Marcelo Ramírez Ramírez
La visita del Papa a México,
la séptima que un Pontífice hace a nuestro país y la primera en que se incluye
un acto protocolario en Palacio Nacional, despertó toda suerte de comentarios y
expectativas. Estas últimas eran el reflejo fiel de intereses, no siempre
transparentes y de esperanzas que la fe popular proyectó hasta el límite de lo
imposible. Mucho deseaba y quería un pueblo en crisis, golpeado por la
inseguridad, la pobreza, la marginación, y lo que acaso sea lo más grave, un
pueblo al que cada día le cuesta más descubrir los signos alentadores del
futuro. También estaban y no eran pocos, los escépticos, aquellos para quienes
la visita del Papa no representaba sino un acto de conveniencia mutua: el
gobierno del país, al recibir al Sumo Pontífice, se granjeaba la simpatía del
pueblo, de algún modo se legitimaba en momentos de serios cuestionamientos; por
el otro un Papa en plena postmodernidad incrédula, (particularmente en Europa
donde la postmodernidad es un hecho
indudable), podía alcanzar la consolidación
de su imagen como un verdadero exponente del espíritu misionero de la
Iglesia.
Sin negar la parte de
cálculo político del gobierno de México y del Vaticano, por lo demás imposible
de evadir, puesto que se trata de dos poderes obligados a coexistir y a
respetar mutuamente la vocación que es inherente a cada uno de ellos, estaba en
juego, por lo que atañe al Papa, algo verdaderamente sustancial: hacer valer la
actualidad del mensaje cristiano, mensaje equívocamente interpretado o distorsionado
por una falsa idea del significado de la presencia de la Iglesia en el mundo. Gran
parte de la culpa la tiene la propia Iglesia, cuando ha olvidado responder a
los principios que le dieron origen. La tentación de aliarse a los poderes
temporales y de actuar ella misma como un poder temporal, asechó a la Iglesia
desde los primeros tiempos de su existencia. Como es sabido, con el emperador
Constantino dio inicio el “uso imperial del cristianismo” (Burkhardt) y la
cristiandad se fue expandiendo y fortaleciendo con emperadores, reyes y
príncipes que gobernaban asumiendo la responsabilidad de velar por el fin
temporal y espiritual de los súbditos. La conquista y dominación de América se
hizo bajo el supuesto de que los Reyes de Castilla tenían el deber, explícitamente
encomendado por la Bula de Alejandro VI, de traer la verdadera religión a los
idólatras del nuevo mundo. Pero ya en el momento mismo de la empresa
colonizadora, el insigne jurista Francisco de Vitoria demostraba, con
impecables argumentos, que ningún emperador, ningún Papa tenían verdadera
autoridad para imponer un dominio universal. No existe, asentaba Vitoria, un
imperio que abarque la totalidad de la tierra, doctrina que en la Nueva España interpretó
consecuentemente el padre Las Casas, a quien se debieron muchas medidas
positivas a favor de los naturales, consignadas en las Leyes de Indias. Entre
otras, destaca la de considerar a los indios como súbditos de sus majestades católicas,
con los derechos propios de esa condición. Otra medida, derivada de la
anterior, fue usar la persuasión y el convencimiento como método en la
enseñanza del Evangelio, en lugar de la violencia y la coacción.
No obstante la intromisión
de los intereses temporales en las huestes de Pedro, peligro sobre el que
advierte el Papa Francisco a los obispos mexicanos durante su encuentro en la
Catedral Metropolitana, la Iglesia en cada momento de la historia ha sabido
reinterpretar su tarea de salvación, porque la historia de la salvación, no
discurre aparte, de manera independiente, sino dentro de la misma historia
donde los hombres viven, padecen, sueñan y proyectan sus esperanzas. De la
mejor tradición del magisterio católico, recoge el Papa Francisco a través del Vaticano II, el estandarte de la Iglesia
que está en el mundo y trabaja dentro de sus estructuras para transformarlas.
En efecto, del Vaticano I (1869-70) del papa Pio IX al Vaticano II de Juan XXIII
(1959-65), hay un largo recorrido que va, de la Iglesia concebida como
fortaleza aislada del mundo, desde la cual se le juzga y se le combate, a la
Iglesia concebida como misionera y peregrina en el mundo. La Iglesia atenta ¨al
signo de los tiempos¨, reconoce en el misterio cristiano de la encarnación, que
Cristo mismo dio el ejemplo al habitar entre los hombres y sufrir las penas
humanas y que no se puede dar la espalda a los que tanto necesitan de ella.
