Lucio Gómez Pazos
A más
de seis décadas de haberse publicado Lolita,
“la novela norteamericana de esa época escrita por un ruso”, como en su momento
se dijo, de Vladimir Nabokov, su lectura no deja de ser deslumbrante desde
donde se la quiera ver.
Como
toda obra clásica, suscitó, y continuará suscitando, una serie de desavenencias
debido a la temática que en ella se aborda: Un hombre entrado en los cuarenta
años-Humbert Humbert-embelesado por una púber de doce (Lolita), con quien
comparte furtivamente, por espacio de dos años una intensa relación, después de
que el propio Humbert Humbert ha quedado viudo de un matrimonio brevísimo y de
trámite de la madre de Lolita, convirtiéndose con ello en el padrastro/amante
de esta última.
A
primera vista puede pensarse que estamos ante una novela depravada,
pornográfica e insulsa; sin embargo, lo que no deja lugar a dudas para el
lector avezado es que se topa con una verdadera obra de arte. Es aquí donde
estriba la relevancia de la novela. Lo que está en juego es la cortedad moral
con que se la quiera ver o el calibre de la belleza estética que irradia.
Nabokov sabe perfectamente bien lo que esto significa y pone en boca de su
protagonista las siguientes palabras: “El sentido moral de los mortales es el
precio que debemos pagar por nuestro sentido mortal de la belleza”.
¿Qué
se puede decir de Lolita? La de carne y hueso por llamarle de alguna manera.
Todo lo ha dicho ya Humbert Humbert. Lolita es un Universo. “Era un amor a
primera vista, a última vista, a cualquier vista”. Lolita es una pubescente, en
efecto, pero que sabe mover las piezas del tablero tanto o mejor que su abatido
amante. Lo, caminó siempre por las márgenes del amor que H. H. le prodigó sin
reticencias. No tuvo empacho en abandonar a este cuando lo creyó oportuno.
Sabía, sin que por ello haya escuchado a Picasso que “lo importante de algo es
el inicio, porque después del inicio comienza el final”. Dura sentencia para
Humbert, el final, la hora de la verdad: “Crearé un nuevo Dios, y se lo
agradeceré con gritos desgarradores, si me das una esperanza aunque sea
microscópica”. Un no rotundo fue la respuesta de Lo. “¡Adióoooos! cantó mi
dulce, inmortal y difunto amor norteamericano”, recordará más tarde H. H.
Qué le
queda a Humbert luego de saberse derrotado por el desamor de su nínfula. Uno,
la venganza, que planea minuciosamente a fin de llevarla a cabo hasta sus
últimas consecuencias y dos, eternizar el indestructible amor que siente por
Lolita. Lo primero lo logra mediante el crimen que asesta al amante de Lolita,
lo segundo lo obtiene a través del arte, como se puede confirmar enfáticamente
al final de la novela (de sus memorias). “Pienso en bisontes y ángeles, en el
secreto de los pigmentos perdurables, en los sonetos proféticos, en el refugio
del arte. Y esta es la única inmortalidad que tú y yo podemos compartir, Lolita
mía”. De nuevo aquí Nabokov tiene plena conciencia de esto y en el epílogo de
la novela sostiene: “Para mí, una obra de ficción sólo existe en la medida en
que me proporciona lo que llamaré lisa y llanamente, placer estético, es decir,
la sensación de que es algo, en algún lugar, relacionado con otros estados de
ánimo en que el arte (curiosidad, ternura, bondad, éxtasis) es la norma”. O,
volviendo al caso Humbert Humbert, podemos decir siguiendo a Nietzsche:
“Poseemos el arte por miedo a que la verdad nos destruya”.
Nabokov
(2006). Lolita. Barcelona: Anagrama
(392, pp.).
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