Silvestre Manuel
Hernández
Coordinador del Consejo Editorial de Tlanestli. Amanecer.
Investigador de Ciencias Sociales y Humanidades,
UAM–I, Ciudad de México
silmanhermor@hotmail.com
Su mirada estaba allá, en el horizonte. La ventana era la
puerta al pasado, vivo, con varias preguntas todavía y una solución. Ahí, en ese espacio, él, jugando con la pistola a la ruleta rusa: el
tiempo había convertido el hábito en deber.
Ahora, el proceso era hacia atrás, sin detenerse en explicaciones. Un paso
definiría todo, simple, sin queja. Renunciar a ello no podía, la dignidad lo
era todo a ese nivel; no en vano se había desprendido de miserias y
banalidades, y había hurgado el mundo tal cual, a su modo, sin encontrar un
justificante para cambiar el rumbo. Se quedó quieto, sentado en la cama. Cerró
los ojos, sostenía el revólver en la mano derecha. Su imagen era triste,
agobiada por algo extraño. Su vista volvió a lo lejos, como buscando algo. Se metió el arma en la cintura, cubriéndola con
la chamarra. Un día más, las horas dolían. Giró la cabeza. Afuera, el viento,
moviendo las cosas, a pausas. Salió al patio.
Ya estaba harto del juego, no de él, sino
de la vida. Pero cómo sacar de tajo tantos recuerdos, cómo deshacerse de esas
palabras impresas en la piel. Cómo evitar decepciones, preguntas del por qué lo hizo. Cómo, por qué no haberlo hecho antes. Se decía, siguiendo el vaivén
de la mecedora. Y el tiempo, a la espera de los actos.
Ahí, frente a él, entre la casa y el Espacio, Donald, su nieto, jugaba con
una pelota. Adentro se oían las noticias. El abuelo puso atención. Los hechos
no paraban, todo moviéndose en círculos, incansablemente; y en la periferia,
los deseos, la vida tratando de ser.
Unos
minutos después, el niño fue a sentarse a su lado, en el suelo. El viejo
hablaba, quedo, como rezando para sí. Sus ojos estaban allá, perdidos en el horizonte.
Se quedó callado por un momento. Su nieto,
apretando la pelota con las manos,
observaba su rostro quemado por los rayos del sol; las líneas de su cara
semejaban los espacios entre surco y surco de los campos donde había trabajado tantos
años, desde que cruzó ese Espacio a
una edad temprana, echando a la suerte su existencia y dejando atrás a su
padre, en medio de la noche. De entonces a la fecha, cada que podía y alguien
se interesaba, solía contar su “paso a ciegas”, como le llamaba, y las cosas
vividas en los primeros años en esa tierra fofa, agusanada, caprichosa, “meada
por el Diablo” y bendecida con sangre ajena, como la mentaba; donde había
tomado consciencia de su especie escindida a fuerza de sentir las cosas y
tragarse el orgullo.
Meses atrás, le había dado por sentarse
todas las tardes, cuando el tiempo se acortaba y el hacer perdía importancia, a
ver hacia el final del suroeste. Los recuerdos deambulaban en su mente; a
veces, parecían basuras en medio de un remolino: la pobreza, el hambre, la
muerte, la soledad, la confrontación entre una forma de vida y un patrón de
comportamiento impuesto, el rechazo de aquello que lo rechazaba, cuántas veces
la “mierda” le había llegado al cuello, la amargura de los días, y ya para
cesar, él, ahí, con todo aquello que
la vista ocultaba, pidiendo un final. Cómo explicarle a su nieto, qué derecho
tenía él de expresar eso, para qué,
se preguntaba. El callar muchas cosas ya era parte del respeto, sólo sentirlas.
Acarició la pistola. Volteó a verlo, casi la misma edad de aquel tiempo, tan presente, tan dolido a pesar de la aparente ganancia.
__ ¿Ve hasta allá m´ijo? __ le
preguntó tras el prolongado silencio __ Merito más allá en donde se junta la
tierra con el cielo __ y señalaba con la mano __ hasta allá hay un Espacio… El Espacio, ¡ah!… Casi todos los que vivimos d´ste lado, pero somos de
allá, lo tenemos aquí, insertado entre
tripas e hígado porque, porque… Sí, nomás nos bebemos la bilis; muchas cosas duelen
muy adentro, y con ellas cargamos pa´siempre.
El
niño, nacido en ese país, no entendía del todo el relato del viejo, ni podía
sentir el abandono latente en las palabras. Sólo lo miraba extrañado. Esperó algo
más del abuelo; como éste permanecía con la vista a lo lejos, preguntó:
__ ¿De qué espacio hablas?
__ De aquel, de ese que te condena para siempre,
lo pases o no lo pases; si lo primero… __ tragó saliva con dificultad __. Ya
entenderás. Si lo segundo, tal vez te toque vivirlo, aunque ya no como yo, tu
ya eres de otro lado, naciste aquí, ves las cosas de otra forma. Ese, es un espacio en blanco, como
ausente, casi maldito, ni geográfico ni político, es algo vacío apropiado y
reapropiado por intereses: siempre la ambición, cuándo no el uno por encima del
otro. Eso en sí no es nada, un
terreno usurpado y nada más, su único valor,
si lo tiene, está en el significado que le demos, los de aquí y los de allá.
