Marcelo Ramírez Ramírez
Rasgos distintivos del Marxismo
El marxismo es un fenómeno intelectual y político y sin duda más lo segundo que lo primero. Por ello despierta pasiones e invita a tomar una posición definida ante el futuro. Los estudiosos de la historia de las ideas pronto advirtieron ciertos rasgos distintivos del marxismo, con toda razón bautizado por su autor como una filosofía de la praxis. Quien profesa el materialismo histórico se hace militante de una causa de cuya verdad está plenamente convencido; el marxismo entraña una visión del mundo con una imagen del futuro que debe ser realizado y se opone activamente a todos aquellos que profesan otras maneras de pensar. Poseedor de la verdad descubierta tras la maraña de las ideologías dominantes hasta su aparición, su tarea consiste en denunciar esas ideologías y lo que representan para hacer prevalecer la única concepción científica de la historia. El éxito de esta empresa se traduce en un logro político, en la medida en que la verdad del socialismo permite combatir los males sociales y establecer el reino de la justicia. Marx fue plenamente consciente de la índole peculiar de su filosofía, de ahí su afirmación de que antes de él los filósofos habían tratado de comprender el mundo, cuando de lo que se trata es de cambiarlo.
Transformar la realidad social plagada de contradicciones para hacer posible un orden de armonía de las clases sociales, remite de inmediato a la utopía platónica de La República y, más que nada, al imperativo de fraternidad de los Evangelios. Pero entre la utopía del filósofo y la utopía del hombre de pathos religioso hay semejanzas y diferencias dignas de tomarse en consideración. Ambos aspiran a llevar a la existencia humana a su expresión más alta; a la vista de las dificultades y carencias de la sociedad real en que viven “contemplan” un orden superior donde la auténtica felicidad es posible. Esta visión en el filosofo es racional y va acompañada de la conciencia de ser él quien la construye; en el caso del hombre religioso, en cambio, éste es pasivo respecto a la promesa; si la acepta no la cuestiona, simplemente cree en ella y está seguro de que la promesa habrá de cumplirse. En las utopías tal como aparecieron a lo largo de la historia, empero, lo racional y lo religioso no se pueden discernir tan fácilmente. En cada una de ellas hay una coloración religiosa más o menos intensa según la sensibilidad de sus creadores. Así por ejemplo, en Platón la imagen de la sociedad perfecta corresponde a una concepción espiritualista del hombre, por lo cual esa sociedad tendrá necesariamente las características que lo ayuden a enfrentar las miserias de la vida material.
En la utopía marxista el elemento religioso es innegable, aunque paradójicamente no se explique por el principio espiritual, sino porque reivindica para el hombre como ser corporal, sensible, el derecho a actualizar sus potencialidades, a realizarse como ser finito, viviendo con intensidad la única vida que conoce y posee. Marx ha secularizado la idea cristiana del “fin de los tiempos” con el cual llegará el Juicio final para los hombres. En efecto, para él también la Revolución proletaria significa un juicio final, con el consiguiente inicio de un tiempo nuevo en que las cosas serán diferentes.
¿Cómo se explican las raíces del discurso marxista, del lenguaje racional y objetivo, pero que en la historia de las ideas surge no como una doctrina más de carácter teórico para explicar el mundo, sino como un programa para militantes? El marxismo ofrece una solución comprensiva a los problemas del hombre moderno, por eso representó un desafío al pensamiento liberal, así como a las doctrinas religiosas, principalmente el cristianismo. Producto de la misma matriz de la que nacieron el liberalismo y la democracia pluralista, se enfrentó a ambos con ímpetu extraordinario, presentando un proyecto alternativo de civilización más humano conforme a sus propios criterios. Los nuevos valores corresponderán al hombre como ser inteligente, creativo, producto de la naturaleza pero, al mismo tiempo agente transformador de la naturaleza y la historia. En el hombre la materia se eleva por encima de sus necesidades inmediatas para forjar un mundo superior de valores en el cual realiza su esencia humana. La propuesta recogía viejos anhelos de pensadores materialistas en un programa que invitaba a la organización de las masas para ganar el futuro. Así fue como quedó preparado el campo para la confrontación ideológica del siglo XX, incentivada con el triunfo de la Revolución Bolchevique de 1917. Ahora había un Estado poderoso con ambiciones hegemónicas impulsando la lucha contra la ideología burguesa y su principal soporte: el cristianismo. Esa confrontación, si bien a menudo se quedó en el plano de la mera propaganda basada en lugares comunes o incluso en mentiras grotescas, cuyo objetivo inmediato era desacreditar al adversario, en algunos momentos alcanzó alturas propias del debate filosófico, que le dieron un carácter ciertamente admirable. Bajo Stalin, artistas, escritores, científicos e intelectuales, conocieron las consecuencias prácticas de estar sometidos a un Estado totalitario que prescribía las normas válidas para hacer arte y para hacer ciencia; para hacer literatura y para hacer política; para pensar y para vivir.
