Marcelo Ramírez Ramírez
El famoso prefacio de Sartre
a Los condenados de la tierra de Frantz Fanon, plantea el viejo tema de la
legitimidad de la violencia, dándole una solución que cambia por completo la
perspectiva del problema. Su propuesta, en plena coincidencia con Fanon, retoma
la tesis marxista adaptándola al contexto de la lucha anticolonialista.
Tradicionalmente el uso de la fuerza había sido privilegio de los fuertes para
imponer a los pueblos sojuzgados una
cultura “superior”, gracias a la cual éstos alcanzarían niveles mas altos de
desarrollo material y humano. Este fue el caso de la conquista española de
América, emprendida bajó doble y contradictoria motivación: la explotación de
las riquezas de las tierras recién descubiertas y la donación de las verdades
de la fe a los bárbaros que habían permanecido al margen de la revelación.
Conforme a la idea del destino
providencial, a España le correspondía la misión de incorporar al “orbe
cristiano”, como entonces se decía, a estos pueblos entregados a la adoración
de potencias demoníacas. España fue un caso entre otros muchos; mayor
depredación y violencia, si cabe, desplegó el Imperio Inglés y, enseguida igual
desempeño tuvieron Francia, Alemania, Holanda, Portugal y hasta la pequeña
Bélgica que, como se narra en El sueño
del celta de Mario Vargas Llosa, llegó a poseer en África Occidental
territorios infinitamente mayores al
suyo propio. Vargas Llosa recuerda los tres propósitos de la empresa
colonizadora que se enuncian con las tres C de Comercio, Cristianismo y
Civilización; los tres grandes bienes que compendian el culmen del desarrollo
de la humanidad. Sartre describe de modo
magistral este ethos de la cultura europea que se asume, sin más, como
expresión de lo humano universal. Las otras manifestaciones resultan así
marginales e inacabadas; en todo caso, pueden verse como fases inferiores de la
evolución que culmina con la cultura europea racional, orientada hacia el progreso
indefinido.
Pero esta idea del hombre
europeo sobre su condición privilegiada y su responsabilidad histórica respecto
de los pueblos del mundo es una mentira. Es el espejismo ya padecido antes por
otros pueblos como el chino, los persas, los asirios o los mismos griegos. En
Mesoamérica, también los aztecas se atribuyeron una misión providencial. Sartre
ilumina el eurocentrismo desde su perspectiva crítica en la cual convergen
aportes de Marx, Freud y de él mismo en su calidad de filósofo existencialista, que defiende la
libertad como el fundamento absoluto sobre el que se construye todo proyecto
humano. El resultado de su análisis le sirve para evaluar el inmenso daño
causado por la dominación colonial de Francia en Argelia, justificada con la
máscara del humanismo burgués. Sartre fustiga a sus compatriotas, capaces de
exaltar al Hombre genérico y de sacrificar al mismo tiempo a los hombres
concretos. Sartre simpatiza con la lucha
de liberación de Fanon y con la forma como la plantea, es decir, en el plano de
la violencia que responde a la violencia del colonizador. Sólo que en los
nativos la violencia adquiere un significado diferente en la medida en que sus
objetivos difieren cualitativamente de los perseguidos por los opresores. La
violencia, pues, cambia de signo según los fines buscados. La empresa
colonizadora se caracteriza por dos
rasgos esenciales: objetivamente busca la extracción de las riquezas materiales y, subjetivamente transforma a los
nativos en un tipo inferior de hombres
y, más aún, en simples objetos. Se trata del conocido proceso de cosificación
con el que Sartre alude a la degradación del ser humano en cosa. La lucha
revolucionaria toma entonces el carácter de una reivindicación total de los
derechos de los oprimidos; reivindica el derecho a poseer y disfrutar las
riquezas naturales del propio territorio; reivindica el derecho a la
identidad que otorga la cultura del
grupo; reivindica, en el vértice mas elevado, el derecho a la dignidad escamoteada.
