lunes, 8 de agosto de 2011
EVOCACIÓN DE PEDRO HENRÍQUEZ UREÑA*
Alfonso Reyes
Dos países de América, los dos pequeños, han tenido el privilegio de ofrecer la cuna, en la segunda mitad del pasado siglo y en poco menos de veinte años, a dos hombres universales en las letras y en el pensamiento. Ambos fueron interlocutores de talla para sostener, cada uno en su esfera, el diálogo entre el Nuevo Mundo y el Antiguo. Después del nicaragüense Rubén Darío, titán comparable a los más altos, junto a cuyo ingente y boscoso territorio los demás dominios contemporáneos-excelsos algunos-resultan cotos apacibles, nadie, en nuestros días, habrá cubierto con los crespones de su luto mayor número de repúblicas que el dominicano Pedro Henríquez Ureña quien, sin exceptuar a los Estados Unidos, por todas ellas esparció la siembra de sus enseñanzas y paseó el carro de Triptólemo.
Nativo de la hermosa isla antillana, la primada de las Indias, la predilecta de Colón; brote de una semilla ilustre en la poesía, en la educación y en el gobierno; fadado desde la primera hora por las Musas; mentalmente maduro desde la infancia, al punto que parecía realizar la paradójica proposición de la ciencia infusa; inmensamente generoso en sus curiosidades y en su ansia delirante de compartirlas; hombre recto y bueno como pocos, casi santo; cerebro arquitecturado más que ninguno entre nosotros; y corazón cabal, que hasta poseía la prenda superior de desentenderse de sus propias excelencias y esconder sus ternuras, con varonil denuedo, bajo el impasible manto de la persuasión racional, Pedro, el apostólico Pedro, representa en nuestra época, con títulos indiscutibles, aquellas misiones de redención por la cultura y la armonía entre los espíritus, que en Europa se cobijan bajo el nombre de Erasmo, y en América bajo el de ese gran civilizador, peregrino del justo saber y el justo pensar, que fue Andrés Bello.
México reclama el derecho de llorarlo por suyo. Pocos, sean propios o extraños, han hecho tanto en bien de México. Aquí transcurrió su juventud, aquella juventud que no ardía en volubles llamaradas, sino que doraba a fuego lento su voluminosa hornada de horas y de estudios. Aquí enseñó entre sus iguales, sus menores y sus mayores; y en corto plazo, hizo toda la carrera y ganó el título de abogado. Aquí gobernaba con intimidad y sin rumor aquellas diminutas y sucesivas pléyades, cuyas imágenes van convirtiéndose ya en focos orientadores a los ojos de la mocedad más promisoria. Aquí se incorporó en las trascendentales reformas de la educación pública. Aquí fundó su hogar. Y, al cabo, nos ayudó a entender y, por mucho, a descubrir a México. Nuestro país era siempre el plano de fondo en su paisaje vital, la alusión secreta y constante de todas sus meditaciones.
En calles y plazas, teatros y escuelas, conciertos y asambleas, y dondequiera que se congregara la gente, ya en sus escritos o en sus conferencias, ya en la reclusión de los libros, las lecturas en común o las meras charlas, allí estaba Pedro, con su interrogación implacable, para deslindar lo cierto de lo dudoso, y lo que se sabe, de lo que se sospecha o lo que se ignora; allí estaba él para aquilatar la sensibilidad, la probidad, la autenticidad de cada uno, barriendo con firmeza, aunque sin extremos, la ganga que se vende por oro. Artífice de la mayéutica, hacía surgir a flor del ser las virtudes que se ignoraban; sostenía las voluntades declinantes; trazaba las conductas definitivas, al grito de “¡Tu Marcellus eris!”.
