lunes, 3 de septiembre de 2012

CARTA PÓSTUMA

ARTÍCULO PUBLICADO EN EL EJEMPLAR 1 DE SEPTIEMBRE 2010
Por: Abelardo Iparrea Salaia
Tuxpan de Rodríguez Cano, Veracruz. Septiembre de 2008.

DR. GONZALO AGUIRRE BELTRÁN

   Inolvidable maestro y amigo: el cariño y respeto que le tengo nada tienen que ver con esas borrascas que se precipitan intempestivamente y un momento después se desvanecen, no.  Aprendí a quererlo y respetarlo en mi proceso de crecimiento humano y ciudadano, desde mi juventud escolar, en 1957. Así que mi sincera querencia y admiración por usted y cuanto realizó, tienen la fortaleza de las raíces del ahuehuete y lo incorruptible de la madera del sicomoro, así  de simple mi afecto, sí, pero verdaderamente limpio, honrado.

Yo me sumé a su causa  -la causa superior por México y la humanidad-, en principio, sólo por lo que intuía  de su autoridad moral e intelectual, siendo rector de nuestra universidad, la única que entonces existía en la entidad veracruzana y a la que dio, durante su fructífera gestión, ser, contenido y proyección, tan consciente y sólidamente como correspondía a la concepción moderna que se proponía en aquella época sobre un desarrollo de educación superior.  Conforme le fui conociendo personalmente y según pude comprender su obra y sus diferentes quehaceres educativos, antropológicos, etnológicos, culturales, políticos. administrativos, más el reservado perfil de su intimidad familiar y social, supe que en muy importante medida, mi vida estaba ya definitivamente comprometida  -tomando la suya como luminoso paradigma-, con las causas más sensibles de nuestra realidad nacional,  y aun con las que afectan dolorosamente a los amplios conjuntos de seres humanos más allá de las fronteras, sobre los que cae –como sucede todavía con sectores a los que dedicó la práctica de su sabiduría, tan reconocidos en nuestra nación- el peso brutal de la injusticia.

¿Quién –ser común-, puede saber, o cuando menos imaginar en edad temprana, los derroteros por donde se orientará su destino?­­  Acaso los seres precoces, dotados de clarividencia, puedan, en ese sentido, adelantarse al devenir de las circunstancias.  En todo caso, conociendo algunos antecedentes de esa parte que nos descubre el ambiente familiar que rodeó su infancia y su adolescencia, me invita a suponer, a partir de su moza sagacidad, que con esa antelación se proponía ser un ciudadano singular. Convendrá conmigo, doctor, que muchos –mujeres y hombres- tuvieron también así proyectos de futuro semejantes, pero se vieron sometidos por la frustración, la falta de voluntad, de carácter, de disciplina, entrega y constancia que, en su caso, colmaron toda una existencia generosa que se volvió dación sistemática, amplia, justa, acomodada con la realidad de una singular creatividad intelectual, científica, material, su obra toda. Y es que al proceder como lo hizo en su virtuoso recorrido existencial, no podemos menos de repetir con Lacordaire, que “el hombre honrado es el que mide su derecho por su deber”, tal y como queda plenamente comprobado en nuestro intento por abarcarlo y darlo a conocer en círculos sociales más amplios  -sobre todo de jóvenes-, para que aprendan a más querer y respetar más a su país y a sus grandes guías y maestros. Y para que aprendan por qué el corazón y la conciencia de un ser como yo se comprometen con el cariño, el respeto y la admiración hacia otro ser superior.

Deber nuestro –de quienes lo conocimos, lo tratamos y trabajamos a su lado- es, no sólo leer y estudiar sus muchos textos, ricos en el lato sentido de su contenido específico y global, sino dar, trasladar a quienes de su obra guardan distancias de ignorancia y/o desinterés, una versión que les llegue fácilmente, como también aconsejaba el citado Juan Bautista Enrique Lacordaire, con palabras que sean accesibles a todas las inteligencias y amables para todos los corazones. Y no hasta ahí se agotaría este deber, doctor. He propuesto que vayamos un poco, aunque sea, al interior del hombre en sí, al ser sencillo, discreto, leal, probo, frugal, disciplinado, laborioso, bondadoso, solidario, cariñoso, justo..., en fin, que la idea es esa, tener una idea lo más próxima –en cuanto nos sea permitido-, sobre ese GONZALO AGUIRRE BELTRAN hijo, hermano, esposo, padre, amigo, ciudadano modelo a seguir en cada caso. Rasgos esos, al menos para mi, que no fueron todo lo accesible como para integrar, como se debe, su tan respetable personalidad. No obstante he podido expresar opiniones que seguramente están faltas del regio estilo con que las diría un filósofo, un poeta o un literato de clásico linaje, pero que, lo mismo llevan en sus alas, como llevarían sus palabras, la incuestionable majestad de una misma verdad.

