Dios nunca muere, si es blanco
Muere
el sol en los montes
Con la luz que agoniza
Pues la vida en su prisa
Nos conduce a morir
Con la luz que agoniza
Pues la vida en su prisa
Nos conduce a morir
Macedonio Alcalá
Juan
Fernando Romero Fuentes
The Revenant
(dirigida por Alejandro González Iñárritu), con obvios tintes bíblicos, es desde
luego también una crítica a la depredación del hombre blanco, sumido en la
economía del despojo, que muy de paso nos da una lección de teoría económica:
300 dólares eran una fortuna en el siglo XIX que se guardaba en caja fuerte
(claro que si los traen ahora México, lo mismo los guardaríamos).
Hugh
Glass, alias el renacido, (Leonardo Dicaprio), es redimido por su amor a una
indígena, condición que lo hace menos malo –pero más sufridor- que su
antagonista, Fitzgerald (Tom Hardy). El blanco bueno tiene el alma buena y se
convierte en un Ulises gringo que repta por la hermosa tierra con dos únicos
fines: la venganza y la justicia divina; ambas le son concedidas (Dicaprio,
asesorado por Joyce y Nietzsche, afirmó que no se trata de venganza, sino de la
lucha interior de un hombre, así hablaba
Zaratustra).
Fitzgerald,
como además de malvado es analfabeta, no leyó ni la Biblia ni a Esopo, así es
que se la pasa bien en el mismo periplo: la belleza de los bosques y los ríos
de Norteamérica son un escenario más cinematográfico que el Viejo Oeste, y la extraordinaria
fotografía realizada por Emmanuel Lubezki, es digna del Oscar; y quizá también
lo merezca la inarticulada expresión del políglota Glass, quien incapaz de
hablar inglés, francés o sioux, tiene que emitir sonidos guturales que quizá le
enseñó la mamá osa cuando jugaba con él -ya que nunca intentó matarlo, por
cierto, en escenas muy bien logradas con CGI-. Glass aprende este sistema
expresivo rudimentario y aprende también en su primera resurrección que los
animales son muy calientitos, cuando la osa muere encima de él, pero, a
pesar del peso, él no osa morir. Esta lección le permite más
tarde desollar al caballo que naturalmente muere al caer del precipicio, pero,
míticamente, el semidios Glass seguirá sobreviviendo a pesar no de dormir
desnudo, pero sí de despertar desnudo en temperaturas muy por debajo del cero y
a pesar del mal olor que ni siquiera le produce el menor gesto de asco; y en este
milagroso despertar y -gracias a plancha
express- tener su ropa limpia al lado del amigable y útil caballito.
No
sé quien no se decide, pero me inclino a pensar que esta coproducción
mexicano-gringa tuvo varios puntos de discusión, pues hay una ambigüedad
latente y manifiesta entre el mestizo Iñárritu que celebra la mezcla, y el estadounidense
co-guionista Mark. L. Smith respecto a
los indios pieles roja roba caballos, justos, buenos y muy buenos: el hijo Hawk,
y el que encuentra desfalleciente a Glass y le da de comer, lo cura, lo protege
inteligentemente de la nieve –no lo entierra- lo abraza como un hermano en el
sueño de recuperación; son indios sabios, como lo demuestra el único
pensamiento de la mujer de Glass que se repite una y otra vez; y, finalmente,
tontos: y los blancos, sucios, mentirosos, débiles del alma, corruptos,
podridos –la piel blanca de Glass está podrida- malvados, borrachos,
violadores, y, finalmente, justos.
Habrá
que abonarle a Inárritu el mensaje de crudeza y ambición de los colonizadores
angloamericanos y habrá que restarle a Dicaprio el mensaje melodramático que
nos enfrenta a una película hollywoodense, no a una tragedia.
A
los árboles, como al indio Juárez, el viento no les hace nada; a los osos se
les roba la piel para irse a vivir a un lugar que aún no existe: Texas, pero que
recuerda a México, el delicioso sur que
los gringos, cansados de comer salmón crudo, huyen al cálido amor que
proporcionan los hombres y las mujeres indígenas.
Quizá
si hubieran hecho un circunloquio hacia el futuro, donde la inteligencia del
hombre blanco (expresada en la tecnología) hubiera permitido vencer el problema
del calentamiento global, sólo que, sin querer, se les pasó la mano, y enfriaron
un poco de más la tierra, y entonces tienen que aprender a sobrevivir en ese
hipotético futuro y así encontrar en los indios nativos americanos a sus
maestros, que ya sabían convivir con la madre tierra. En esta parábola, los
blancos seguirían siendo crueles y muy tontos, y el sistema económico depredador
no tendría cambios, pero los verdaderos sabios serían los indígenas que
sobrevivieron en y con sus reservas, amando nuestro hermoso planeta.
Xalapa.
Ver. 21 de febrero del 2015
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