Manuel
Gámez Fernández
Estuvo
profundamente intrigado las primeras semanas de estar viviendo en ese edificio
de seis pisos, al mirar noche tras noche a lo lejos, desde la azotea donde se
encontraba su cuarto, aquella ventanita entre los árboles por donde salía la
luz.
Pero la
intriga no se forma ante algo cotidiano, aquella ventanita poseía algo que la
sacaba de lo común: la luz cuando anochecía, era de un rojo carmín centellante
que marcaba los árboles con esa oquedad que los rojos imprimen a las cosas que
tocan y hacia las nueve de la noche la luz salía dorada, tan dorada que los
árboles se podían ver como si fueran láminas de oro puro. Y a las doce, cuando
el reloj de la Parroquia
lanzaba sus campanadas, la luz se tornaba tan blanca que en gran parte del
cielo no se podían mirar las estrellas y uno se imaginaba que esa luz tocaba el
infinito.
Pero la
intriga se hizo aun más poderosa el jueves, cuando decidió no volver a mirar la ventana y estando
acostado en su cama podía distinguir los cambios de color a través de la pared
y se tuvo que levantar atormentado ante la posibilidad de una locura prematura.
El
viernes amaneció en silencio y en medio de ese silencio descubrió mágicamente
el lugar donde su destino se volvería una paloma mensajera.
La casa
estaba localizada en un solar sin barda, sin rejas, sin ningún camino aparente
que condujera hasta ella, y los árboles eran unos sauces gigantes que con sus múltiples brazos y su
llorosa fronda la protegían de miradas escandalosas.
A primera
vista, todo parecía algo tan trivial, como una reunión de magos insomnes, o
algún enorme ser extraño irradiando
colores en el solsticio de su pasión. Sin embargo, la noche del sábado
mientras el rojo atravesaba la madera viviente y parecía que la savia entraba
en ebullición, él caminaba hacia la ventana, con pasos que la hierba disminuía,
dispuesto a enfrentarse con cualquier aparición alucinante o algún hechicero
celebrando sus ritos entre miles de magos que formaban la luz al realizar sus
conjuros virtuales.
Al
asomarse, ya no fue capaz de controlar sus actos, penetró a la casa sin
necesidad de caminar o moverse del lugar en que estaba: toda su existencia se
encontraba allí dentro como un aleph real, girando, evolucionando, estallando
en miles de pensamientos y sensaciones que lo transportaron a la niñez y a
todas las edades por las que el tiempo lo había conducido anteriormente. De
repente se hallaba en túneles olvidados donde nacían las apariciones de los
primeros días de su fugitivo existir, se veía dando los primeros pasos y se
sentía caminar sobre unas piernas débiles y torpes ,se sentía caer y llorar y
se veía de pronto en otra etapa, en otro círculo, en otra imagen de si mismo,
donde corría sintiendo el viento y el sudor de su cuerpo, y mas atrás el miedo,
la angustia, la risa incontrolable, el sentirse caer infinitamente hacia el
olvido, la pasión desmedida del fluir, del vibrar, del continuar viviendo,
rodando, deseando, gozando, amando todo lo que lo rodeaba porque
inconscientemente lo sabia íntimamente ligado con su persona, hecho para él,
creado para él , maravillosamente dotado de si mismo. Y la embriaguez
placentera de sus descubrimientos, del
hallazgo de su verdad, de su camino, de todas sus existencias anteriores,
siguió pasando como un sueño divino que lo suspendía en su inmaterialidad
llevándolo tras invisibles fuerzas superiores que lo arrastraban y le mostraban
cara a cara al único y auténtico ser: i él mismo!
Toda la
noche duró esa extraña incursión al fondo del olvido. Hasta el amanecer, cuando
la luz solar goteaba por los agujeros de la casa, despertó al encanto por el
que había pasado.
La
realidad continuó pegándose a sus células. Salió de la casa agotadísimo, pero
ebrio en su felicidad, dispuesto a proseguir con ese destino que de cualquier
manera, en el fondo, era un estallido de alegrías incontrolables.
Durmió
dos días completos y al tercero se levantó, sin embargo, con el temor
rasgándole el estómago. Todo había sido muy bello y muy cierto, pero no deseaba
repetirlo, tanta hermosura le aterraba, le erizaba los bellos el recordarlo y
el miedo también se le escurrió a la sangre.
El día
con sus horas y sus minutos y sus segundos, fueron un solo de chelo vibrando y
atormentando con rabia sus entrañas.
Como un
sonámbulo se dirige noche a noche hacia la ventana, a mirarse de frente, no
necesita una llamada, la luz roja es el primer aviso, y la atracción se inicia,
todos sus nervios se incorporan exigiendo el místico alimento.
El hambre
se le ha ido y quienes lo conocen lo ven con lástima y piedad, tal vez porque
su cuerpo ha quedado cubierto con esa ligereza
que los colores tienen en el fondo. Sabe
que ha de morir en un día cercano porque lo ha visto en los signos que
el tiempo ha colocado bajo su piel en ese cuerpo etéreo que lucha por fugarse.
Pero sabe
que hay algo más fuerte que la vida, más poderoso que el deseo inconsciente y
eternamente alegre de vivir, por eso siempre lo atrapa el aleph de la casa que
conoce perfectamente sus pulsaciones interiores, y ya no puede escapar.
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