Una reflexión entre la incertidumbre y la esperanza.
Marcelo Ramírez Ramírez
Immanuel Wallerstein ha propuesto la hipótesis del colapso del liberalismo en el momento mismo en el que según sus defensores más fervientes habría triunfado de sus adversarios ideológicos. Ese momento fue el de la caída del muro de Berlín con el subsecuente resquebrajamiento del socialismo tal como lo rediseñó Stalin. Lo que sostiene Wallerstein confirmaría lo que se ha llamado el fin de las ideologías que dominaron el escenario político de occidente a partir del triunfo de la Revolución Francesa. Las ideologías en cuestión son: el liberalismo propiamente dicho, el conservadurismo y el socialismo. Este último adopta su más acabada expresión en el marxismo, que dará origen a diversas corrientes como el trotskismo, el leninismo, el estalinismo y las versiones europeas que, a pesar del éxito del socialismo estatista, mantuvieron la centralidad de la propuesta humanista de Carlos Marx que aquel hizo a un lado. Lo interesante de la interpretación del politólogo que estamos comentando, consiste en que para él, las tres ideologías comparten un suelo histórico común y, al final, no son tan diferentes como parece a simple vista. Vale la pena resumir las razones aducidas a favor de esta interpretación, porque aun en el caso de no aceptarla, iluminan ciertos problemas, ayudándonos a su mejor comprensión.
Con la Revolución Francesa la soberanía fue atribuida al pueblo, con lo cual se despojó de legitimidad al poder absoluto de los reyes. En adelante ya no sería el rey el soberano por voluntad divina, sino el pueblo que, sin embargo, al no poder tomar en sus manos directamente el poder, se vería precisado a dejarlo en manos de quienes lo representaran. Así surgieron tres interpretaciones acerca del verdadero representante del pueblo. Para los liberales este representante es el individuo libre; para los conservadores, los grupos tradicionales, aptos para mantener el orden y los valores que constituyen su armazón más sólida; para los socialistas pueblo es sinónimo de todos los miembros de la sociedad. Por lo demás, debe destacarse que en las tres perspectivas, resultaba fundamental el control del estado para hacer triunfar los respectivos proyectos políticos. Otro punto de convergencia es la importancia de la productividad generadora de riqueza, sin la cual no es posible llevar adelante los ideales de justicia social e igualdad. En el fondo, lo que las tres ideologías han compartido es la fe en el progreso, que implica ir de menos a más, de la pobreza a la prosperidad, de la escasez a la abundancia. Marx enfatizó que la mejor distribución de la riqueza representaría para los seres humanos la oportunidad de alcanzar la mayor expansión de sus energías creadoras, que nunca antes se habían logrado y que constituye la verdadera justificación para acabar con la explotación del hombre por el hombre. Sin embargo el liberalismo tampoco fue ajeno a la lucha por la justicia social. Wallerstein recuerda el periodo que va de 1789 a 1830, durante el cual el liberalismo y el socialismo pre-marxista hicieron causa común llegándose a hablar de un liberalismo socialista que provocaba la suspicacia de los conservadores. En la lucha contra el sistema de privilegios del antiguo régimen, la idea de progreso fue pues inspiradora de la acción política y los mismos conservadores aceptaron cierto grado de reformismo como táctica para contener y encauzar las exigencias populares. Fue a partir de 1848, según nuestro politólogo, cuando el liberalismo se divide en dos vertientes: una radical, más cercana a los socialistas y otra moderada que se acerca más a los conservadores. Como se advierte, el suelo común del que hemos hablado era y así se mantuvo hasta hace algunos años, la fe en un desarrollo lineal de la historia, al que hemos llamado progreso, el cual, de acuerdo con la idea de Comte, quien en esto repite a Condorcet, significa que la humanidad, a semejanza de un individuo que no muere, va mejorando constantemente gracias a los conocimientos y experiencias que va acumulando a través del tiempo. Algún día, en un futuro que ya podemos entrever, no habrá enfermedades, dolor, pobreza, ignorancia y, acaso tampoco muerte. Tal es la fe en el progreso sustentada en otra fe, la de la razón, que hizo del pensamiento ilustrado el centro de gravitación del mundo moderno.
¿Cuáles son los signos de decadencia del actual sistema político económico? Y más precisamente: ¿Cuáles son las causas de que el sistema no pueda renovarse como ha sucedido en las pasadas crisis de las que, incluso, salió más fortalecido?
El primer signo es el debilitamiento del Estado. La perdida de la hegemonía estatal al interior de los países, sobre todo de los países de la periferia como México, se traduce en incapacidad para someter a otros poderes que se resisten a su arbitraje como instancia suprema. Grupos poderosos de diferente índole, incluidas las organizaciones delincuenciales con amplios recursos y estructura sofisticada, retan al Estado, tomando para sí el derecho del uso de la fuerza que la Constitución reservaba para aquél. Los analistas ven en este fenómeno una fase hacia el fin del Estado; lo que no dicen es de qué naturaleza será el nuevo agente político que ocupe su lugar. Para la racionalidad política a la que estamos acostumbrados, según la cual los hombres somos animales políticos que únicamente podemos vivir dentro de un cierto orden garantizado por el derecho, la visión del futuro como un desorden caótico resulta difícil de comprender. Y, naturalmente, esperamos que esa visión no corresponda al curso de los acontecimientos. Esperamos que pueda darse a éstos una dirección y un sentido, si bien por ahora no identificamos al sujeto histórico capaz de imponerlo.