Pero sobre su fosa reciente hay que decir la verdad y sólo la verdad. Si hubo un alma sincera, ésa es la suya. Era un testigo insobornable, y su trato era la piedra de toque. Por su resistencia, por su atracción o su desvío ante el sondeo que Pedro ejecutaba hasta el fondo de las conciencias, podrían juzgarse las calidades. Aceptaba la misión patética de enfrentar consigo mismo a cada hombre. Sólo los mejores soportaban la prueba. Los demás huían, escandalizados, acaso para entregarse a espaldas suyas-¡como si así huyeran de sí mismos!-a mil conciliábulos de odio y de miseria. Difícil encontrar figura más semejante a la de Sócrates. Hasta traía, como éste, la Atenea oculta en el Sileno, y también tuvo su cicuta.
No se ha dado educador más legítimo. De él recogí esta máxima: “No basta vivir para la educación, hay que sufrir por la educación”. No sólo predicaba, no: ¡eso era lo menos! Sino intervenía y colaboraba. Era, para decirlo en vulgar, “el médico que da la receta y el trapito”. La historia de las literaturas no tuvo secretos para él. Su memoria, untada de colodión, revelaba a punto los fragmentos de prosa y verso; y junto a los rasgos inmortales, las más arcanas noticias, los más minuciosos relieves del humano festín poético. Se lo hojeaba como a viviente enciclopedia; se lo consultaba como a consejero intachable en todos los trances del oficio. Se usaba y se abusaba de su incansable solicitud, y esto era su mayor júbilo. ¡Quien lo vio, cargando verdaderas torres de libros, cruzar la ciudad para auxiliar al compañero en apuros de información; o llamando a las altas horas de la noche a la puerta de algún amigo-sin miedo de perturbar su sueño y con sencillo y fiero repudio de las convenciones sociales-, para comunicarle al instante el hallazgo que acababa de hacer en las páginas de un trágico griego, de un “lakista” inglés, de un renacentista español!
Todo lo dejaba, todo, para acudir a los demás, y en ello gastó gran parte de su vida. Somos legión los responsables de que no haya dado cima a muchos más libros proyectados. Y no sólo hacía suyas nuestras empresas literarias: también nuestros enojos prácticos y nuestras vicisitudes morales. Un día, cuando más pobre estaba, hizo entrega de sus parvos ahorros en manos de uno a quien quería ver inconmovible en su apartada dignidad cívica. Pero no os figureis una de esas inquietudes efusivas y bullangueras, que a veces incomodan tanto como alivian. Así como su habla era con frecuencia lenta y grave (salvo curiosísimos atropellamientos en que llegaba, al discutir, a los gritos, para dar más punta a sus afirmaciones), el gesto era siempre claro y sereno; exteriormente, frío; ni espuma ociosa, ni adiposidades equívocas. Era tan veraz, tan directo que-según solíamos decirle por burla-para él, en su hábito de ignorar lo inútil, o por lo menos, secundario, no existían espacio ni tiempo: sólo existía la causa. Era grande con impertinencia de niño.
Allá, en sus años heroicos, cuando todavía las tristes lecciones no habían embotado sus aristas, soltaba unas “verdades de a libra”, de esas que crean temerosos silencios. Y entonces nos recordaba a otro personaje de la Antigüedad: al escita Anacarsis. Éste, pues, apareció un día por Grecia, irritando provechosamente a los filósofos con la evidencia de sus crudas observaciones. Un tanto engreídos los griegos respecto a la superioridad de sus modos y maneras, tuvieron que hacer un saludable esfuerzo para dar crédito a sus oídos.
Los años atenuaron un tanto aquel despilfarro y aquella irresponsabilidad generosa, al irlo cercando entre los muros de las crecientes obligaciones. Se resignó a concentrarse un poco, a tolerar algunas superfluidades de la ley cotidiana, a sacrificar algunas aficiones, y desde luego, la epistolar. Ya no era posible cumplir con todos los hombres a un tiempo. Sus cartas, de que quedan por ahí volúmenes, se redujeron al mínimo indispensable, a un laconismo que contrastaba con la abundancia de otros días. Pero nada fue poderoso a mermar su vocación de maestro, y hasta el fin siguió-otra vez como Sócrates-atajando el paso al joven Jenofonte, para darle aquel aviso providencial: “Sígueme, si quieres saber dónde y cómo se aprende la sabiduría.”
