Adriana Menassé
El Papa Francisco vino y se fue. Vino a México cuando se había dicho que no iba a venir, vino a algo. Eligió los lugares a donde quería estar, la gente a la que quería dirigirse, las comunicaciones que quería ofrecer. Sus detractores dicen que nada cambió, que nada cambia con su visita; critican el dinero que se gastó en su seguridad, la cantidad de policía en las calles, hablan de que hubiera sido mejor invertir ese dinero en escuelas o en medicinas. El problema es que entonces tendríamos que reprocharle al Estado financiar otros proyectos que también distraen recursos de las escuelas y los hospitales: museos cuya utilidad práctica no es clara, sinfónicas y filarmónicas, bandas y orquestas, compañías de teatro, escuelas de arte, de humanidades, y todas aquellas manifestaciones espirituales que esos mismos detractores (y la autora de esta nota) defienden como reserva impalpable y riqueza de este país. Sin duda todas estas precauciones eran necesarias en un país trastornado como el nuestro, y frente a un Papa que parece revolver como ningún otro en el pasado reciente las aguas de esa inmensa institución llamada Iglesia Católica, con sus múltiples corrientes y contradicciones internas.
No soy católica ni tengo interés alguno en hacer una apología del Papa Francisco, quien por otro lado junta seguidores y admiradores a su paso. También dicen sus críticos que se perdió el estado laico del que tantos mexicanos nos enorgullecemos, que el carácter ambiguo de la figura del Papa como jefe del Estado Vaticano y como líder espiritual de la cristiandad romana hacen difícil establecer una sana línea divisoria entre ellas. Otros Papas han venido a traer un mensaje cristiano a un país dominantemente cristiano, ¿cuál es la diferencia entonces con el Papa Francisco? Tampoco habló el Papa de pederastia ni pidió perdón en la tierra que protegió a Marcial Maciel, a ese infame fundador de los Legionarios de Cristo; no habló explícitamente de derechos humanos ni recibió a los padres de los 43 desaparecidos en Ayotzinapa. Entonces, ¿por qué habría de importarnos su visita? ¿Cuál sería el sentido de su mensaje?
El Papa Francisco vino a hablar de la esperanza. Vino a hablarles a los jóvenes, quiso dirigirse a los reos, a las víctimas y a los victimarios del crimen, de los feminicidios, de la trata de personas, de esos “traficantes de la muerte”, según su fórmula. Vino a un país atravesado por asesinatos sin cuenta, por la imposibilidad del Estado de hacerle frente a ese crimen que se ha enseñoreado en este país y al que éste no puede o no quiere enfrentar ni controlar. A un país desquiciado por la falta de perspectivas, hundido en el miedo y en la resignación, en la impotencia. Resignación frente a la evidencia de que a pesar de los esfuerzos de la sociedad civil y de la misma retórica gubernamental, no se combate seriamente la corrupción de los poderosos, no hay consecuencias reales a los funcionarios que impunemente roban o están en connivencia con los grupos mafiosos. Un país sumido en la corrupción, la impunidad y el crimen; en la falta de perspectivas para los jóvenes, perspectivas educativas y de trabajo. Y perspectivas ideológicas, morales y espirituales para vivir una vida con sentido. Jóvenes sin perspectivas de educación y de trabajo digno arrojados a un mundo que lo que principalmente valora es el poder adquisitivo y el poder a secas. Poder de mandar, de imponer la voluntad propia aun a costa de entrar en el círculo perverso del asesinato y la muerte. Vivir bien quiere decir, para la omnipresente publicidad, poseer las marcas de prestigio y poder que da el dinero. Ningún otro horizonte a la vista. El Papa quiso ofrecerles a esos jóvenes otro horizonte. El horizonte de una vida orientada a la paz, a lo que ennoblece al ser humano, a lo que le permite considerarse un “ser racional” o, en la retórica bíblica, “semejanza de Dios”; una vida dedicada a construir esa paz a partir del compromiso que tenemos con los demás, con todos los demás y especialmente con los más pobres, con los menos favorecidos. En un lenguaje directo, cercano, íntimo, quiso invitar a los jóvenes amenazados por el discurso, por esa tentación que es el crimen, a estar advertidos contra la degradación y la muerte a la que los arroja. Invitarlos a sostener la confianza en vez de la desconfianza y el miedo; a revertir el ciclo del desaliento para entrar en el ciclo virtuoso que se juega por lo que le da sentido a la existencia humana. A reconocer en su interior el deseo de mirarse en otros, de sentirse