Dije no hace mucho, que desde niño y luego adolescente, nacido en hogar bien avenido y donde el cultivo de los valores que enaltecen el ser, era una constante en las vivencias cotidianas, usted traía ya en su naciente caudal de vida, el claro anuncio de lo que podía esperarse de su futura acción como hombre y ciudadano de bien, a la postre dedicado a la ímproba tarea de transformar las condiciones que aminoran o niegan la dignidad humana, para llevarlas a un plano de racional entendimiento, de justicia y fraternal convivencia.

Sin duda tienen razón quienes, como yo mismo, sostienen que su pluma escritora recorrió amplias extensiones de papel donde la tinta dejó indelebles las imágenes, los símbolos, el celo, la propuesta, la denuncia, la inconformidad, el análisis, la crítica, la metodología..., con un estilo único, inconfundible. Por eso dije en Zongolica, cuando su vida y obra fueron la feliz temática,  que una vez más la literatura, en particular la suya, manejada con maestría y aplicada como lo hizo al bien moral que perseguía, ganó si no todas las batallas, sí muchas y muy importantes contra la adversidad que de continuo devasta las esperanzas de los pueblos oprimidos. Desde “El Señorío de Cuauhtochco” hasta sus últimos hechos y líneas que escribió en la Xalapa de Enríquez,  constituye –se lo digo plenamente convencido, doctor-, el más alto servicio patriótico que le fue dado ofrendar a su país y su cultura,  particularmente a las etnias hacia cuyo ámbito enderezó su máxima energía vital, etnias (incluidas las de origen africano) que hasta estas horas han sabido resistir porfiadamente las vicisitudes del infortunio y que en su pertinaz lucha por sus derechos y por su libertad, para ser y realizarse como es justo que suceda, han venido venciendo –con pasos lentos pero seguros-, en veces atajados por las embestidas de intereses y fuerzas desde siempre aviesos, a las cofradías inhumanas, absolutistas, arbitrarias.

Allá en Zongolica, el 25 de junio de este año, esa Zongolica que usted visitó y conoció en geografía, pueblo, costumbres y tradiciones, ciudad alta hasta donde me acompañaron los aún jóvenes en actividad y pensamiento, mis queridos amigos Gustavo Bautista Bandala y Guillermo Zúñiga Martínez, admiradores suyos y que también le quiren y admiran, ofrecí una plática en torno a su vida y quehacer, como ya se lo dijera, en el Auditorio del Centro Coordinador Indigenista (parte de esa enorme creación suya), también sostuve que usted, que en este año cumpliría cien de existencia, le dedicó a esa región montañosa su acentuado interés, su atención científica, su talento etnoantropológico y su gran calidad como humanista. Ahí dejó su bondadosa huella y auxilio para mejorar las condiciones de vida de la comunidad náhuatl. “Zongolica, encuentro de dioses y santos patronos” es, con el total de su  producción literaria y de investigación, huella allí  –-ahora en el mundo-  que permite acercar al hombre con el hombre.

En uno de mis apuntes sobre su limpia personalidad, escribí que si bien la risa es un adorno espiritual y coadyuvante de la salud y la alegría, la seriedad es una cualidad exigida por la dedicación y servicio a las causas supremas del género humano. Y aseguré –porque me consta- que ambas expresiones del temperamento se sumaron a su ser con intensidades diferentes. Y es que suele el mundo equivocarse cuando quiere advertir en hombres y mujeres de su estirpe, sólo la imagen grave, austera, restándole la heroica cualidad del gozo que, en su interior, fue también esencia de vida.

Usted, doctor, como Belisario Domínguez, heroico y glorioso chiapaneco, creyó en la libertad, la justicia y la democracia.  Su conducta ciudadana y su obra lo hablan, lo avalan, lo hacen constar.  Quienes tuvimos la fortuna de conocerle y de tratarle así lo certificamos porque sencillamente así fue. En octubre 9 de 1991 –cuando contaba con ochenta y tres años de edad-, el Senado de la República le otorgó la medalla que lleva el ilustre nombre de ese valeroso legislador sureño. Al recibir tan elevada distinción, su voz, doctor, dijo que esa medalla “transfiere a quien la recibe parte de la honra de que ha sido investida y contrae el compromiso de servir a la Patria y a la humanidad en grado eminente, con rectitud de comportamiento y limpieza de ánimo”, tal como procedió, querido maestro, en todos los actos de su fecunda y ejemplar existencia, por eso justamente le fue conferida.

