Víctor
Manuel Vásquez Gándara
Ely, sentado en incomodo sillón tipo colonial, descansaba en la sala de su casa, posterior a la
degustación de una opípara comida, gozando sin reparar en ello, del agradable
clima. Apagó el televisor hastiado de la interrupción constante de publicidad.
Cogió la novela de Rafael Delgado, abriéndola en las páginas separadas por un
pedazo de lápiz con restos de goma y lámina doblada, pareciera haberlo recogido
de la basura. Leyó el capítulo XX, aún le restaban setenta páginas y sin embargo iba
pausado, sin prisa, se detenía en los detalles, subrayaba aforismos, datos
históricos y nombre de personajes.
Empezó
a cabecearse, abriendo grandes sus pequeños ojos, resistiéndose a dormir. Miró
hacia el muro divisorio entre la amplia sala y la recámara de Leonardo,
deteniendo la mirada en el oleo creado por su hijo. Su astigmatismo y miopía
avanzada, acompañante de él desde décadas transcurridas, impidiéndole ver con
detalle la obra distante a unos dos metros. A pesar de eso, se adentró en el
paisaje y viajó a través de él.
La transparencia del lago era
impresionantemente cristalina. El reflejo de las gigantescas araucarias creaba
ilusión óptica obligando a buscar en donde empezaba la imagen real y la
separación de su reflejo. El horizonte con sus tonalidades indicaban obviamente
el invierno, deducido también por el verde esmeralda de la arboleda y la
escarcha blanquecina pegada como algodones en el follaje. Un islote, como mechón
sobresalía del agua. Ely distinguió una piedra, destacaba su dimensión
desproporcionada, cubierta en un costado con musgo y lama captando su atención.
La mirada siguió el paisaje, los árboles le atraían pero más le provocaba
curiosidad, saber sí había algo no exhibido en la obra pictórica. Le impuso el alce, se miraron ambos, Ely con
admiración y cierto temor. El alce sereno, sin inmutarse, sumergiendo las
cuatro patas en la helada agua. Curiosamente el animal ancestral inicialmente
pasó desapercibido, ahora establecían contacto visual. La bruma a lo lejos, una
neblina espesa lo atrajo. De pronto tras los árboles descubrió una cabaña. Se
dirigió a ella pareciéndole increíble. Una construcción rústica solitaria
dentro de la inmensidad del bosque, cercana al gran lago. Caminó, el corazón le
latía apresurado. A sus sesenta y dos años cualquier esfuerzo se reflejaba en su respiración.
Aspiró profundamente el aire invernal. Pretendía tranquilizarse. La voz de un
viejo se escuchó:
─Entra, pasa, te estaba esperando. Ely,
sorprendido, pero curioso, entró
─Hola soy Ely, dijo.
-Yo soy el viejo del lago. -Siéntate donde
puedas. Hace tiempo te esperaba. Ya casi termino mi novela y esperaba opinaras
sobre ella. Sé de tu pasión por escribir. Ely recorrió la habitación. Los
aromas combinados de la madera, el humo de la chimenea atrapaba la atención de
sus sentidos, los candiles iluminaban creando figuras en los muros de tablones y en la mesa de trabajo.
Las sombras imponían.
─Es una biografía novelada
-expresó el viejo, mirando hacia un cerro desordenado de hojas de papel. -Me ha
llevado diez meses y tres días y desde esa fecha te he esperado. Aquí narró la
historia de un despojo:
-“Mi abuelo hace medio siglo
recibió una herencia inesperada, calculada aproximadamente en moneda actual, en
unos cincuenta millones de pesos. Él era ignorante, y el primer aprovechado fue su abogado,
agenciándose una de las propiedades en cobro de sus honorarios. Legó en vida a
mi padre y mis tíos y tías un inmueble a cada uno de ellos….”
─Ely, Ely, vámonos -le
despertó su esposa. Se me hace tarde para ir a la oración. Levanta ese montón
de hojas que se te cayeron, no se vayan a mojar con la filtración de agua del
techo...
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