Gilberto Nieto Aguilar
El modelo neoliberal busca “adelgazar” todo aquello que significa una carga al erario, para depositar las responsabilidades tranquilamente en el pueblo, en las clases medias y en las clases desprotegidas (¿del Estado?), en los trabajadores de todo el aparato productivo, mientras afina con mayor precisión los tentáculos del sistema tributario, lo que a simple vista puede parecer contradictorio.
Mayor captación de recursos económicos y menor responsabilidad en su distribución puede parecer contradictorio. Y hasta cruel. Mayor concentración de diversos conceptos recaudados de los trabajadores y menor compromiso cada día con su seguridad social y con sus condiciones generales de trabajo. Un personaje representativo, entre los cómicos mexicanos, diría al respecto: “¡Que alguien me explique!”.
Técnicamente hay muchas formas de explicar estos procesos, pero al final aparece al descubierto una cruda realidad: el Estado al servicio del capital, favorecedor de las grandes compañías transnacionales y de los grandes empresarios mexicanos y extranjeros. En su seno lleva otra contradicción más en la presentación mexicana del libre mercado: es protectora y fomentadora de los monopolios, estigmatizados en los modelos neoliberales de los países desarrollados.
En este cambio progresivo de una visión emanada de los movimientos de 1910 y de la esencia constitucional de 1917, en casi todo el siglo pasado, jamás se acomodaron las piezas en los tableros de la economía, de la política, de la educación ciudadana, de la ética pública y social. México fue y no fue, dijo y no hizo, aparentó en el discurso, pero no llegó a poner en práctica los factores fundamentales que pudieron detonar un cambio positivo hacia el desarrollo equilibrado de la nación.
Con la caída del bloque socialista cayó también la ideología de lucha y el contrapeso del régimen capitalista. Pero fue un socialismo que sentó bases frágiles, que corrompió las ideas de Marx y Engels bajo la dictadura concebida por Lenin y la violencia alienante ejercida por Stalin. Un socialismo que terminó en imperio y que, como todos los imperios de la historia, quiso repartirse al mundo en míos y tuyos, buenos y malos, amigos y enemigos, rojos y blancos.
En el papel, desde 1990 el Estado Mexicano dejó de ser protector y benefactor de los trabajadores y sus familias. Desde entonces se fue convirtiendo en un Estado devastador de los privilegios y garantías de los trabajadores asalariados bajo la premisa oficial de que son una enorme carga, y de que el Estado debe abandonar posturas paternales y posiciones populistas.
El meollo del asunto sigue siendo el gobierno y la satisfacción de los fines fundamentales y complementarios de la población, el desarrollo del país, la calidad de vida, la libertad, los espacios y las oportunidades de desarrollo individual y colectivo, la prestación de servicios, las garantías individuales, los derechos humanos, la toma de decisiones, la ética pública y ciudadana. Los gobiernos posrevolucionarios hablaron un lenguaje socialista, solidario con los trabajadores, y estamparon sus decires en las leyes.
Tal vez no respetaron los principios de una ética pública y omitieron los canales legales de control que hicieron crecer con los años los mecanismos múltiples de la corrupción, creando una filosofía subterránea de protección y supervivencia que les llevó a una doble moral. Pero de la década de los noventa para acá, se enseñoreó del ambiente oficial y el discurso político, una especie de cinismo corrosivo.
El movimiento obrero mexicano y la emergencia del derecho sindical fueron la resistencia de los trabajadores a los abusos patronales y al Estado liberal capitalista, para que el individuo no fuera visto como un objeto económico de explotación, sino como una persona que además de obligaciones debía gozar de derechos. El sindicalismo mexicano es arrasado por la transformación del derecho del trabajo que impone el neoliberalismo, y que se viene aplicando desde 1990 hasta el día de hoy, progresivamente.
En la década de los ochenta, mientras el imperio soviético se tambaleaba y el capitalismo parecía no tener nada nuevo que ofrecer, dos figura políticas guiaban a sus países por caminos agresivos, pero bajo programas claros: Ronald Reagan y Margaret Thatcher. Fueron emisarios de la derecha y el capitalismo en un contrasentido: llevaron a cabo una revolución sin salir de los más estrictos moldes conservadores.