Estaba dotado de una laboriosidad que le era naturaleza, y ella poseía dos fases: la ostensible y la oculta. Leía y escribía junto a la sopa, en mitad de la conversación, delante de las visitas, jugando al bridge, entre los deberes escolares que corregía-¡el cuitado vivió siempre uncido a mil menesteres pedagógicos!-, de una cátedra a otra, en el tren que lo llevaba y traía entre las Universidades de La Plata y de Buenos Aires. A veces, llegué a preguntarme si seguía trabajando durante el sueño. Y es que, en efecto, bajo aquella actividad visible corría, como río subterráneo, la actividad invisible, sin duda la más sorprendente. Su pensamiento no descansaba nunca. Mientras seguía el hilo de la charla, iba construyendo, para sí, otra interior figura mental. Y al revés, dejaba correr su charla sin percatarse, aparentemente, de las cosas que lo rodeaban. Esta impresión era engañosa: no contaba uno con su ubicuidad psíquica. Cierta vez, José Moreno Villa lo llevó al museo del Escorial. Pedro habló todo el tiempo de Minnesota-el clima, la Universidad, el catedrático de literatura francesa, una profesora que estudiaba la Divina Comedia, las reuniones dominicales en la casa de algún colega-y no parecía prestar atención a lo que tenía delante. Poco después, al regreso, en un misterioso desperezo retrospectivo, dejó pasmado a José Moreno Villa con un estupendo análisis del “San Mauricio”, del Greco.
En apariencia, padecía las pintorescas abstracciones del sabio, y se hubiera creído de él que pasaba junto a las frivolidades sin verlas. Y he aquí que, de pronto, le oíamos explicar, en un corro de señoras porteñas, los principios que inspiraban el nuevo tipo de los sombreros femeninos. Y lo que hacía para las pinturas y las modas, lo hacía para la música o los deportes, con igual facilidad que para las letras, y siempre con delicadeza y elegancia. Sólo ante el cine lo vimos retroceder francamente, desencantado de las historias y no compensado por el deleite fotográfico. A menos que algunos films aparecidos en los últimos años hayan logrado convencerlo.
Y lo que es mejor todavía: el mismo trabajo de elaboración hipnótica parecía operarse en su mente con respecto a los más recibidos rasgos de las costumbres y a los más arduos conflictos de la ética o de la política. ¡Ay, si se hubiera decidido a escribir todo lo que pensaba y decía! Por lo menos, a muchos nos entregó, como en moneda de vellón, el caudal de sus reflexiones, a veces de una originalidad desconcertante. Y en muchos libros de sus compañeros discípulos-los míos los primeros-poco cuesta señalar esta y la otra página que proceden de algunas palabras ocasionales de Pedro.
Tal era Pedro; y quienes sólo lean mañana sus obras-afinadas en un mismo tono, aunque excelentes y únicas en su orden-apenas conocerán la mitad de su contenido humano y quién sabe si todavía menos. El que estas maravillas os cuesta se ve en el paso honroso-tan extraordinaria era aquella naturaleza-de aseguraros que nada inventa ni abulta. El recuerdo mismo de nuestro amigo y maestro me dicta el mayor respeto para la fidelidad del retrato. Pero la verdad es que, tras ocho bien contados lustros de una amistad que fue, para ambos, la más cercana, todavía me agobia la sorpresa de haber encontrado en mi existencia a un hombre de esta fábrica y de una superioridad tan múltiple. Yo bien quisiera ser capaz de comunicar a todos la veneración de su memoria.
Algo hemos dicho del hombre. Casi nada del escritor. Pero ¿acaso fuimos requeridos para aderezar, a las volandas y en plazo perentorio, un juicio que requeriría largos años de preparación? Rehusaríamos computar ligeramente los saldos de obra tan cumplida. Conformémonos con recordar aquí algunos aspectos principales.
