David
Nepomuceno Limón
Mi
abuelo me lo contó. Fue algo que sucedió hace muchas décadas. La historia no
hizo registro alguno de lo ocurrido porque sólo se había tratado de un hecho
cotidiano. Se trataba de una población que luchaba por su progreso. Era un
ámbito rural donde la economía se basaba en el ritmo del clima y las cosechas.
Las calles empedradas y los caminos irregulares daban cuenta de los productos
trasportados a lomo de caballo.
Por las noches, todas las calles se hallaban
en completa oscuridad. La gente se orientaba por medio de las débiles luces que
salían por las ventanas de los hogares. De esa manera transcurría el tiempo,
hasta la llegada del nuevo día.
El suceso empezó una madrugada, iniciado por
don Antonio Feliciano De la Garza y Colina. Ese día, en los humildes hogares,
en los patios y la calle entera se respiraba tranquilidad y silencio. El
sosiego fue interrumpido por la estentórea coz de don Antonio:
-¡Agárrenlos! ¡Que no escapen! –gritaba
furioso el comerciante De la Garza, saliendo de inmediato al patio trasero de
su casa mientras daba voces a sus empleados. A los pocos minutos, cuatro
hombres esperaban sus órdenes. Dos ladrones habían hurtado joyas de un baúl.
La puerta de la comandancia se estremecía
bajo los fuertes golpes de un llamado con urgencia. A los pocos minutos, la
queja quedó asentada en el libro correspondiente. El señor De la Garza
denunciaba haber sido víctima de un robo perpetrado en su propio hogar unos
momentos antes. Los delincuentes habían sido identificados cuando consumaban su
fechoría. Se trataba de los hermanos Gutiérrez, un par de holgazanes que sólo
trabajaban para mantener su vicio. Tenían fama en el pueblo por sus constantes
riñas cuando andaban tomando y por tratar de enamorar a cuanta mujer se
encontraban en la calle sin importarles las consecuencias posteriores.
Dados los antecedentes, nunca se puso en
tela de juicio la demanda en contra de dos sujetos desobligados, sin patria,
que rehusaban trabajar por periodos que iban más allá de una jornada. Eran dos
seres que masticaban el tiempo, con saber a laxitud.
El frío envolvía el ambiente, y a pesar de
ello, algunas personas empezaban a reunirse junto a la comandancia. Los cascos
de los caballos golpeaban inquietos la calle empedrada, despertando a los
vecinos, que creía presenciar algo siniestro y fuera de lo común.
Las primeras cuadrillas salieron de
inmediato, y pese a la cantidad de personas contratadas para capturar a los
Gutiérrez, no hubo éxito al revisar las calles y callejones donde podrían
haberse ocultado. En casos esporádicos, los caballos eran urgidos a golpear con
las patas delanteras las puertas de las cantinas, como un signo de
superioridad. Los rostros de los vecinos reflejaban el terror de imaginar la
puerta de su propio domicilio allanada por una incursión sin el permiso del
propietario.
En una taberna, ubicada cerca de la calzada
de Los Tordos y que consentía a los trasnochadores, la clientela disfrutaba sus
bebidas tras las puertas cerradas. De pronto, un policía entró bruscamente
buscando a los hermanos Gutiérrez. Todos los presentes dirigieron mecánicamente
sus miradas hacia Patricio y Anacleto.
Mientras el guardia informaba a su jefe
inmediato que ahí se encontraban los ladrones, los dos hermanos aprovecharon
para saltar de inmediato por la ventana y corrían ocultándose en la oscuridad
de la calle. Lo hacían como una respuesta refleja al tener la sensación de que
se hallaban en peligro, pero jamás habían imaginado que pesaba una acusación
sobre ellos. Al verse rodeados de gente a caballo y policías, no protestaron
por la manera en que eran conducidos a la comandancia.
A la mañana siguiente, un juez proveniente
de la ciudad más cercana ponía oído atento al asunto que se ventilaba. Se
trataba de una acusación llena de elocuencia, donde todo apuntaba a que se
trataba de un hecho verdadero. Por su parte, los hermanos Gutiérrez, en
silencio, escuchaban sin distraerse. Sus sentidos, adormecidos todavía por el
alcohol, empezaban su retorno a la realidad.
El comerciante ofendido describía que los
había sorprendido dentro de su casa cuando sacaban joyas de un pequeño baúl y
las introducían en un saco sucio. Al verse descubiertos, habían corrido al
patio de inmediato, para saltar la barda después.
-¿Está usted seguro de que eran ellos?
–preguntó el juez.
-Sí, señor juez, estoy seguro. Yo estaba en
la cocina, vi que pasaron y fueron directamente al baúl, sacaron las joyas y
corrieron.
Los acusados negaron enérgicamente los
hechos con sus ademanes, pero al no tener derecho al uso de la palabra, sólo la
acusación de don Antonio nutría la verdad de lo acontecido. La formalidad que
vestía la audiencia eliminaba toda posibilidad de inocencia. Para la autoridad
no existía la más remota idea de confrontación de argumentos, mucho menos que
se diera una sentencia leve ante la terrible falta de respeto hacia el hogar
del honorable comerciante.
El comportamiento de los hermanos Gutiérrez
discordaba de la sociedad que los juzgaba. La gente seguía el proceso reprobando
el acto de los acusados, los que habían evidenciado carecer de todos los
valores habidos y por haber, mientras ellos, extrañados, no encontraban sentido
a la acusación.
Después de un momento de reflexión, el juez
tomó la palabra haciendo notar que la sentencia sería inapelable. Nadie podría
eliminarla.
-En vista de que Patricio y Anacleto
Gutiérrez fueron reconocidos en el momento y lugar de los hechos, se les
condena a dos años de trabajos forzados en las minas de piedra de Palma Dorada.
Todos los presentes eran testigos de un acto
de justicia. Cuando los acusados fueron retirados de la sala, el juez preguntó
por curiosidad al comerciante por qué nada hizo por detener a los ladrones. La
respuesta, ante el silencio del público, se escuchó claramente:
-Tuve la intención de hacerlo, señor juez,
pero en ese momento desperté.
Hubo un momento en que todos estaban
inmóviles, pero el hilo del refinamiento que debía darse en el respeto a las
clases sociales altas no se rompió.
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