A lo que algunos consideraban errores congénitos del marxismo en tanto doctrina materialista negadora de la dimensión espiritual de la existencia, se añadían ahora las deformaciones derivadas de la adaptación de la teoría a los intereses y conveniencias del estalinismo. Quienes consiguieron salir de la URSS continuaron su lucha en los países en donde hallaron refugio. Fue, entre otros muchos, el caso de Nicolás Berdiaeff; el pensador ruso nace en Kiev en 1874 y muere en París en 1948. Aunque se opuso al totalitarismo en nombre de los valores del espíritu, no cerró los ojos al fenómeno de la mala conciencia de aquellos cristianos que con su actitud egoísta, prepararon el camino a la aparición de ideologías reductoras.
Diferente casi en todo a Kierkegaard, Berdiaeff compartía con el pensador danés el rechazo hacia la mistificación de la idea cristiana, el rechazo a la complicidad con los poderosos de la tierra. Para él tampoco es fácil ser cristiano, porque el cristianismo es un compromiso absoluto con la verdad que impone seguir el ejemplo de Cristo, el cual ordena amar al prójimo y servirlo. En otro punto coincidía con el filósofo de la dialéctica existencial y era en el referente al alcance del conocimiento objetivo. No podemos comprender la vida de alguien a partir de los sucesos externos, por las fechas, ni por cualquier suceso observable. Sería preciso penetrar en la corriente viva de los estados subjetivos para aproximarnos a la comprensión de lo que ha sido la vida de una persona. En su Autobiografía espiritual Berdiaeff se propuso relatar su verdadera vida, la interior, la que nadie observa y cuya autenticidad depende de la valentía del que se atreve a narrarla. En su caso, el relato alcanza una intensidad que llega a conmover al lector provocando en él vivencias que recuerdan a las obras maestras del género autobiográfico. Por cuanto se refiere al propósito del presente escrito, recordamos en particular dos obras que tuvieron amplia difusión en los países de habla hispana: El Cristianismo y el problema del comunismo y El Cristianismo y la Lucha de Clases, en las cuales Nicolás Berdiaeff fundamenta filosóficamente su rechazo al marxismo en general y al socialismo tal como Stalin lo desarrolla en el modelo soviético. Al volver a leer en nuestros días estas obras, uno se percata de la vigencia de algunas tesis, las verdaderamente importantes, pues aunque fueron enunciadas en una situación de coyuntura y dirigidas a adversarios muy definidos, su alcance rebasa esa coyuntura, planteándonos con igual fuerza, a los hombres de hoy, la necesidad de crear la civilización que mejor responda a la dignidad humana.
El significado de Berdiaeff como miembro de una generación de exiliados rusos
El significado de Berdiaeff para su época y para la nuestra no radica tanto en la originalidad de su pensamiento, ni en los enfoques novedosos de tesis metafísicas o teológicas consagradas por la tradición; su aportación al debate con el marxismo hemos de buscarla en la defensa enérgica y sincera de sus convicciones. Su congruencia socrática es un testimonio de cómo el hombre de bien ha de vivir de acuerdo con sus principios y esta es una gran enseñanza en tiempos en los cuales aprendices de la sofistica se han enseñoreado de la política y la vida pública, demostrando con el ejemplo inmoral y egoísta que no es lo importante la verdad, sino tan sólo su apariencia. El marxismo combina dos principios: el materialismo y la dialéctica hegeliana. Esta última puede entenderse perfectamente en el contexto idealista en el cual fue concebida, pero resulta violentada al aplicarse en la forma en que lo hace el marxismo.
