David Nepomuceno
Limón
El sitio donde sucedió lo que aquí se relata es
pequeño, y la mayor parte de sus oficinas y negocios se encontraba en el
centro. La actividad de la población giraba alrededor de ese punto nervioso.
Era un
viernes, un fin de semana muy prometedor, debido principalmente al descanso de
un largo puente laboral. Ese día era el indicado para una cita con el dentista.
En otras palabras, había llegado el momento para sufrir una angustia tremenda.
Caminaba
con cierta indecisión rumbo a la clínica. Cuando inicié el ascenso de los
escalones, mis piernas empezaban a flaquear. La mente casi me ordenaba dar
media vuelta, pero no lo hice; mis neuronas seguían en su lugar.
Llegué al
área de consultorios y me dirigí al fondo del pasillo, donde termina el acceso
al público. No sé por qué el consultorio dental es el más pequeño y sin
señalamiento alguno. Cuatro personas ya estaban formadas. Me habían citado a
las dos de la tarde; era la una cuarenta y cinco y yo me preguntaba si llegaría
el doctor, deseando en mis adentros que no lo hiciera.
Yo
observaba que en nosotros todos los matices de la psique humana, en sus más
sutiles formas de expresión, estaban presentes.
Ya llevaba
más de quince minutos sentado. Nadie había salido ni entrado del consultorio;
seguíamos esperando. Eran las dos de la tarde, ¿llegará el doctor? De pronto se
abrió la puerta: ahí estaba el médico. Salió una familia completa. Los padres y
tres hijos, sonrientes, se despidieron. Mi nerviosismo se incrementó. Sólo
había que esperar.
El mundo
giraba, y yo empezaba a despedazarme de nervios. Era un suplicio sin ancla,
buscando tierra firme sin hallarla. Me encontraba en un mar de movimientos
involuntarios y trataba de que pasaran desapercibidos. No podía compartir eso
con nadie.
Una de las
enfermeras salió de medicina preventiva con una paciente hacia el módulo de
maternidad. Pasado un rato, salieron ambas de vuelta al consultorio. El rostro
de la mujer reflejaba angustia, mientras que la enfermera la envolvía en sus
felicitaciones. Mientras esperaba con indecisión mi consulta, me dedicaba a
observar el entorno.
El primer
paciente del dentista ya había entrado al consultorio. En la fila de bancos
donde estábamos sentados quedó vacío el primer asiento. Nos corrimos de lugar
para dejar el último espacio disponible para el próximo paciente que llegara.
Yo trataba de mantener el pensamiento vivo, intransmisible; quizá, sin
reflexiones. Me integraba con silenciosa adopción a mis puntos de vista
relacionados con los pacientes que esperaban al igual que yo. ¿Existirá una
fórmula mágica que al pasar con el dentista permitiera a uno permanecer en
calma? No lo sé.
Seguía
nervioso al pensar que me enfrentaría a una aventura llena de desafíos y
cambios complicados. Pero mi decisión era acertada, ya que la existencia no es
lo bastante larga como para permitirnos ignorar nuestros problemas de salud.
El segundo
paciente ya se encontraba adentro. Busqué en mis bolsillos el pañuelo que sería
indispensable para cuando llegara el momento. Las manos empezaban a sudarme y
trataba de distraerme mirando a la gente. Observaba que había más acompañantes
que pacientes, mientras enfermeros y recepcionistas iban de un sitio a otro
cumpliendo sus tareas. ¿A dónde iré para que el nerviosismo no me alcance? La
respuesta era una austeridad completa de socialización, pero no podía dar
marcha atrás. Conforme avanzaba el tiempo, aumentaba mi creencia de que mi
cordura se había quedado en la puerta de la clínica.
Me pareció
sentir ganas de acudir al mingitorio. Tendría que levantarme despacio,
tranquilo, para no despertar sospechas acerca de mi nerviosismo.
La gente
seguía esperando su turno. No me animaba a ir a los baños, pero acudir parecía
necesario. Era la primera vez que me ocurría esto. Tendré que conocer la sala
de baños de la clínica. Mientras, me sentía como el mar, que esconde el
tormento de sus olas.
Ya salió un
paciente y entró otro. Seguiré yo, en unos minutos. ¿Qué haré? ¿Iré al baño o
mejor me espero? Eran instantes angustiosos, que definían el tiempo de espera.
Ir al baño era un compromiso con mi organismo, imposible de romper.
La decisión
fue instantánea. Me levanté y me
dirigí a los baños. Al llegar, jalé la puerta y no se abrió. Volví a tirar de
ella…, y nada. ¿Pero a quién se le ocurre lavarlos en horas de consulta? Me
dirigí de vuelva a mi sitio en la fila, desconfiando hasta de mis propias
costumbres y tradiciones.
Entonces,
se abrió la puerta del consultorio del dentista. La enfermera, al salir, se
dirigió a mí diciéndome que el médico tardará unos momentos más, y sugiriendo
que pasara a medicina preventiva para recibir las vacunas que me faltaran.
Fue una
inyección en cada brazo. Cuando me disponía a salir, se escuchó un fuerte estruendo
y el ruido de cristales que caían. La gente salió a la puerta que daba a la
calle. Un auto había chocado contra el poste de la esquina. Yo trataba de
pensar en otra c osa distinta de mis dientes, pero sólo me encontraba con un
vacío.
Aproveché
la ocasión para ir al baño. Tiré de la puerta, pero tampoco se abrió. Con los
brazos doloridos por las vacunas y los nervios vibrando a lo máximo, me dirigí
a mi lugar en el área de espera del consultorio. A poco, salió el paciente, y
tras él, la enfermera con el médico. Éste nos comunicó que no había energía
eléctrica debido al choque; así no podían seguir trabajando: los aparatos no
funcionaban. Nos sugirió pedir nueva cita para la próxima semana. Fue una
noticia sorpresiva por su excelencia, que a punto estuve de brincar y dar
gracias gritando hasta que estallaran mis pulmones. La magia de mi existencia
había retornado a su sitio de honor.
La
recepcionista del área de citas nos atendió de inmediato. Le di las gracias y
avancé hacia la salida. Entonces vi a un hombre joven dirigirse al baño. Tomó
el picaporte y, en lugar de jalar la puerta, la empujó y ésta se abrió. No
podía yo creerlo. Tuve la impresión de haber sido, por un momento, un sujeto
digno de estudio frente a mi nerviosismo, que a punto estuvo de que provocara
una inocultable contrariedad. Después de tomar en consideración lo anterior, me
dispuse a disfrutar una libertad sin fronteras, como un ave migratoria, y sin
la presión de todo un rosario de preguntas.
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