viernes, 7 de septiembre de 2012

EL DEBER


Por: Aurora Ruiz Vásquez

Medio dormido, escuché el timbre del teléfono cuando apenas amanecía. Sobresaltado, apenas percibí la voz imperativa de mi jefe de la Reforma Agraria que me decía: prepárate, pues tienes que acudir  a hacer un deslinde topográfico urgente, a ese poblado lejano del que hablamos.
 Desconcertado, –pues conocía la gravedad del problema –ya no pude dormir; me levanté de inmediato y me dispuse a recibir instrucciones. Precisamente el tiempo era infernal; viento helado y aguaceros torrenciales apocalípticos. Según las noticias, los ríos se habían desbordado y los caminos eran intransitables; sin embargo, ante tal orden, había que partir, pues los datos se requerían con urgencia.

Contaba con un jeep propiedad del gobierno, en no muy buenas condiciones, con un chofer y dos ayudantes. Hablé con ellos, reuní mi equipo de trabajo: el teodolito, estadales, libreta de campo, documentos, linterna, mangas de hule, cantimploras, morrales con algo más y unas provisiones, sin olvidar el botiquín de primeros auxilios. Me vestí con pantalones de dril, sudadera, chamarra gruesa, me calcé las botas altas de piel  y tomé mi saracoff y el sombrero de palma con forro. Cargamos gasolina. Todo estaba listo y me disponía a abordar el vehículo muy temprano, cuando recibí un mensaje de mi mujer: “Avisaron de la escuela secundaria de Olga que sufrió un fuerte cólico, la revisó el médico y dijo que era apendicitis aguda y la tienen que operar de inmediato”.
 Sentí que la vista se me nublaba ante tal noticia. Por un momento no supe qué hacer; caminé, me calmé un poco, cerré los ojos y reflexioné: ya está dictaminado  el diagnóstico y la operación es inminente, está en buenas manos, además ella es fuerte. Mientras  permanezca en el hospital y la operan, yo cumplo con mi comisión de un día y regreso de inmediato a verla. Por fortuna mi esposa es capaz de resolver la situación como convenga. Con el mismo mensajero le hice saber a mi mujer la decisión tomada y le envié algo de dinero, esperando estar presente lo más pronto posible.

En ese mismo instante, aún con el mal tiempo, partimos a gran velocidad por la carretera, para internarnos después de varios kilómetros, a caminos de terracería y a tomar atajos cubiertos de maleza y zarzales  bordeando ríos. Atravesamos montañas y sembradíos con el optimismo de los muchachos, mis ayudantes, que era para ellos una aventura fascinante. Por fin  llegamos a los terrenos ejidales que había que medir. Todo el trayecto mi pensamiento estaba pidiendo por la salud de mi hija, sin querer arrepentirme de mi viaje, que esperaba fuera rápido, auque sabía, confidencialmente, que existía un conflicto serio entre los ejidatarios y el gobierno, que me habían confiado sólo a mí y no podía fallar. Con esos pensamientos, el camino se me hizo relativamente corto. La tempestad había cesado y el sol empezaba a enviar tímidamente sus rayos.
 Cuando el vehículo detuvo su marcha y bajamos, nos encontramos sorpresivamente, rodeados de una multitud de hombres armados de machetes relucientes, que brillaban como espejos, dispuestos a atacar.

 –¡Ni un paso más, aquí  nadie entra señores! – Gritaron

Tomás, el chofer, hombre alto y corpulento se colocó delante de mí. Julio y Mario, a mi lado. Como mi estatura es baja, me subí en un peñasco y grité con voz fuerte  – ¡Qué pasa, amigos…! hemos venido en son de paz a platicar con ustedes, les suplico hablemos. El gobierno solo busca su bienestar y está de parte de ustedes. Bajaron los machetes y  poco a poco se fueron tranquilizando. Se adelantó el líder hacia a mí, hasta quedar a un metro de distancia;  me serené yo también, e intenté platicar con él y convencerlo de que permitieran medir; no se de dónde me salieron las palabras y el valor para hablarle. Él contestaba con monólogos, intercalando frases incomprensibles en su dialecto. No entendía nada, Imposible  dialogar, todo fue inútil. Entonces intenté hacerme entender como  pude y le dije: yo solo cumplo con una orden, mi deber como un trabajador cualquiera es cumplirla, pero si ustedes no lo permiten, no se hace nada.  Yo únicamente lo informaré a mis superiores. Soy campesino como ustedes y sé lo que la tierra significa, ¿de acuerdo? Está bien.– contestó el líder, no muy convencido.
Por lo pronto, se había evitado un derramamiento de sangre. Emprendimos la retirada, nos disponíamos a subir al vehículo, cuando nos dimos cuenta  que ya ellos lo habían confiscado y sin piedad habían destrozado nuestras herramientas de trabajo. Fue necesario que les prometiéramos de mil maneras que ya nadie los molestaría, para que nos los entregaran  y pudiéramos partir.

Momentos difíciles se habían presentado pero recordé que violencia genera violencia, por lo que intenté controlar mis impulsos y razonamiento interior actuando con relativa serenidad, ante la ignorancia y testarudez de los nativos. Julio y Mario estaban lívidos; eran sus primeras experiencias, que provocaron el miedo y la impotencia, afectando a uno, el estómago con una diarrea espantosa y al otro le sobrevino una crisis de nervios, el chofer resistió, y yo lo que deseaba era llegar a mi casa. Emprendimos el camino de regreso cuando el buen tiempo nos favorecía, sin embargo, el terreno era todavía lodoso y  los ríos permanecían crecidos. Para ganar tiempo, bordeamos el río y tomamos unas veredas laberínticas. Nos perdimos irremediablemente, entre la arboleda y zacatales. Yo  ya no sabía razonar. La sorpresa, el esfuerzo desplegado, la falta de alimento, me habían agotado por completo; el tiempo seguía creciendo apresurado  y la noche se anunciaba, dificultando la marcha. Después de varias horas de camino, encontramos providencialmente a un hombre que nos aproximó a la carretera, cuando  ya casi era de madrugada. De ahí ya pudimos acelerar; me sobrevino entonces, otra vez, una angustia incontrolable pensando en mi hija; la vista se me nublaba, sentía desfallecer y me recriminaba haberla abandonado. Los muchachos lo notaron y pararon el viaje queriendo auxiliarme con unas compresas de agua fría, me administraron un sedante que me hizo dormir. Perdimos así varias horas en un descanso necesario; ya pasado el peligro  comentamos los sucesos ocurridos con los ejidatarios hasta con cierto humor. Les platiqué el motivo de mi preocupación por lo que continuamos el viaje con rapidez en terrenos conocidos y acordamos ir directamente a mi casa donde me dejarían, y yo los alcanzaría más tarde a la oficina a rendir el reporte y el resto del equipo.

Cuando llegamos, después de casi tres días de ausencia, temeroso y tambaleante, caminé hacia la entrada de mi casa. Todo estaba desolado: entré, no encontré a nadie, grité y el silencio fue la respuesta. Al momento se asomó a la puerta una mujer anciana que se percató de mi llegada y me dijo: todos se fueron al panteón, yo no fui porque me cuesta trabajo caminar.
Sentí desvanecerme y caí sobre una silla desvencijada, adiviné mi desdicha; me quedé largos minutos absorto viendo al vacío,  comprendiéndolo todo. Después, enloquecido, eché a correr sin rumbo.

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