en otros, de llorar, incluso, con otros. Pues en tanto “seres humanos”, es decir, seres cuya vida se entiende solo en la huella de la confianza, la justicia y la alegría, somos llamados no a alimentar el crimen sino a combatir la corrupción, no a enriquecernos a costa de cualquier cosa sino a colaborar con las circunstancias que nos permiten agradecer e incluso alabar, dar gracias por el amor, construir el amor, sostenerlo. “No se resignen”, le dice Francisco a los jóvenes tanto como a los religiosos, la resignación es una trampa del demonio. La resignación, la impotencia y el miedo nos hunden en la desesperanza. La trampa del diablo es hacernos creer que nada puede cambiar. En su discurso a los religiosos y seminaristas dice: “¿Cuál puede ser una de las tentaciones que nos puede asediar? …¿Qué tentación nos puede venir de ambientes muchas veces dominados por la violencia, la corrupción, el tráfico de drogas, el desprecio por la dignidad de la persona, la indiferencia ante el sufrimiento y la precariedad? … Creo que podríamos resumir en una sola palabra: resignación. Y frente a esa realidad nos puede ganar una de las armas preferidas del demonio, la resignación. ¿Y qué le vas a hacer?, la vida es así. Una resignación que nos paraliza y nos impide no sólo caminar, sino también hacer camino…Una resignación que no sólo nos impide proyectar sino que nos frena para arriesgar y transformar”.
Para Francisco, a diferencia de sus predecesores, esperanza quiere decir cambio, valor para luchar, para resistir la tentación, para resistir la indignidad de la pobreza y la explotación, para luchar contra la corrupción y la impunidad. Para cambiar las leyes, porque “es mentira, dice, que la única forma que tienen de vivir los jóvenes aquí es la pobreza, la marginación, en la marginación de oportunidades, en la marginación de espacios, en la marginación de la capacitación y educación, en la marginación de la esperanza. Es Jesucristo el que desmiente todos los intentos de hacerlos inútiles, o meros mercenarios de ambiciones ajenas”. No habla solamente de la vida interior, de lo que ocurre con el alma; habla de las condiciones que degradan la vida y que han de ser resistidas afuera, en el mundo, porque es allí donde reside la esperanza de una vida digna, de una vida con otros, de una vida de alegría. Para Francisco la esperanza es la certeza, la fe, en la fuerza capaz de transformar, de resistir, de ennoblecer.
El Papa Francisco trae al mundo el aire fresco de una teología de esperanza y de vida. Una doctrina, dicen los especialistas, atravesada por la teología latinoamericana de la liberación. Una teología que no se concentra en el sacrificio, la culpa y el pecado sino en las orientaciones que conducen a una vida vivida humanamente, vivida de cara al Infinito, de cara a los otros, de cara a Dios. “La gloria de Dios es la vida de los hombres”, dice Francisco citando a San Ireneo.
Sí, hubiera sido bueno también escucharle condenar a los pederastas y decir sin tapujos que los investigará y meterá a la cárcel; que, como dice Lydia Cacho, en tanto jefe de Estado y líder espiritual aprovechara para predicar con el ejemplo, con un ejemplo.
No sé cuántos jóvenes escucharon su mensaje. No sé cuántos de los jóvenes, de las personas jóvenes o no tanto a quienes iba dirigido este mensaje pastoral; no sé cuántos de los funcionarios en el poder, cuántas víctimas del crimen, cuántos victimarios, cuántos de los que no ven salida a la aciaga situación que vivimos hoy en México, cuántos de los que buscan alternativas individualistas y solitarias entendieron, escucharon siquiera, esta comunicación filosófica, esta orientación hondamente espiritual dirigida a un mundo—ya no sólo a la realidad mexicana—que busca a tientas o a manotazos formas nuevas y sin embargo reconocibles de dar sentido a nuestro paso por la tierra. Este es el valor de la visita del Papa Francisco. No un mensaje de esperanza ilusorio y vacío, sino un llamado a la conciencia, a la acción, a la resistencia, a la apuesta por la vida, a lo que hace que sea digna de ser vivida. Quiso colaborar, junto con otros y en a medida de sus posibilidades, a verter aire limpio, a clarificar la atmósfera que respiramos y en la que hoy tantos se asfixian; a decir que la solidaridad y la chispa de candor que nos hace sensibles, solidarios y justos no es sólo palabrería muerta: que es la sustancia que nos conforma, el propósito que nos ciñe y la estructura en que discurre nuestra libertad. No es poca cosa, nos parece, ojalá que fuera audible para todos.