El debilitamiento del poder estatal también obliga a limitar su acción en el ámbito de las políticas públicas de las que depende, en última instancia, la creación de condiciones objetivas para que las personas eleven su nivel de vida. De este modo, el combate a la pobreza, la injusticia, la marginación, las enfermedades, se vuelve menos viable. Paralelamente cambia el tono del discurso de las reivindicaciones sociales, junto con la adopción de medidas privatizadoras con las cuales se busca llenar el vacío de la acción estatal. El sistema de educación pública, coronado por las instituciones de educación superior (IES); y, señaladamente, por las universidades sostenidas por el Estado, es un buen ejemplo de la paulatina retirada de éste de una de sus mayores responsabilidades. Asumida en tiempos del liberalismo en ascenso, la educación pública fue vista como el instrumento fundamental para promover el progreso y la justicia en nuestro país. En efecto, durante el siglo XIX y algo más de la mitad del XX, los Estados liberales pudieron ofrecer un horizonte de esperanza a los pueblos que gobernaban. El Estado de bienestar fue el momento culminante de la gestión social estatal, si bien quedó restringido a países de alto desarrollo y con condiciones especiales en lo concerniente al número de sus habitantes y a sus estándares culturales elevados. En nuestros días el Estado de bienestar resulta poco creíble como oferta política y, lo que es más de lamentar, resulta poco menos que irrealizable. El modelo económico tal como viene funcionando no lo permite. Según Wallerstein, la economía-mundo capitalista ha llegado a los linderos de su crecimiento factible y, aunque pueda tomar nuevo impulso, sólo será para prolongarse por un tiempo más, sin volver a disfrutar de períodos de expansión acompañados de optimismo en el futuro, que fueron la característica de las etapas posteriores a las grandes crisis del pasado. En ellas, diversas naciones tomaron el papel rector y fueron, durante un determinado número de años, las potencias hegemónicas en lo económico y en lo militar. Así sucedió con Holanda, la primera potencia hegemónica moderna; con Inglaterra que superó a Francia con la guerra de treinta años y, por último, con Estados Unidos que relegó a Alemania y cimentó su poder después de la segunda guerra mundial. Simultáneamente con su éxito en el ámbito económico, estas naciones adquirieron la obligación militar de consolidar el sistema interestatal más acorde a sus intereses. Así emergió, explicado en sus grandes rasgos, el orden mundial que conocemos. En él han coexistido el poder de la supremacía económica y militar de un pequeño grupo de naciones, con instituciones, leyes, principios y valores que han dado cierto grado de racionalidad a las relaciones interestatales y, dentro de los países, ofrecer proyectos de desarrollo nacional con matices ideológicos, pero siempre fundados en la premisa de la elevación de la productividad. Así se explica la fórmula que identifica industrialización y progreso, que en México fue la bandera de los gobierno post revolucionarios. Es este modelo de acuerdo con Wallerstein el que ha perdido validez. Si hemos entendido correctamente su análisis, ello se debe a las contradicciones inherentes al modelo en cuestión: la relación asimétrica entre los países del norte y del sur explica la riqueza de los primeros y la pobreza de los segundos. El sistema existe y se reproduce a partir de esta dicotomía que no puede negar sin negarse. Por lo tanto, metas tales como la igualdad, la injusticia y la eliminación de otros males sociales, son realizables sólo en alguna medida; pero incluso como hacíamos ver, esta medida es la que ahora será más difícil de cumplir. La base ecológica que en el pasado favoreció la expansión de la economía-mundo ya no tiene nada que ofrecer. Todos los recursos del planeta se hallan comprometidos y, evidentemente, su escasez repercutirá cada día con mayor dureza en la vida de las personas. La guerra por el petróleo, por el agua, por los alimentos, es el escenario del futuro inmediato a menos que …
A menos que el miedo o los intereses establecidos no impidan a los gobiernos perseverar en la búsqueda de una racionalidad política y económica al servicio del verdadero bien de los pueblos. La razón de los modernos no se identifica exclusivamente con la razón instrumental, cuya herencia es la lucha descarnada por el control de los recursos naturales y la explotación de las materias primas de los países periféricos, a los cuales se mantiene marginados del desarrollo científico y tecnológico. La razón moderna deja también una herencia rescatable: la autonomía moral de la persona; el Estado Democrático y Social de Derecho; el respeto a las diferencias y derechos humanos. Quizá sobre estos fundamentos, aunque en apariencia frágiles, sea posible avanzar en la construcción de un mundo diferente. El que no sepamos cómo será la figura del futuro ni sepamos con exactitud cómo será posible, no debe constituir nuestra principal preocupación. En cuanto a lo primero, recordemos el argumento de Karl Popper: si supiéramos cómo será el futuro, ya no sería futuro, pues de algún modo sería ya presente. El futuro por definición es lo que aún no es. En cuanto a lo segundo, hemos de confiar en la imaginación creadora del ser humano y en su capacidad para sobrevivir. Por último, en el caso particular de nuestro país, no se advierte fuera del Estado otro agente que pueda promover los cambios para alcanzar igualdad y justicia. Agregaríamos, sin embargo, la necesidad de la participación de la sociedad, en la riqueza de su pluralidad, de manera que el Estado tenga en ella al colaborador más idóneo en la consecución de los fines que configuran el bien común. Si por una parte ciertas tendencias de la historia acentúan el debilitamiento del Estado, por otra parte parece que la defensa y fortalecimiento del Estado Democrático de Derecho, puede convertirse en el puente hacia ese futuro que nos aguarda, si ha de continuar la odisea que llamamos historia.
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