Para poder utilizar la dialéctica, Marx postula una nueva forma de materialismo en el que la pasividad de la materia, su característica más obvia como lo recuerda Berdiaeff, es sustituida por la capacidad de transformación, de desarrollo hacia la complejidad. Esto le da el potencial infinito que explica el origen y evolución de la realidad tanto en el orden natural, cuanto en el orden de la historia y la cultura. Un único principio, la materia en permanente cambio progresivo, es suficiente para comprender a la naturaleza y al mundo del hombre. El monismo materialista se traduce en una filosofía omnicomprensiva: puede explicarlo todo con una congruencia que deslumbra a quienes no advierten de entrada el error de atribuir a la materia lo que es propiedad exclusiva del espíritu: la actividad, el impulso creativo.
El hombre viene a ser el último eslabón de la evolución de la materia; ser inteligente dotado de conciencia es el verdadero sujeto de la historia, si bien esto no lo descubre hasta el advenimiento de la filosofía marxista, donde se resume lo mejor del pensamiento desde los griegos hasta Hegel. Como a Marx le interesa cambiar el orden social del capitalismo, atribuye al proletariado la misión de oponerse a la explotación capitalista e instaurar el socialismo. Para ello debe organizarse, pues para llegar a ser, la sociedad sin clases requiere de la participación de este proletariado convertido en el agente principal del proceso histórico, del que depende la liberación final del hombre. Aquí se presenta una situación extraña para Berdiaeff y es la siguiente: las relaciones de producción capitalista son, de acuerdo a la teoría marxista un fenómeno económico, no moral. La explotación de los obreros de la que se benefician los dueños del capital, es una fase necesaria e incluso el propio Marx celebra la índole progresista de la burguesía en su lucha contra la nobleza. Éticamente hablando la forma de trabajo bajo el capitalismo resulta neutra. ¿Por qué entonces condenarlo? La propaganda socialista, en cambio, insiste en la condena moral de la explotación; la fuerza del mensaje socialista radica justamente en su oposición a la “explotación del hombre por el hombre”; el discurso pasa de la objetividad de la ciencia al exhorto político coloreado de subjetividad. La explicación podría hallarse en la resistencia del capitalismo a dejar paso a formas más avanzadas de aprovechamiento de las fuerzas productivas.
En efecto, la ciencia y la técnica han potenciado el poder del hombre sobre la naturaleza hasta límites sorprendentes, pero el capitalismo limita ese poder y lo orienta por los estrechos cauces del interés egoísta de los dueños del capital. La conclusión es obvia: es necesario eliminar los obstáculos para la utilización racional de las fuerzas productivas, de modo que su beneficio se haga extensivo al conjunto de la colectividad. Pero aunque así sea, para Berdiaeff esta explicación no justifica el odio y la violencia de la propaganda socialista. En el fondo, la explicación se encuentra en la verdadera naturaleza del socialismo: si oposición total al espíritu y la libertad del hombre. El marxismo reclama al hombre entero para su causa, por ello combate a toda religión y al cristianismo en particular y, por eso mismo, rechaza la separación reconocida por los liberales de una esfera pública y otra privada, es decir, el principio laico de la separación de Estado e Iglesia, el cual permite la libertad de conciencia en tanto ésta no interfiera con las obligaciones y lealtades de los ciudadanos.
