valiente entre los hombres de otro Juan Lechuga que hizo historia entre la gente humilde cuando defendió un pedazo de pan para sus hijos.
¡Pobre del tío Juan está hoy tan quieto, cuando él fue torbellino en las mañanas aun cubiertas de crepúsculo, cuando se paseaban en el jardín cantando la Adelita o la marcha de zacatecas mientras esperaba el silbatazo de la fábrica para acudir a sus labores!
Ahí, tras el humo del incensario hay unas orbitas inmensas muy abiertas a la vida como si trataran de albergar un poquito de calor. Las reconozco. Siento miedo y sin embargo me acerco aunque su frialdad parece repelerme. Cierro los ojos y les mando un beso, su calor hará el milagro de no recibir un regaño: ¡Yo te quiero abuelita, mas siempre te tuve miedo! ¡Y ahora más que nunca porque si antes te enfadé por arrullar una muñeca entre los brazos, hoy tengo siempre en el regazo al cariño de mis hijos! ¡Sí les consiento y los beso! Y eso a ti nunca te gustó, peleabas a mi madre si a nosotros nos acariciaba y no es que fueras mala, si no que deseando tanto un cariño hiciste de tu regazo un cementerio muy frio mucho antes de estar muerta. Tal vez porque un día quisiste tanto y te hicieron daño que llegaste a pensar que el amar duele mucho y tuviste miedo de volver a sufrir.
¡No importa! ¡Yo te quiero y entre tus blancos e inmensos ojos sin vida vaya mi beso a tibiar la palidez de tus huesos!
Entre la claridad del agua que toma formas distintas hay unas burbujas tan nítidas que son cual sonrisas de niños. Ahí se asoma el chisporrotear trémulo de los cirios, el humo inquieto del incienso como perfumando aquel bello líquido.
¡Si son ellos!, mis tiernos hermanitos aquellos que ha muchos años que murieron sin saber lo que es el amargo destino; les vi vestidos de blanco, sus manos suaves enlazadas alrededor de un lirio, y sus bocas inmaculadas herméticamente cerradas al pecado de la vida. Entre flores y plegarias lloré su silenciosa partida, sintiendo en el alma lo punzante de una herida cuando la muerte estreché por primera vez y supe que ella causaba tan gran dolor. Sin embargo… aun es benévola por eso la representamos convertida en graciosa calavera salpicada de dulce y picardía.  

Ya me siento mejor, mis muertos me han saludado, y entre el frío de sus cráneos mis sienes han descansado, entre los pliegues frescos de sus sudarios los recuerdos se deslizaron y bajando lentamente por el camino del tiempo a sus sitios han regresado llevando una sonrisa en sus almas. Una sonrisa de comprensión de esta alma que se contrista pensando sin pensar y mirando sin mirar el día tan largo de sus muertos que empieza a terminar.

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