Volvió
a impulsarse con los pies, la mecedora rechinó en su vaivén. Apretó las manos
en los descansabrazos y cerró los ojos. Su nieto lanzó la pelota sin ninguna
dirección. Cogió la mano del viejo, sintió el temblor, la rudeza, la deformidad
de los huesos; ligeramente la atrajo a sí a la altura del pecho. A continuación
dijo:
__ ¿Por qué te gusta contar
historias, qué es lo de allá?
El abuelo abrió los ojos, miró a su nieto,
después allá, ¿tenía respuesta esto? Regresó la vista. Apretó la mano
de Donald, le acarició la mejilla.
__ Porque es la forma de
mantenerme en este lugar, lejos de lo valioso para alguien como yo, separado de
mis entrañas, de mi religión, de mis arrepentimientos, de las imágenes y
sonidos de mi mente, de… Otra vez se sumergió en su pasado; en los gritos que
sólo significaban para él; en los juegos sin juguetes; en esa realidad, atenta de las distracciones
para después cobrar todo.
El nieto vio cómo pasaba la saliva el viejo,
haciendo esfuerzos por no botarla, cómo su mirada se perdía, no ya en lo
lejano, sino en él, en sus ojos, en su cara, en sus años de vida, como si quisiera
ver el adentro.
El abuelo empieza a quedarse atrás, en esa
su vida de años pasados, de cosas que nada más él siente y entiende. Los comentarios
de sus hermanos, qué más. Cómo negar los hechos. Algo inquietaba a Donald.
El
viejo ya se perdió en ese mundo del “espacio”, de eso que él llama “condena”,
pero ta´bueno, cada quien tiene su vida, sea de aquí o de allá, o de los dos
lados al mismo tiempo, el chiste es echar historia, o al menos intentarlo.
¡Pue´qué carajo! ¡Va to´a la basura!
__ Ese Joaquín, ya véngase
pa´dentro que va a comenzar a caer el sereno, y no quiero verlo enfermo. Lo de allá está muy allá, no puede regresar. Usted sigue aquí, con nosotros. Donald __ Gritó
su nuera.
__ Ya vamos __ respondió el
niño.
__ Ándale, hoy hay pastel,
acuérdate de la fecha __ Le recordó al viejo. Donald se puso de pie y se fue
corriendo.
Joaquín Ramírez cerró los ojos, no había
misterio o señal que develar. Un viento frío llegó a su cuerpo: las horas, el
tiempo, el deber de hacerlo. Y esa
historia bastarda que le había arrebatado a su esposa y a sus dos hijos. La
primera, muerta por falta del sustento económico y por su condición de ilegal.
Los otros dos, criados en la soledad y tragados por la ley del más fuerte y la
injusticia a secas. Uno asesinado a los veinte años tras una discusión
estúpida. El otro preso en la cárcel estatal “por defender el honor de su
familia”.
Allá,
muy en el fondo de sus recuerdos, el viejo oyó que lo llamaban de nuevo. Cambiarse
a otro lugar, hablar de algo, compartir la mesa y acordarse de la muerte de su
padre, sin nadie a su lado. ¿Qué cambiaría? ¿Decir hasta mañana y tragarse todo aquello un día más, como desde hace
diez años cuando apareció la enfermedad que tarde o temprano lo mataría? A
falta de qué pretexto seguiría “ahí” __ Pensó, asqueado de sí mismo __ Cómo
parar tantas cosas. Cómo sanar ambas partes sin una plegaria, sin cargar culpas
a nadie, sólo apegándose a su convicción, esto era lo suyo, bueno o malo. Dudó
un instante, no de sí, sino del entorno: tan cerca, tan inexpresivo, a veces
hostil. No había más. Lo único que le quedaba era ese mundo extraño, perdido
entre la inmensidad del espacio y la vulgaridad del vivir, del coexistir con
“el otro” sin una razón, sin un sentido propio, fuera de su historia. La
monotonía lo ahogaba, al parejo del tiempo y de aquello que lo impulsaba a
jugar con la pistola. ¿Qué detendrían las balas? Las cosas fueron llegando
tarde, la estabilidad económica gracias al negocio de comida, el patrimonio a
nombre de su hijo preso, su nuera y sus nietos; como una forma de humillación o
burla, por qué no acabar con eso. Se puso de pie, jaló aire por la nariz.
Sintió la presión del coñón en la cintura. La fuerza aflojó lo del pecho y las
flemas subieron a la garganta, retuvo aquello mientras veía cómo el sol se iba
ocultando. La noche lo esperaba, como aquella
vez: sólo que ahora el camino era de regreso, solo, tras la vida y la memoria, la recuperación del
principio, del espacio, con un sólo
golpe. Aventó el escupitajo y dio la vuelta. Empujó la mecedora y fue al encuentro.
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