El Estado socialista a diferencia del Estado liberal encarna al mismo tiempo el principio político y el principio religioso que lo anima. Es totalitario en tanto organiza y controla todos los aspectos de la existencia. Como no conoce la idea de la dignidad de la persona humana, hace del colectivo la entidad más elevada, a la que han de ofrendarse todos nuestros sacrificios, la vida incluida. Berdiaeff recuerda a Nietzsche y su “amor por lo lejano y lo distante”, que también Isaiah Berlín considerará una falsa justificación para sacrificar las generaciones presentes al ideal de la Sociedad Perfecta del futuro. Considerado retrospectivamente el derrumbe del “socialismo real”, puede decirse que la crítica de Berdiaeff fue acertada, pues hubo un momento en que el Estado de los soviets resultó impotente para contener las demandas de las generaciones que habían perdido la mística inicial de la revolución y no estaban dispuestas a sacrificar el presente por un futuro quizá irrealizable. Berdiaeff, sin embargo, no se queda en el rechazo de la idea socialista y aclara que tampoco es deseable el retorno al capitalismo del siglo XIX. La verdadera civilización continúa siendo un proyecto, algo aún por construir. Esa civilización habrá de ser diferente tanto del humanismo burgués cuanto del humanismo ateo.
En El Cristianismo y la lucha de clases, hace una distinción entre la mentalidad burguesa y la mentalidad de la aristocracia, que le permite puntualizar la índole de las mismas. La burguesía, nos dice, oculta sus privilegios. En cambio la aristocracia los justifica haciendo valer su derecho a disfrutar de ellos por ser la representante de una selección superior de individuos. La burguesía niega la lucha de clases bajo la igualdad formal jurídica y política. No obstante, Berdiaeff reconoce la oposición entre las clases sociales porque, según él, “… no representa más que una de las manifestaciones del mundo cósmico y del antagonismo de las fuerzas opuestas, lo mismo que la combaten entre sí las razas y los sexos.” 1 Marx absolutiza la lucha de clases, legitimando el odio de los oprimidos hacia sus amos. La superioridad moral del cristianismo se encuentra aquí precisamente, al proponer como solución el amor y el desinterés, a sabiendas de que la justicia jamás podrá realizarse por completo. Berdiaeff está convencido de representar la actitud realista del autentico cristiano. Este acepta sumarse a la “revolución permanente”, para hacer cada vez mejor el mundo en el que vive, sin llegar jamás a la perfección. ¿Por qué el espíritu no puede triunfar definitivamente? Porque en este mundo –responde Berdiaeff- no es posible; existe el mal ontológico, misterioso pero inocultable que nos acompaña desde siempre. Hemos de aceptar este hecho y aprender a lidiar con él.
Crítica de Berdiaeff al mesianismo de Marx
Veamos ahora un poco más de cerca lo que Berdiaeff entiende por mesianismo marxista, cuya crítica es el núcleo en torno al cual pueden integrarse los diferentes aspectos tratados por el pensador ruso en sus obras polémicas. El socialismo proclama una paradoja: del odio surgirá el amor; de la violencia desatada por la clase obrera, la armonía de la nueva sociedad; de la destrucción de las normas de la convivencia, el nuevo orden jurídico y ético. Berdiaeff descubre las raíces profundas de la teoría marxista recordando el origen judío de su autor. Pese a su formación filosófica, en el fondo de su ser Marx permanece judío; en él hay, como en todos los grandes hijos de ese pueblo, un profeta con un mensaje de salvación. El socialismo representa el bien y el capitalismo el mal y, naturalmente el primero terminará por prevalecer. Sólo que antes del triunfo definitivo, las tinieblas se harán más densas a fin de que pueda surgir la luz. Leamos el resumen que hace Berdiaeff del proceso: “el mal del capitalismo debe aumentar, la situación de los obreros debe empeorar y los obreros deben exasperarse, entonces se destruirá el mal, el capitalismo <
El judío Marx traía en la sangre el sentido de su misión, si bien la envuelve en el lenguaje del científico social. El pensador ruso es concluyente: “Marx permaneció israelita hasta la médula, creía en la idea mesiánica, en la venida del reino de Dios en la tierra, aunque ésta se realizara sin Dios.” 3 Si observamos bien, en las últimas palabras se encuentra la clave para comprender el alcance de la crítica de Berdiaeff. Marx reniega de Dios, pero mantiene viva la promesa del reino que Marx quiere ver realizado en “el más acá”, en este mundo donde alientan los hombres de carne y hueso. La visión trascendente se ha vuelto inmanente, aunque para nuestro autor, Marx está más cerca del judaísmo pre-cristiano a la espera del mesías que vencerá a los enemigos del pueblo elegido. Marx le ha revelado al proletariado, “la única clase exenta del pecado original de la explotación”, su misión histórica. Hasta ese momento la humanidad ha vivido de falsas ilusiones fomentadas por la religión y el espejismo de la felicidad en el “más allá”. Ese largo periodo de tiempo es el de la prehistoria, pues la historia propiamente dicha sólo comenzará con la instauración del comunismo.