El Papa Francisco vino y se fue. Vino a México cuando se había dicho que no iba a venir, vino a algo. Eligió los lugares a donde quería estar, la gente a la que quería dirigirse, las comunicaciones que quería ofrecer. Sus detractores dicen que nada cambió, que nada cambia con su visita; critican el dinero que se gastó en su seguridad, la cantidad de policía en las calles, hablan de que hubiera sido mejor invertir ese dinero en escuelas o en medicinas. El problema es que entonces tendríamos que reprocharle al Estado financiar otros proyectos que también distraen recursos de las escuelas y los hospitales: museos cuya utilidad práctica no es clara, sinfónicas y filarmónicas, bandas y orquestas, compañías de teatro, escuelas de arte, de humanidades, y todas aquellas manifestaciones espirituales que esos mismos detractores (y la autora de esta nota) defienden como reserva impalpable y riqueza de este país. Sin duda todas estas precauciones eran necesarias en un país trastornado como el nuestro, y frente a un Papa que parece revolver como ningún otro en el pasado reciente las aguas de esa inmensa institución llamada Iglesia Católica, con sus múltiples corrientes y contradicciones internas.
No soy católica ni tengo interés alguno en hacer una apología del Papa Francisco, quien por otro lado junta seguidores y admiradores a su paso. También dicen sus críticos que se perdió el estado laico del que tantos mexicanos nos enorgullecemos, que el carácter ambiguo de la figura del Papa como jefe del Estado Vaticano y como líder espiritual de la cristiandad romana hacen difícil establecer una sana línea divisoria entre ellas. Otros Papas han venido a traer un mensaje cristiano a un país dominantemente cristiano, ¿cuál es la diferencia entonces con el Papa Francisco? Tampoco habló el Papa de pederastia ni pidió perdón en la tierra que protegió a Marcial Maciel, a ese infame fundador de los Legionarios de Cristo; no habló explícitamente de derechos humanos ni recibió a los padres de los 43 desaparecidos en Ayotzinapa. Entonces, ¿por qué habría de importarnos su visita? ¿Cuál sería el sentido de su mensaje?
El Papa Francisco vino a hablar de la esperanza. Vino a hablarles a los jóvenes, quiso dirigirse a los reos, a las víctimas y a los victimarios del crimen, de los feminicidios, de la trata de personas, de esos “traficantes de la muerte”, según su fórmula. Vino a un país atravesado por asesinatos sin cuenta, por la imposibilidad del Estado de hacerle frente a ese crimen que se ha enseñoreado en este país y al que éste no puede o no quiere enfrentar ni controlar. A un país desquiciado por la falta de perspectivas, hundido en el miedo y en la resignación, en la impotencia. Resignación frente a la evidencia de que a pesar de los esfuerzos de la sociedad civil y de la misma retórica gubernamental, no se combate seriamente la corrupción de los poderosos, no hay consecuencias reales a los funcionarios que impunemente roban o están en connivencia con los grupos mafiosos. Un país sumido en la corrupción, la impunidad y el crimen; en la falta de perspectivas para los jóvenes, perspectivas educativas y de trabajo. Y perspectivas ideológicas, morales y espirituales para vivir una vida con sentido. Jóvenes sin perspectivas de educación y de trabajo digno arrojados a un mundo que lo que principalmente valora es el poder adquisitivo y el poder a secas. Poder de mandar, de imponer la voluntad propia aun a costa de entrar en el círculo perverso del asesinato y la muerte. Vivir bien quiere decir, para la omnipresente publicidad, poseer las marcas de prestigio y poder que da el dinero. Ningún otro horizonte a la vista. El Papa quiso ofrecerles a esos jóvenes otro horizonte. El horizonte de una vida orientada a la paz, a lo que ennoblece al ser humano, a lo que le permite considerarse un “ser racional” o, en la retórica bíblica, “semejanza de Dios”; una vida dedicada a construir esa paz a partir del compromiso que tenemos con los demás, con todos los demás y especialmente con los más pobres, con los menos favorecidos. En un lenguaje directo, cercano, íntimo, quiso invitar a los jóvenes amenazados por el discurso, por esa tentación que es el crimen, a estar advertidos contra la degradación y la muerte a la que los arroja. Invitarlos a sostener la confianza en vez de la desconfianza y el miedo; a revertir el ciclo del desaliento para entrar en el ciclo virtuoso que se juega por lo que le da sentido a la existencia humana. A reconocer en su interior el deseo de mirarse en otros, de sentirse en otros, de llorar, incluso, con