Aurora Ruiz Vásquez
En una mañana espléndida, recién salido
de la agencia, con un traje rojo reluciente, abrí mis puertas a un joven
abogado que se lanzaba a ser juez por primera vez y tenía mucho por recorrer
como yo. Tomamos la carretera principal en un largo viaje entre arboleda y un
aire perfumado, que me permitió hacer algunas reflexiones, como pensar en la
vida y en la muerte.
Estaba lleno de energía y en mi cabeza
bullían mil proyectos por realizar, quería recorrer el mundo a altas velocidades
casi sin sentir el pavimento. Mi máquina funcionaba de maravilla; silenciosa y
precisa ¿cuál sería mi futuro? Cualesquiera que fuera, estaba dispuesto a
enfrentarlo, a desafiarlo, sin embargo, pensaba que no le temía a la vida ni a
la muerte, pero sí a la vejez. Ese sentimiento que invade cuando la vejez se
acerca, mezcla de nostalgia y aburrimiento. Cuando mi carrocería ya no
funcionara igual, cuando mis llantas gastadas se poncharan a cada rato
paralizándome, cuando mis engranajes se oxidaran o mi sistema eléctrico
fallara. ¿Qué iba a ser de mí? Me imaginaba abandonado en un taller mecánico
donde nadie me hiciera caso. Mi dueño me quería, me cuidaba como a un juguete
nuevo, con él me sentía seguro, pero la
idea de sentirme viejo, decrépito me inquietaba sin dejarme vivir. Pensaba en
el día en que me dejaran encerrado en el garaje y me suplieran por otro
vehículo, ahora de color azul, muy fácil, pero para mí, algo doloroso, así como
imaginarme que mis cosas fueran para otro. Que no las apreciaran, que no las cuidaran
como yo. Un apego exagerado que me enfermaba. Sufrí hasta que tuve que aceptar
que todo es transitorio, que somos hechos de ruidos, susurros y recuerdos, tuve
que aceptar que mis bienes pasarían a otras manos, me gustara o no.
Llegó un momento en que empecé a emitir
ruidos lastimeros, fui desintegrándome sin sentirlo, hasta convertirme en un
costal de huesos (fierros viejos), que arrojaron al mar sin piedad. Ya en la
profundidad, experimenté una paz infinita y me invadió un sueño profundo. Era
la inefable muerte que transformaba el cielo en otro tan hermoso, que me
dediqué a contemplarlo: miles de especies marinas me circundaban; peces de
colores, algas, corales y perlas escondidas. El sol se reflejaba difuminando
sus colores escuchándose una música celestial. Un tesoro nunca visto que me
deslumbró. Pasó el tiempo, y un día llegó hasta la profundidad, el silbato de
un buque como un coro de voces lejano,
más tarde, sentí la proximidad de un
buzo; me reconoció; como parte de su coche rojo, el primero que tuvo en
su juventud. La alegría fue mutua, se aproximó a recoger una parte de mi cuerpo
muerto y se fue, dejando entre las burbujas de agua una orquídea de colores malva
y lila esfumados, dejándome una tranquilidad que me hizo dormir eternamente.
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