Una vez más, nos encontramos con la idea del paraíso a donde el hombre llega -¿ó retorna?- después de vivir condenado a padecer miseria y opresión. Conviene preguntarse: ¿todo esto que se espera del proletariado corresponde al proletariado real? ¿Es producto de la observación empírica? En modo alguno, responde Berdiaeff, porque en la realidad hay muchos proletariados en situaciones diferentes y actitudes diferentes en los diversos países. Marx nos remite a su idea del proletariado y es a dicha idea a la que le adscribe los atributos antes señalados. Nos explica Berdiaeff: “lo que se revela a los ojos de Marx y de los marxistas es una entidad que no puede verse ni cabe en el conocimiento científico.” 4 Otra idea subyace a la concepción materialista de la historia que permite entender que no se trata de un proceso material “ciego e insensato”. No, la dialéctica de la Idea, injertada en el proceso histórico real, tiene un telos, conduce a fases cada vez más elevadas de desarrollo, siendo el capitalismo la etapa previa al socialismo. Las contradicciones internas del capitalismo al alcanzar su clímax, dejarán el escenario listo para la revolución que llevará al comunismo. La violencia revolucionaria es la madre del nuevo orden donde el hombre se reconcilia consigo mismo dando lugar a la armonía general. La promesa del marxismo es la misma promesa de la religión: el paraíso.
El nuevo credo humanista tomado de Feuerbach, se funda en la fe en el hombre, en sus potencialidades; promueve una ética de la solidaridad en lugar de la compasión y el conformismo; salva al hombre de la enajenación. Esta imagen idealizada no corresponde en lo más mínimo al caso concreto del socialismo estalinista denunciado por Nicolás Berdiaeff. Más no sólo se trata de estar más o menos alejados del modelo, lo cual tendría remedio; para nuestro pensador las distorsiones del estalinismo son distorsiones de una doctrina que ya en su planteamiento original ignora la grandeza del hombre; Stalin simplemente hace más visibles tales deficiencias y aprovechándose de ellas, condena a sus opositores a una degradación física y moral que hasta después de su muerte sería conocida por el mundo. Demasiado involucrado en la polémica con el adversario del momento, Berdiaeff no vio nada positivo en la antropología marxista, que permitiera reivindicar expresiones creadoras inéditas del hombre, una posibilidad que en cambio fue uno de los temas centrales de los fundadores de la Escuela de Frankfurt. Para él, la única aportación positiva del marxismo fue el señalamiento enérgico de la injusticia y la opresión y, en lo que al cristianismo se refiere, el denunciar la complicidad de éste con los poderosos de la tierra, algo que, sin embargo, no invalida la grandeza del verdadero cristianismo, al que debemos la concepción del hombre como “imagen de Dios”; imagen en que descansa la grandeza y dignidad de la persona humana. Al evocar el pensamiento y activismo de Nicolás Berdiaeff, debe tomarse en cuenta, sin embargo, que no defendió intereses transitorios. Su propuesta fue la de una civilización renovada por obra del amor y la justicia, únicas fuerzas capaces de elevar la condición humana por encima de sus limitaciones y atavismos.
BIBLIOGRAFÍA
1. BERDIAEFF, Nicolás. El cristianismo y la lucha de clases. De Cardona, María. (Traducción). Madrid: Espase-Calpe, S.A., 1935. p. 14.
2. BERDIAEFF, Nicolás. El cristianismo y el problema del comunismo. De Cardona, María. (Traducción). Madrid: Espase-Calpe, S.A., 1935. p. 36.
3. Ibíd. p. 40.
4. Ibíd. p. 42.
1 comentario:
muy intersane, un analisis muy completo, coincido plenamente en todas las aristas del tema, realmente es lo qu nicolas decia. muchas gracias.
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