Es ya un lugar común que el estilo de Pedro Henríquez Ureña acertó a vencer disciplinas del equilibrio dorio. Modelo de sobriedad suficiente, mucho pueden aprender en este escritor antillano algunos que nos tildan de “tropicales” con intención peyorativa. Hay que revisar ese sobado concepto. No conozco peor “tropicalismo”, en el mal sentido, ni más deplorable charlatanería, que la de esos malaconsejados que han hecho una carrera, con programa, estudios y diploma, del arte de la “bernardina” o arte de vender la mula tuerta, de la propaganda y reclamo comercial en suma, propia academia de Monipodio y contraste del prócer decir español: “El buen paño en el arca se vende”. Tropicales, ciertos vates que yo me sé, que empiezan a amontonar palabras y no acaban, a ver que sale-impotencia peor que el silencio-, como esas visitas que no saben nunca despedirse. ¡Pero tropicales nosotros-¡bah!-, cuando nada nos ofende más que lo informe, lo farragoso y lo desordenado! ¡Tropical el dorio de América, cuyos párrafos son estrofas que van ajustando la estructura! Y, si se quiere, tropical, sí; pero en el otro sentido: luz, limpieza y claridad del dibujo. ¡Y que la siracusana Lucía nos conserve los ojos!
El arte de este escritor extrae de la necesidad su virtud, y su virtud esencial consiste en cierto aplomo como el de una gravitación física. Sin llegar al “remedo de la facundia latina y del número ciceroniano”, aquí y allá dejaba sentir el resabio de los odres “marcelinescos” en que había madurado su vino. No era, por cierto, uno de sus menores encantos la pericia en la variedad sintáctica. Pero ella nunca sobrevenía como alarde postizo, sino como consecuencia de las mismas anfractuosidades de la idea, poseída por una expresión de atlética musculatura. Con todo, es notoria la tendencia hacia una geometría cada vez más despojada, aun por el sesgo científico que fue dominando gradualmente la obra. Ha dicho Julio Caillet-Bois: “Apenas admite elementos conjuntivos esa prosa encadenada por dentro”.
No es fácil decirlo: intentémoslo. El molde era siempre del tamaño de la idea que encerraba. Ni la hinchaba extremosamente, que suena a hueco; ni menos la reducía como al genio de la botella, que es enigmático y molesto. De esto o de aquello, hay quien se confiesa orgulloso. También se consolaba, en la fábula, el zorro de las uvas.
El adorno se le volvía esencia; el adjetivo cobraba mayoridad de sustantivo. Los epítetos eran definiciones. Las llamadas “figuras”, actos de apoderamiento viril. Estilo masculino, aquél, pero que sabía ofrecer, cortésmente, el brazo a las vagarosas ninfas.
Aun en sus más libres divagaciones-tan concentradas eran-, como en su página sobre un atardecer de Chapultepec; aun en sus creaciones más poemáticas-tan densas de humorismo-, como en su evocación del advenimiento de Dionysos, fue característica suya el mantener una temperatura de “fantasía racional”.
Nos ha dejado dos o tres relatos folklóricos que nada envidian, en tersura, a los maestros del género, sin que incurran por eso en las pequeñeces del costumbrismo forzado, lo que muestra la amplitud del registro y el buen dominio de la voz. Pues los Universales regían su mente, y jamás los perdía de vista.
Sus versos, que yo sepa, fueron cosa de la adolescencia y nunca llegó a recogerlos. Nos agradaría examinarlos ahora, dándoles su sitio en el conjunto. Acaso su misma marcha algo indecisa nos resulte aleccionadora. El desarrollo avasallador de la prosa los relega a la penumbra y los intimida.
En la prosa se saciaron plenamente los propósitos definitivos del escritor. Prosa inmaculada la suya, castiza sin remilgos puristas. Ni reniega de la tradición, que parece pertenecerle por abolengo propio, ni se desconcierta ante la novedad o aun la iniciativa, porque su pluma era también instrumento autorizado y parte integrante de nuestra habla. Y siempre, sustancia y sustancia, lo que no puede lograrse sin una maciza voluntad de la forma. Nunca un traspiés, nunca un falseo: el lector cabalga tranquilo. Por el solo concepto artístico, si más no hubiera, Pedro Henríquez Ureña es ya uno de los escritores más firmes de la lengua.