“Este libro- afirma Sartre refiriéndose a Los
condenados de la tierra-, no necesitaba un prefacio. Sobre todo porque no
se dirige a nosotros. Lo escribí, sin embargo, para llevar la dialéctica a sus
últimas consecuencias: también a nosotros, los europeos, nos están
descolonizando es decir, están extirpando en una sangrienta operación al colono
que vive en cada uno de nosotros; debemos volver la mirada hacia nosotros
mismos, si tenemos el valor de hacerlo para ver qué hay en nosotros”. La
dialéctica Sartreana nos revela así su secreto: ella supera las contradicciones
llevándolas a unidad superior. A diferencia de Marx y coincidiendo con Fanon,
Sartre ya no ve en el proletariado a la clase destinada a ser el instrumento de
la revolución, porque el proletariado ha sido anulado por el sistema y ahora
sólo busca acceder en la escala de los beneficios que el sistema otorga. En
cambio, los indígenas nada tienen que
perder y todo por ganar. Ellos son entonces los portadores del ideal
revolucionario .Al liberarse de la opresión también liberan a sus opresores. Su
lucha deviene en lucha por el hombre y, por eso mismo, el proceso
revolucionario ayuda al nacimiento de un
nuevo tipo humano. Tal es el punto de coincidencia entre Sartre y Fanon. Este
último insiste en no reducir su lucha a la oposición de razas, a poner a los
negros frente a los blancos, para proclamar unilateralmente los derechos de los
indígenas. Se trata, en cambio, de suprimir la alteridad respetando las
diferencias; surge un humanismo concreto, basado en el respeto a los hombres de
carne y hueso, a sus formas de vida, costumbres y tradiciones. La
descolonización evidencia así su razón ética con la cual la violencia
manifiesta su virtud creadora, ponderada ya por Heráclito, de ser madre de todo
lo nuevo, pues nada nuevo aparece sin que algo viejo muera. Pero esto plantea,
una vez mas, el tema de los medios y los
fines en política, plantea la gran cuestión de si se puede o debe trasladar a
la política la visión naturalista, que la dialéctica del materialismo histórico
considera la única posible para superar las contradicciones de la vida social.
En la tradición del pensamiento político existe la “guerra justa” y la
aceptación del magnicidio cuando el soberano incumple sus deberes y su gobierno
degenera en tiranía. Sin embargo, la “guerra justa”, ha sido siempre un concepto polémico y su
aplicación se ha cuestionado cada vez que ha servido para apoyar la pretensión
de un país de resolver la diferencia de
intereses por la fuerza. La óptica maniquea de quiénes son los buenos y quiénes
los malos, la impone siempre la potencia que detenta la supremacía militar.
Esta afirmación puede sustentarse en multitud de ejemplos antiguos y recientes.
En cuanto al segundo, sólo en casos extremos y como medida última se acepta
como un bien la muerte del tirano. Las objeciones para no llegar a semejante
medida, no obedecen únicamente a motivos éticos, sino al hecho de que la
eliminación de la injusticia va más allá de la sustitución de individuos en las
posiciones del poder público.
Hasta aquí, ha quedado
caracterizada en sus principales rasgos la posición de los defensores de la
violencia revolucionaria. Los argumentos expuestos guardan entre si la
coherencia suficiente para presentar la lucha armada como una opción lógica en
el contexto de la dominación colonial y, sin duda, susceptible de adoptarse en
otros contextos de opresión. Quedaría por resolver sin embargo, la cuestión de
si la revolución es la única salida, según se desprende de los planteamientos
de Frantz Fanon y Sartre. También quedan pendientes otras cuestiones, entre las
cuales dos me parecen fundamentales. La primera se refiere a las consecuencias
de mediano y largo plazo de la lucha revolucionaria. Según la experiencia
histórica dichas consecuencias no concuerdan con la imagen idealizada prevista
por sus defensores. El caso de la URSS es paradigmático. La segunda cuestión se
refiere al supuesto de que el hombre es producto exclusivo de factores
históricos, convicción explicable a la luz de la antropología marxista y del
existencialismo ateo, negadores ambos de una esencia humana. El hombre no sería
sino el punto de intersección de factores materiales, entre los que el factor
económico es decisivo. Así debe entenderse la tesis de Marx de que la
conciencia es el reflejo del ser social y no éste el reflejo de la conciencia. Según lo anterior, al
cambiar las condiciones materiales de la existencia, también cambia la
condición humana: el hombre egoísta, ambicioso, posesivo, deviene en el hombre
solidario, compartido, dispuesto incluso al sacrificio por sus semejantes. En
los hechos, empero, las cosas no resultaron según las predicciones de la teoría
y, en el caso especifico de la URSS, los viejos vicios se prolongaron bajo
nuevas máscaras. La explicación podría encontrarse en parte en que el socialismo
soviético no llegó a encarnar los principios del humanismo marxista,
degenerando en el llamado socialismo real; pero quizá en mayor medida podría
argumentarse en el sentido de que hay tendencias ontológicas sobre las que
descansa la bipolaridad humana, con su doble inclinación al bien y al mal. Sea
lo que fuere, hasta el día de hoy ninguna revolución ha cumplido la promesa de
dar nacimiento a un tipo humano exento de pasiones destructivas. Con estas
pasiones deben lidiar la religión, la filosofía y la política, cada una a su
manera y con propósitos diferentes.