La población indígena de México –lo mismo la de antes que la de hoy-, como toda otra población de seres racionales en el mundo, ha tenido y tiene entre sus integrantes todas las categorías, todas las naturalezas del ser. Entre ellos no faltaron los grandes líderes y gobernantes, pensadores, poetas, artistas, maestros, guerreros notables, lúcidos legisladores, médicos, arquitectos, matemáticos, astrónomos, músicos...Y la inteligencia, claro es, osciló entre el bien y la maldad, entre la sorprendente lucidez y la oscura manifestación de las patologías orgánicas y sicológicas. Para enderezar los rumbos del pensamiento y la conducta, recordará que siempre reconocimos en el Calmecac y en el Telpochcalli o “Casa de los jóvenes”, instituciones autóctonas entre otras de su tipo, la práctica educativa que a eso, entre otros propósitos socioculturales dedicaban sus afanes. Su colega, extraordinario correligionario suyo, el Dr. Miguel León Portilla –que como a usted cuatro años más tarde le es otorgada, igualmente,  la medalla Belisario Domínguez, en 1995- hizo gala de magnífica pieza oratoria –seguro estoy que coincidiría conmigo-. En las palabras de ustedes dos hallamos, naturalmente, felices encuentros, pues ambos atinan en considerar “que en la educación de las grandes mayorías y también de los millones de indígenas, en consonancia con sus propias culturas, está la clave para consolidar los cambios. La sociedad que ha tenido acceso a la educación –sostiene don Miguel-, se capacita para el trabajo, adquiere conciencia del medio en el que vive; busca la superación; lucha por elegir libremente a sus gobernantes y, por tanto, para ejercer la democracia, denunciar la injusticia y abatir la corrupción.”

En ese mismo discurso, el autor de –entre otras importantísimas obras- :“La visión de los vencidos. Relaciones indígenas de la conquista” y “Trece poetas del mundo azteca”, al hacer recuento histórico de nuestra nación, exclama con indudable veracidad y nobleza:”Culminó la Revolución con aportaciones que han tenido resonancia en el mundo entero. Pienso tanto en la nueva arqueología como sobre todo en la antropología social en la que fueron pioneros y maestros Manuel Gamio, Alfonso Caso, Gonzalo Aguirre Beltrán, revelación de un universo cultural...” ¡Sí señor, todo un universo cultural, como es reconocido por tirios y troyanos. Certero juicio de tan certero maestro e historiador!

La única manera –y estará de acuerdo conmigo en la reiteración,doctor- de ir más allá de las sobradas razones por las que el indigenismo centró su interés mayor más sus capacidades científicas y humanistas, como los de otros grandes, es ciertamente leyéndolos, estudiándolos. Porque puedo asegurarle que pocos son los que saben que tras la gran muralla del tiempo en que se guardan las verdades primigenias sobre nuestros gloriosos antepasados, queda el testimonio imborrable y mil veces alabado de lo grande que fue el genio creativo, combativo y generador de cambios aleatorios y calculados de esos pueblos originales, ante el cual la gloria misma enmudece. Y como escasamente leemos y un poco menos estudiamos, cuando llegamos a enterarnos, nos conmueve saber, por ejemplo, de la presencia histórica de brillantes ancestros, varones non como Nezahualcóyotl (1402-1472) hijo de Ixtlixóchitl y de Matlacihuatzin, hija a su vez de Huitzilihuitl, segundo señor de Tenochtitlan. Gran guerrero y estratega, príncipe él que sometió al tirano Maxtla. Gobernante de gran visión, y notable urbanista siendo rey, después.  Diplomático fino y concertador hábil, logró la Triple Alianza (Texcoco, México-Tenochtitlan y Tacuba); reunió, además, a todos los sabios y filósofos de su tiempo. Pensó en un solo dios al que llamó Tloque Nahuaque. Severo y magnánimo señor de esos inusitados ayeres.  Recordará, maestro, que el doctor León Portilla, nos ilustra al hablar de las treinta composiciones poéticas del espléndido texcocano, al decirnos que los temas que desarrolla en ellos son: “la fugacidad de cuanto existe, la muerte inevitable, la posibilidad de decir palabras verdaderas, el más allá y la región de los descarnados, el sentido de flor y canto, el enigma del hombre frente al dador de la vida y la posibilidad de vislumbrar algo acerca del inventor de sí mismo.”  Ciento seis años después de la muerte de Nezahualcóyotl, un descendiente suyo, don Fernando de Alva Ixtlixóchitl, pariente directo de los reyes de Acolhuacan y Tenochtitlan, instruido en los mejores colegios de su época, descuella por su talento excepcional y es autor de “Historia chichimeca”, obra a la que Lorenzo Boturini Benaducci, el Cronista Real de las Indias, llamó “Historia General de la Nueva España” y hay indicios, según la Enciclopedia de México, de que es parte de una obra más extensa en que se da la versión texcocana de la historia antigua y de la conquista, contrapartida de la de Tezozomoc, que es la versión mexica. Pero hay otros doctor Aguirre Beltrán, usted lo sabe, citados por don Miguel  León         Portilla en su discurso del Senado que, como los anotados, son asimismo indígenas de amplísimas capacidades intelectuales: escritores, cronistas, historiadores, traductores, políglotas que dominaban, entre otras lenguas, el latín, el griego y el hebreo; sabios como él los califica con tino y justicia, cuales son los casos de Gaspar Antonio Chi, yucateco; Domingo de San Antón Muñoz Chimalpain, náhuatl del estado de México;  y Antonio Huitziméngari, tarasco. Ellos escribieron en sus lenguas madres y en castellano.