Pero el compromiso con los
que padecen, como lo hace el papa Francisco, lo coloca en una posición ambigua;
no debido a la falta de claridad de su parte, sino de aquellos que interpretan
la salvación, al igual que los antiguos zelotas en tiempos de Cristo, en términos de liberación inmediata de las fuerzas opresoras. Cristo mismo despeja
el sentido de su misión en el conocido pasaje bíblico en el que ordena “dar a
Dios lo que es de Dios y a Cesar lo que
es de Cesar”; es decir, el tributo. Cristo representa otro poder, diferente del
poder material, el del espíritu; quiere la justicia, pero ésta no nace de la
destrucción del enemigo, sino del amor fraternal. Se trata, en suma, de “una locura” según la
calificaron los griegos al escuchar a Pablo. El heroísmo cristiano por tanto, en
nada se asemeja al antiguo heroísmo que desprecia la vida, ama el riesgo y se solaza
en la liquidación de los enemigos. La prédica cristiana parece propia para
hombres débiles, para esclavos, de acuerdo al duro juicio de los que piensan
con la mentalidad de los antiguos señores y, no obstante, su debilidad es sólo aparente. El cristianismo
probará su enorme poder al darle a la
civilización occidental valores y objetivos que infundieron en el ethos de esta
civilización, pese a desviaciones y traiciones, rasgos de genuino humanismo. El humus de este humanismo, todavía
puede nutrir el movimiento de renovación espiritual que habrá de seguir al
período nihilista postmoderno. A ese tesoro de espiritualidad sirve con
devoción el Papa Francisco y es ese tesoro el que vino a compartir con el
pueblo de México. ¿Qué mas podía pedirse? Absolutamente ninguna otra cosa.
Cualquier otra cosa, aun aceptando su importancia, quedaba fuera de la misión
del Pastor de la grey católica. La lucha contra la marginación de los indígenas,
el rescate de la esperanza en el futuro
arrebatada a los jóvenes, la garantía de seguridad para las familias, la
solidaridad con los marginados; en fin, el logro de una vida digna para todos
los mexicanos, son la tarea de los responsables de la política en nuestro país;
es la tarea de las políticas públicas y de aquellos que están obligados a
ponerlas en práctica para alcanzar el bien común.
Una sociedad cristiana está
consciente de la separación de poderes. El gobierno unitario, si alguna vez fue
posible o deseable, actualmente no es ni lo uno ni lo otro. La marcha misma de la historia
lo dejó en el pasado y, en el futuro, solamente puede aspirarse a una sociedad
movida e inspirada por los valores espirituales (cristianos y de otras
tradiciones), si éstos penetran en la conciencia intima de los seres humanos.
En la sociedad moderna, cuyo pluralismo representa riqueza, pero también genera
confusión, porque los individuos son solicitados desde trincheras opuestas, los
valores espirituales pueden ser guías de
la acción, si se viven con honrada sinceridad. Así, el cristiano puede dar
testimonio de la verdad y esto es exactamente a lo que ha invitado el Papa a
los mexicanos. Romano Guardini expresó con claridad el significado de ser cristiano en el mundo de hoy: ¨ser
cristiano, es mas y otra cosa que ser hombre, hombre auténtico, hombre religiosamente
pio, hombre espiritual”. La verdad cristiana, siendo espiritual es también
concreta, existencial. El testimonio sólo puede darlo quien vive en la
verdad y los valores no son sino la
expresión en cada caso del compromiso con aquellos que nos necesitan. Dietrich
Bonhoeffer, el gran teólogo protestante, también reivindicó este carácter único
del cristianismo de no ser una doctrina, sino una persona: ¨Así –enfatizó-,
estamos a favor de la sacralidad de cara al mundo, integrada en él y no
autónoma, no separada; eso contradice la voluntad del Verbo hecho carne¨. Por
fortuna los jóvenes, los indígenas, los migrantes, y todos los que fueron a
escuchar al Papa sin prejuicios, entendieron el mensaje y se abrieron a la
esperanza. Por tanto, el viaje papal cumplió con su cometido. Francisco, en un
mensaje previo a los mexicanos puntualizó: “Es posible que ustedes se
pregunten: ¿Y qué pretende el Papa con este viaje? La respuesta es inmediata y
sencilla: deseo ir como misionero de la misericordia y la paz; encontrarme con
ustedes para confesar juntos nuestra fe en Dios y compartir una verdad
fundamental en nuestras vidas: Que Dios nos quiere mucho, que nos ama con un
amor infinito, más allá de nuestros méritos”. Imposible ignorar la semejanza entre esta misiva y las del apóstol Pablo al
dirigirse a las primeras comunidades cristianas. En ambos casos se trata de
mantener viva la fe. Si bien los contextos de tiempo y cultura difieren una
enormidad, la necesidad humana es
idéntica. Tal fue el mensaje del Pontífice en tierras mexicanas. Juzgar que esto
no es suficiente y que el Pastor Francisco debió asumir el papel de un líder
político, es no entender donde se localiza el punto de Arquímedes donde el
espíritu puede aplicar la fuerza para mover al mundo.
Al hablar a los diferentes
grupos con los cuales se reunió Francisco, siempre terminaba con la misma
solicitud humilde: “Recen por mi”: Solicitud que refleja el talante del Papa y
su convicción de que él también necesita de la fuerza que habita en su
interior, la fuerza del espíritu para no flaquear, no ceder ante quienes no
entienden o rechazan su papel en el mundo de nuestros días.
No hay comentarios:
Publicar un comentario