Negada por el revolucionario
a causa de sus métodos demasiado lentos para su impaciencia y, además, porque a
la postre sus esfuerzos resultan simples paliativos, la política entendida como
negociación, puede ser y de hecho ha sido una opción auténtica para enfrentar
los conflictos entre hombres y naciones. Naturalmente existen diversas
concepciones de la política. En los extremos, reflejando la polaridad humana,
tenemos el realismo político al servicio de los intereses egoístas y, opuesto a
él, la política orientada al bien público. Entre estas dos ideas de la
política, la segunda expresa su vocación originaria tal como se expresa en la
etimología del vocablo: política es la ciencia de la polis. Ciencia entendida
en el sentido antiguo de sabiduría, que nos aconseja cómo organizar la ciudad
de manera que ella sea la casa común. La experiencia de la descolonización del siglo veinte nos dejó los dos modelos
analizados de liberación: el revolucionario y el de la acción política, cada
uno con sus respectivas enseñanzas. El método preconizado por Sartre y Fanon no
culminó, finalmente, con la aparición del hombre nuevo y la fe revolucionaria
del mártir que fue Fanon nos habla de su generosidad y confianza en la bondad
intrínseca del hombre que, aún siendo aceptadas, no se prestan a la
interpretación, sin duda esquemática de Fanon. Según parece, la transformación
objetiva de las relaciones sociales debe ir acompañada de un enorme y
sistemático esfuerzo educativo para elevar la condición humana a la altura de
los deberes propios del hombre. Esto sin considerar el problema
de fondo acerca de la posibilidad de la erradicación del mal, que afecta
de raíz a la existencia humana. Ahora bien, la otra gran respuesta a la
opresión colonial, la encontramos en Gandhi, respuesta política, por cuanto su
método se basa en el diálogo y la resistencia pasiva. La resistencia pasiva es
otro modo de oponerse a la explotación y la violencia colonial. Por sus
resultados, probó ser un arma eficaz para alcanzar los objetivos de la
liberación con menos costos en términos de vidas humanas y pérdidas materiales,
si bien demandando otra clase de sacrificios y una disciplina moral y
espiritual para no derrumbarse a lo largo de un camino lleno de tropiezos,
fracasos y traiciones. La doctrina de la no violencia aportó otra ventaja
sustancial: quitó sustento a la represión mostrando su inutilidad ante la
voluntad de resistencia de las masas transformadas en pueblo. El ejemplo de
Gandhi inspiró otros movimientos en el mundo. En Sudáfrica, Nelson Mandela puso
fin al apartheid, ganando una dura batalla al racismo intolerante; en los
Estados Unidos, se dieron pasos importantes hacia el reconocimiento de los
derechos civiles para los afroestadounidenses gracias a Martin Luther King.
Estas conquistas parciales y nunca definitivas, son avances en la línea del
bien, coincidentes con otros avances en la línea del mal, según la visión
histórica de Maritain. El riesgo es perder las conquistas alcanzadas y, con la
pérdida, el resurgir de la desesperanza que alimenta el espíritu
revolucionario, el impulso mesiánico de
una nueva vida donde las contradicciones
– esenciales a la vida –, sean erradicadas. Caer en la violencia
revolucionaria, es el refugio de la desesperanza; es la evidencia del fracaso
de la política. Por ello la política debe ser reivindicada como el ámbito de libertad donde se discute, ilumina y proyecta el destino del hombre.
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