Por supuesto, hay muchos otros como ellos, que mantienen muy en alto la gloria de nuestra mexicanidad y la legitimidad de nuestra pertenencia a México. Por si eso no bastara, bueno habría de ser recordar a todos aquellos varones de limpia sangre indígena que jefaturaron y pelearon a lo largo de la historia, hasta las jornadas de la independencia y de la revolución de 1910: los bizarros momentos estelares de nuestra emancipación. En fin, doctor, que no asimilo, no admito, no perdono a quienes sabiendo todo lo dicho y mucho más sobre  el universo indígena, y aun a quienes ignorándolo lo rechazan, se regalan la soberbia de ofender, maltratar y ningunear, de discriminar y robar, violar, matar...Siempre victimar al indígena, indígena a cuyo lado deberíamos, los no indígenas y quienes de ellos llevamos un porcentaje sanguíneo que nos enaltece, sentirnos siempre mejor de lo que somos y lograr, como conjunto nacional, más de cuanto hemos logrado estando separados, separados por esos muros de prejuicios y lamentables sentimientos semejantes a esos que, urgidos por la villanía más refinada, llevaron a los hornos crematorios a millones de otros humillados y vencidos.

Cuando usted, doctor Gonzalo Aguirre Beltrán, recibe la más alta distinción del Senado Mexicano, nos hizo recordar que: “Al sobrevenir la  Independencia los padres fundadores de nuestra nacionalidad abolieron la esclavitud y el sistema de castas y otorgaron igualdad ante la ley a todos los pobladores cualesquiera que fueran sus características raciales. Los nacidos en el país fueron declarados ciudadanos libres, iguales y fraternos de una República para todos de corte liberal, pero hundida en luchas fratricidas, que no tomaron en cuenta a los indios en la formación de una sociedad civil, realmente igualitaria.”  Usted sí tomó en cuenta al indio -como otros ilustres mexicanos lo hicieron-,  porque sin el indio, sin el indígena no se entendería lo esencial de nuestro pretérito histórico-social y porque sin él nuestro paisaje patrio y humano está mutilado; y porque sin él lo que es presente pareciera cancelar toda posibilidad de un futuro digno de nación civilizada y, eso, es inadmisible.  Y usted luchó por ellos, por los indígenas, que son el ala débil del águila azteca; compartió sus penas y sus anhelos bajo el cielo de esta nuestra patria que pareciera estar ya en mejor disposición de abrir sus brazos para abarcar a todos por igual. Ese día llegará, usted supo batallar por él, como pocos mexicanos lo han sabido demostrar.

Y al referirse a la empresa a que dedicó todas sus capacidades y energías de vida, con la modestia conque siempre honró su buena existencia, declaró: “Me tocó, como destino aportar ideas, prácticas y esfuerzos en unión de otros colegas empeñados en la misma tarea.” De ahí mi convicción, doctor, de considerarlo entre los primeros –inter primos-. También aseguré y aseguro una vez más,  que su personalidad, su vida, sus logros, sus ideales, continúan haciendo girar las ruedas de la historia. Y, la suya, DR. GONZALO AGUIRRE BELTRÁN, maestro y amigo, es ya una historia digna de contarse a todos en los tiempos venideros; legos y versados sabrán sobre usted cuanto debe saberse de un hombre que, desde su temprana edad, supo acudir al llamado de la Patria  y atender con grandeza las tareas que Ella le encomendó y que por eso se honra y lo honró. No habrá nadie que no se sienta gratificado, con sólo escuchar su nombre.



Lic.  Abelardo  Iparrea  Salaia

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