Tal vez las ideas socialistas en boga habían logrado filtrarse en las plataformas políticas de los países capitalistas desarrollados, y se llegó a hablar de un capitalismo solidario. Pero los actores mencionados desanduvieron el camino en forma firme y despiadada para terminar con la utopía de los estados solidarios y sociales. Y el neoliberalismo nació.
gilnieto2012@gmail.com
El modelo neoliberal busca “adelgazar” todo aquello que significa una carga al erario, para depositar las responsabilidades tranquilamente en el pueblo, en las clases medias y en las clases desprotegidas (¿del Estado?), en los trabajadores de todo el aparato productivo, mientras afina con mayor precisión los tentáculos del sistema tributario, lo que a simple vista puede parecer contradictorio.
Mayor captación de recursos económicos y menor responsabilidad en su distribución puede parecer contradictorio. Y hasta cruel. Mayor concentración de diversos conceptos recaudados de los trabajadores y menor compromiso cada día con su seguridad social y con sus condiciones generales de trabajo. Un personaje representativo, entre los cómicos mexicanos, diría al respecto: “¡Que alguien me explique!”.
Técnicamente hay muchas formas de explicar estos procesos, pero al final aparece al descubierto una cruda realidad: el Estado al servicio del capital, favorecedor de las grandes compañías transnacionales y de los grandes empresarios mexicanos y extranjeros. En su seno lleva otra contradicción más en la presentación mexicana del libre mercado: es protectora y fomentadora de los monopolios, estigmatizados en los modelos neoliberales de los países desarrollados.
En este cambio progresivo de una visión emanada de los movimientos de 1910 y de la esencia constitucional de 1917, en casi todo el siglo pasado, jamás se acomodaron las piezas en los tableros de la economía, de la política, de la educación ciudadana, de la ética pública y social. México fue y no fue, dijo y no hizo, aparentó en el discurso, pero no llegó a poner en práctica los factores fundamentales que pudieron detonar un cambio positivo hacia el desarrollo equilibrado de la nación.
Con la caída del bloque socialista cayó también la ideología de lucha y el contrapeso del régimen capitalista. Pero fue un socialismo que sentó bases frágiles, que corrompió las ideas de Marx y Engels bajo la dictadura concebida por Lenin y la violencia alienante ejercida por Stalin. Un socialismo que terminó en imperio y que, como todos los imperios de la historia, quiso repartirse al mundo en míos y tuyos, buenos y malos, amigos y enemigos, rojos y blancos.
En el papel, desde 1990 el Estado Mexicano dejó de ser protector y benefactor de los trabajadores y sus familias. Desde entonces se fue convirtiendo en un Estado devastador de los privilegios y garantías de los trabajadores asalariados bajo la premisa oficial de que son una enorme carga, y de que el Estado debe abandonar posturas paternales y posiciones populistas.
El meollo del asunto sigue siendo el gobierno y la satisfacción de los fines fundamentales y complementarios de la población, el desarrollo del país, la calidad de vida, la libertad, los espacios y las oportunidades de desarrollo individual y colectivo, la prestación de servicios, las garantías individuales, los derechos humanos, la toma de decisiones, la ética pública y ciudadana. Los gobiernos posrevolucionarios hablaron un lenguaje socialista, solidario con los trabajadores, y estamparon sus decires en las leyes.
Tal vez no respetaron los principios de una ética pública y omitieron los canales legales de control que hicieron crecer con los años los mecanismos múltiples de la corrupción, creando una filosofía subterránea de protección y supervivencia que les llevó a una doble moral. Pero de la década de los noventa para acá, se enseñoreó del ambiente oficial y el discurso político, una especie de cinismo corrosivo.
El movimiento obrero mexicano y la emergencia del derecho sindical fueron la resistencia de los trabajadores a los abusos patronales y al Estado liberal capitalista, para que el individuo no fuera visto como un objeto económico de explotación, sino como una persona que además de obligaciones debía gozar de derechos. El sindicalismo mexicano es arrasado por la transformación del derecho del trabajo que impone el neoliberalismo, y que se viene aplicando desde 1990 hasta el día de hoy, progresivamente.
En la década de los ochenta, mientras el imperio soviético se tambaleaba y el capitalismo parecía no tener nada nuevo que ofrecer, dos figura políticas guiaban a sus países por caminos agresivos, pero bajo programas claros: Ronald Reagan y Margaret Thatcher. Fueron emisarios de la derecha y el capitalismo en un contrasentido: llevaron a cabo una revolución sin salir de los más estrictos moldes conservadores.
Tal vez las ideas socialistas en boga habían logrado filtrarse en las plataformas políticas de los países capitalistas desarrollados, y se llegó a hablar de un capitalismo solidario. Pero los actores mencionados desanduvieron el camino en forma firme y despiadada para terminar con la utopía de los estados solidarios y sociales. Y el neoliberalismo nació.
gilnieto2012@gmail.com
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