otros. Pues en tanto “seres humanos”, es decir, seres cuya vida se entiende solo en la huella de la confianza, la justicia y la alegría, somos llamados no a alimentar el crimen sino a combatir la corrupción, no a enriquecernos a costa de cualquier cosa sino a colaborar con las circunstancias que nos permiten agradecer e incluso alabar, dar gracias por el amor, construir el amor, sostenerlo. “No se resignen”, le dice Francisco a los jóvenes tanto como a los religiosos, la resignación es una trampa del demonio. La resignación, la impotencia y el miedo nos hunden en la desesperanza. La trampa del diablo es hacernos creer que nada puede cambiar. En su discurso a los religiosos y seminaristas dice: “¿Cuál puede ser una de las tentaciones que nos puede asediar? …¿Qué tentación nos puede venir de ambientes muchas veces dominados por la violencia, la corrupción, el tráfico de drogas, el desprecio por la dignidad de la persona, la indiferencia ante el sufrimiento y la precariedad? … Creo que podríamos resumir en una sola palabra: resignación. Y frente a esa realidad nos puede ganar una de las armas preferidas del demonio, la resignación. ¿Y qué le vas a hacer?, la vida es así. Una resignación que nos paraliza y nos impide no sólo caminar, sino también hacer camino…Una resignación que no sólo nos impide proyectar sino que nos frena para arriesgar y transformar”.
Para Francisco, a diferencia de sus predecesores, esperanza quiere decir cambio, valor para luchar, para resistir la tentación, para resistir la indignidad de la pobreza y la explotación, para luchar contra la corrupción y la impunidad. Para cambiar las leyes, porque “es mentira, dice, que la única forma que tienen de vivir los jóvenes aquí es la pobreza, la marginación, en la marginación de oportunidades, en la marginación de espacios, en la marginación de la capacitación y educación, en la marginación de la esperanza. Es Jesucristo el que desmiente todos los intentos de hacerlos inútiles, o meros mercenarios de ambiciones ajenas”. No habla solamente de la vida interior, de lo que ocurre con el alma; habla de las condiciones que degradan la vida y que han de ser resistidas afuera, en el mundo, porque es allí donde reside la esperanza de una vida digna, de una vida con otros, de una vida de alegría. Para Francisco la esperanza es la certeza, la fe, en la fuerza capaz de transformar, de resistir, de ennoblecer.
El Papa Francisco trae al mundo el aire fresco de una teología de esperanza y de vida. Una doctrina, dicen los especialistas, atravesada por la teología latinoamericana de la liberación. Una teología que no se concentra en el sacrificio, la culpa y el pecado sino en las orientaciones que conducen a una vida vivida humanamente, vivida de cara al Infinito, de cara a los otros, de cara a Dios. “La gloria de Dios es la vida de los hombres”, dice Francisco citando a San Ireneo.
Sí, hubiera sido bueno también escucharle condenar a los pederastas y decir sin tapujos que los investigará y meterá a la cárcel; que, como dice Lydia Cacho, en tanto jefe de Estado y líder espiritual aprovechara para predicar con el ejemplo, con un ejemplo.
No sé cuántos jóvenes escucharon su mensaje. No sé cuántos de los jóvenes, de las personas jóvenes o no tanto a quienes iba dirigido este mensaje pastoral; no sé cuántos de los funcionarios en el poder, cuántas víctimas del crimen, cuántos victimarios, cuántos de los que no ven salida a la aciaga situación que vivimos hoy en México, cuántos de los que buscan alternativas individualistas y solitarias entendieron, escucharon siquiera, esta comunicación filosófica, esta orientación hondamente espiritual dirigida a un mundo—ya no sólo a la realidad mexicana—que busca a tientas o a manotazos formas nuevas y sin embargo reconocibles de dar sentido a nuestro paso por la tierra. Este es el valor de la visita del Papa Francisco. No un mensaje de esperanza ilusorio y vacío, sino un llamado a la conciencia, a la acción, a la resistencia, a la apuesta por la vida, a lo que hace que sea digna de ser vivida. Quiso colaborar, junto con otros y en a medida de sus posibilidades, a verter aire limpio, a clarificar la atmósfera que respiramos y en la que hoy tantos se asfixian; a decir que la solidaridad y la chispa de candor que nos hace sensibles, solidarios y justos no es sólo palabrería muerta: que es la sustancia que nos conforma, el propósito que nos ciñe y la estructura en que discurre nuestra libertad. No es poca cosa, nos parece, ojalá que fuera audible para todos.
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