Aurora Ruiz Vásquez
El aroma a naranjos en
flor y café recién hecho, me guiaban todas las mañanas casi automáticamente, a
la choza de Sarita. Pasaba a saludarla, antes de llegar a mi trabajo. Ella
amablemente me invitaba unas rosquillas azucaradas con canela recién salidas
del horno; acompañadas de café caliente, que a veces me hacía sudar. Me sentaba
sólo un momento y me despedía, prometiéndole regresar por la tarde.
Sarita era una mujer
como de setenta años, muy trabajadora. Vivía únicamente con un muchacho que
había criado desde pequeño, hoy ya de doce años y decía que era su nieto Teo.
Era con lo único que contaba, pues no tenía familia, se aferraba a él y vivía
feliz; exhibiendo todavía gran fortaleza física y mental.
Se sostenían de los
pequeños trabajos que les encomendaban los vecinos. Le molestaban los ruidos y
las aglomeraciones de gente de la ciudad, por lo que vivía en las afueras,
cerca de un bosquecillo a la orilla del camino. Donde podía escuchar las
pisadas en la grava cuando alguien se acercaba y el trinar de los pájaros por
la mañana.
Teo tenía suerte,
Sarita era como su propia madre. Guando llegaba Teo, le daba un beso y la
zarandeaba de la cintura, ya que era una mujer bajita y menuda,. Terminaban en
carcajadas seguras. Teo la adoraba y la cuidaba, era un niño muy listo y
actuaba como si fuera más grande de edad.
El mayor placer de
Sarita, era convidarnos de su exquisito café con pan y unos taquitos, que por
la tarde a mi regreso, comíamos alrededor del comal y los leños rojos que se
consumían en la lumbre dándonos calor. Ese sabor de los tacos no lo he
encontrado en ninguna parte, eran únicos: un picor dulzón agradable al paladar.
El día era frío, solo
se escuchaba el silbar del viento y el murmullo del agua del río cercano. Teo
había ido a recoger ramas cecas al pinar. Sarita cocinaba contenta. Cuando pasé
por la mañana, todo estaba en orden. Para mí se había vuelto una obligación ir
a saludar a mi amiga y llevarle algo de comida, o lo que le hiciera falta.
Ya oscurecía cuando a
mi regreso, encontré a Sarita en la puerta de su vivienda. Seguramente algo
andaba mal.
─Hola, qué pasa ¿alguna
novedad?
─Sí, ¡el Teo no ha
regresado desde la mañana!
─¿Se habrá perdido?
No creo, pues conoce
bien el camino y nunca se había tardado tanto.
─No se preocupe, voy a
buscarlo.
La cara de esa mujer
estaba desencajada y muerta de angustia, tal vez haciéndose las peores
conjeturas. Pasaron las horas y creció su desconcierto, caminaba de un lado a
otro, tomó te de tila amargo, se tallaba sus piernas con alcohol pues sentía se
le entumían hasta que se decidió a salir a enfrentar la oscuridad de la noche y
como pudo, dando tropezones emprendió el camino al pina,r con la esperanza de
encontrar a su querido Teo.
Por mi parte, di dos
vueltas a la zona y no encontré nada. Unos arrieros transitaban por el lugar y
uno de ellos se unió a la búsqueda y después otro más el que sugirió dar parte
a las autoridades. Nos repartimos para peinar la zona hasta la ribera del río.
A los pocos minutos encontraron a Sarita,-persona muy conocida- la convencieron
de regresar a su casa y la acompañaron para que descansara prometiéndole que
ellos no pararían hasta no encontrar a Teo. Mientras tanto, otro de los
voluntarios gritó, dando la voz de alarma ¡aquí! ¡aquí! Junto a un matorral
vio, a la orilla del río, un bulto informe que lo sorprendió, una bola de carne
humana; alumbramos con la linterna, lo reconocí, era él. Tenía un machetazo en
el cuello, se había desangrado en extremo y yacía en un charco de sangre
oscura, con los ojos abiertos. Su cuerpo desmembrado formaba algo compacto
irreconocible. Había sido salvajemente asaltado, pero ¿por qué? ¿quién se
atrevió a semejante bajeza?.Todo mi cuerpo temblaba, sentía una opresión en el
pecho las piernas no me respondían, pensé en Sarita ¿cómo darle la noticia?
Para mí fue una impresión terrible que no me dejaba pensar qué hacer?.Sin
esperar autoridad alguna, pusimos el cuerpo en una manta y nos encaminamos a la
casa, caminamos en silencio con él a cuestas. En el ambiente sólo se
escuchaba el aletear de
las aves nocturnas. Los rayos tenues de la luna que apenas salía, nos ayudaron
a llegar en pocos minutos a la casa..
Me armé de valor y me
adelanté para preparar a Sarita y poderle dar la noticia. Ella ya lo intuía, la
encontré hincada frente a su altar sin una lágrima, pero con la cara cambiada
que reflejaba todo su dolor. Entré y me dijo:
─No me lo digas, yo ya
lo sé.
─ Si Sarita, aquí se lo
traemos, pero desgraciadamente sin vida.
─.¡Que Dios nos
acompañe!.-fue lo único que dijo y se tapó la cara con sus manos.
Rápidamente conseguí el
ataúd para que no lo viera destrozado. Le rezamos toda la noche y muy de mañana
lo sepultamos. Sarita, prendida al ataúd, lanzaba unos lamentos como de un
animal herido. que desgarraba el alma de los oyentes.
Sarita decía, Teo me
ganó a partir, pero su cuerpo y su recuerdo están conmigo ¿qué tal si no lo
hubieran encontrado, si no hubiera aparecido?
A partir de ese día,
jamás abandoné a mi amiga Sarita. Y la imagen de Teo se me quedó grabada por mucho
tiempo.
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