Por cuanto al fondo de la obra, somos exigentes con los gigantes, olvidando que los sujetaron los dioses. Quisiéramos que hubiera volcado en sus libros toda su persona: ¡como si el tiempo y las fuerzas humanas fueran infinitos! Pero esta exigencia desmesurada en nada disminuye el mérito de los libros publicados. Todo se ha dicho cuando afirmamos que hizo adelantar en algún grado cuantos asuntos empuñaba. Erudito, exploraba tierras incógnitas; intérprete, iluminaba vastedades. De su taller nada salía como había entrado. Dondequiera que puso la mano, su impronta es imborrable.
Entre sus ensayos críticos, algunos son insuperables: tal su Ruíz de Alarcón. En el Pérez de Oliva y otras páginas sobre el Renacimiento español, impone la marca de su señorío y devuelve a las épocas y a los personajes los perfiles que se estaban borrando: los saca de la galería, los trae a la animación y a la vida. Sus resurrecciones históricas están salpicadas con aquella sangre del mártir de Nápoles, que daba perennidad continua al pasado. Sus síntesis americanas tienen destellos de perfección: véase el panorama ofrecido en Harvard; véase esa lección de método que es su monografía sobre la cultura dominicana. Sus buscas sobre la verdadera fisonomía de América están llamadas a dominar nuestras especulaciones al respecto, y nunca se las pondrá de lado, aunque llegara la hora de completarlas o retocarlas.
Filólogo, acotó terrenos, plantó banderines, abrió atajos. Allí están para quien pueda superarlos, sus escritos de dialectología o su tesis sobre versificación irregular. Salvador Novo define así la evolución de Pedro Henríquez Ureña, en reciente artículo periodístico: “De la erudición caudalosa de Menéndez y Pelayo, había pasado al conocimiento científico, sistematizado y moderno de la escuela de Menéndez Pidal”.
Tal es, a grandes rasgos, la obra de Pedro Henríquez Ureña. Ni la ocasión consiente extenderse más, ni osaremos hacerlo sin antes repasar, con amoroso detenimiento, cada una de sus publicaciones, de sus páginas, de sus frases.
En cambio, sobre los perfiles humanos de Pedro yo podría explicarme incesantemente. ¡Como que con él se me ha ido lo más estimable de mis tesoros! Ya no contaré con aquella confrontación que-real o figurada-más de una vez corregía mis impulsos, aconsejaba mis estudios, guiaba de cerca o lejos mi pluma. Perdonadme que descienda a estas personales confidencias. Me doy a mí mismo como ejemplo de lo que, estoy cierto, no sólo a mi me acontece, y generalizo mi experiencia. “Yo-decía Montaigne-soy mi física, soy mi metafísica.” Y sólo me traigo al argumento a fin de mejor explicar lo que Pedro ha sido para muchos, lo mismo en Santo Domingo que en la Habana, en Minnesota o en Harvard, en México o en Montevideo, en Buenos Aires o en Santiago de Chile, en Madrid o en París. Así se entenderá mejor este dolor más que humano que nos embarga. Hemos sido desposeídos de algo que confina por los límites en que cada hombre particular se confunde ya con lo humano.
Pedro muere en el peor momento. Si Pedro se hubiera marchado unos seis años atrás, su valor sería el mismo, y él no habría padecido ante los horrores que ensombrecen la historia. Si nos hubiera vivido siquiera otros seis años, ¡cuánto nos hubiera ayudado para navegar la crisis en que hoy naufragamos, para explicarnos y dilucidar esta confusión que nos rodea! Desapareció cuando más falta nos hacía. Se ha ido quien podría socorrernos. No nos consolaremos de tamaña burla del destino. Pero el justo debe saber que todo, en este valle de crímenes, nos ha sido solamente prestado.
*Homenaje a su memoria ofrecido por la Secretaría de Educación Pública en el Palacio de Bellas Artes, de México, el 31-V-1946. Aparece como prólogo de las Páginas escogidas de P.H.U., Bibl. Encicl. Popular, núm. 109.
Reyes, Alfonso. Textos, una antología general. Edición especial SEP, México, 1982. Pp.201-209.
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